El cuento de la criada (36 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

BOOK: El cuento de la criada
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CAPÍTULO 43

Los tres cuerpos quedan allí colgados; con los sacos blancos sobre sus cabezas parecen extrañamente estirados, como pollos colgados del pescuezo en el escaparate de una carnicería, como pájaros con las alas cortadas, como pájaros incapaces de volar, como ángeles destruidos. Es difícil quitarles los ojos de encima. Los pies cuelgan por debajo de los dobladillos de los vestidos, dos pares de zapatos rojos, un par de azules. Si no fuera por las cuerdas y los sacos, podría tratarse de una especie de danza, un ballet captado en el aire por una cámara fotográfica. Parecen puestas en orden. Como si fueran parte de un espectáculo. Debe de haber sido Tía Lydia la que puso a la de azul en el medio.

—El Salvamento de hoy ha concluido —anuncia Tía Lydia por el micrófono—. Pero...

Nos volvemos hacia ella, la escuchamos, la observamos. Siempre supo dónde hacer las pausas. Entre nosotras se produce un murmullo y un movimiento. Quizá va a ocurrir algo más.

—Pero debéis levantaros y formar un circulo —nos sonríe con expresión generosa y munificente. Está a punto de darnos algo. De
concedernos
algo—. En orden.

Nos está hablando a nosotras, a las Criadas. Algunas de las Esposas empiezan a irse, igual que algunas de las hijas. La mayoría de ellas se quedan, pero en la parte de atrás, apartadas, simplemente observando. No forman parte del circulo.

Dos Guardianes han avanzado y están enrollando la gruesa cuerda, quitándola de en medio. Otros quitan los cojines. Nos apiñamos sobre el césped, delante del escenario, algunas intentamos encontrar sitio en el frente, cerca del centro, unas cuantas empujan lo suficiente para abrirse paso hasta el centro, donde estarán protegidas. Es un error vacilar demasiado en un grupo como éste; te catalogan de persona poco entusiasta y carente de ardor. Aquí se produce un despliegue de energía, un murmullo, un estremecimiento de rapidez y furia. Los cuerpos se tensan, los ojos se vuelven más brillantes, como si apuntaran a algo.

No quiero estar delante, y tampoco detrás. No estoy segura de lo que ocurrirá, aunque presiento que será algo que no quiero ver de cerca. Pero Deglen me coge del brazo y me arrastra consigo; nos colocamos en la segunda línea, apenas protegidas por una delgada fila de cuerpos. No quiero ver pero tampoco retrocedo. He oído rumores, pero sólo los creo a medias. A pesar de todo lo que sé, me digo a mi misma: no llegarán a ese extremo.

—Ya conocéis las reglas de una Particicución —afirma Tía Lydia—. Esperaréis hasta que toque el silbato. Después de eso, lo que hagáis es asunto vuestro, hasta que yo vuelva a tocar el silbato. ¿Entendido?

Se produce un murmullo general, un asentimiento sin forma.

—Pues bien —dice Tía Lydia. Asiente con la cabeza y dos Guardianes, que no son los que han apartado la cuerda, se acercan desde detrás del escenario. Entre ambos llevan casi a la rastra a otro hombre. Éste también va vestido con uniforme de Guardián, pero no lleva puesta la gorra y tiene el uniforme sucio y desgarrado. Tiene la cara cortada y magullada, y llena de morados rojizos; está hinchado y lleno de bultos y le empieza a crecer la barba. No parece una cara, sino algún vegetal desconocido, un bulbo despedazado o un tubérculo, algo deformado. Incluso desde donde estoy puedo olerlo: huele a mierda y a vómito. Unos mechones de pelo rubio le caen sobre la cara, como si algo se los hubiera erizado. ¿Será el sudor seco?

Lo miro fijamente, con repugnancia. Parece borracho. Parece un borracho que ha estado en una pelea. ¿Por qué habrán traído aquí a un borracho?

—Este hombre —aclara Tía Lydia— ha sido condenado por violación —su voz se estremece a causa de la ira y deja entrever un tono triunfal—. Era un Guardián. Deshonró su uniforme. Abusó de su puesto de confianza. Su cómplice ya ha sido ejecutada. Como sabéis, la violación se castiga con la muerte. Deuteronomio, veintidós; versículos veintitrés y veintinueve. Debo añadir que este delito implicaba a dos de vosotras y que se realizó a punta de pistola. Y que fue brutal. No voy a ofender vuestros oídos con más detalles, excepto para decir que una mujer estaba embarazada y que el bebé murió.

Se oye un gemido entre nosotras; a pesar de mí misma, aprieto las manos. Esta violación es excesiva. El bebé también, después de todo lo que soportamos. Es verdad, hay un ansia de sangre; siento deseos de romper, de arrancar, de destrozar.

Empujamos hacia delante, nuestras cabezas giran de un lado a otro, nuestras fosas nasales se ensanchan olfateando la muerte, nos miramos mutuamente para ver nuestro odio. Se merecía algo peor que la muerte. El hombre gira la cabeza, atontado. ¿La habrá oído siquiera?

Tía Lydia aguarda un momento; luego sonríe levemente y se lleva el silbato a los labios. Lo oímos, estridente y prístino, un eco de una partida de voleibol de épocas pretéritas.

Los dos Guardianes sueltan los brazos del tercer hombre y retroceden. El hombre se tambalea —¿está drogado?— y cae de rodillas. Tiene los ojos arrugados en la carne hinchada, como si la luz fuera demasiado brillante para él. Lo han tenido encerrado en la oscuridad. Se lleva una mano a la mejilla, como para comprobar si aún está allí. Todo esto ocurre rápidamente, pero parece lento.

Nadie se mueve. Las mujeres lo miran con horror, como si fuera una rata medio muerta que se arrastra por el suelo de la cocina. Nos mira con los ojos entrecerrados, observa el círculo de mujeres rojas. Increíblemente, un costado de su boca se levanta... ¿será una sonrisa?

Intento penetrarlo con la mirada, ver dentro del rostro destrozado, averiguar cuál debe de ser su aspecto real. Supongo que tiene alrededor de treinta años. No es Luke.

Pero sé que podría haber sido él. Podría tratarse de Nick. Sé que, al margen de lo que haya hecho, no puedo tocarlo.

Dice algo. Sus palabras son poco claras, como si tuviera la garganta magullada, como si tuviera la lengua demasiado grande, pero igualmente lo oigo. Dice:

—Yo no...

Se produce un movimiento hacia delante, como si fuéramos una multitud en un concierto de música rock de otros tiempos y esperáramos a que se abrieran las puertas con esa urgencia que se apodera de nosotras. El aire está impregnado de adrenalina, todo nos está permitido, esto es la libertad, la siento en mi cuerpo, siento vértigo, una mancha roja se extiende por todas partes, pero antes de que la marea de ropas y cuerpos empiecen a golpearlo, Deglen se abre paso entre las mujeres dando codazos a diestra y siniestra y corre hacia él. Lo hace caer de costado y le patea la cabeza furiosamente, una, dos, tres veces, con golpes secos y certeros. Ahora se oyen gemidos, un sonido débil semejante a un gruñido, gritos, y los cuerpos rojos caen hacia delante y ya no veo nada, él ha quedado oculto por brazos, puños y pies. En algún sitio se oye un aullido, como el grito aterrorizado de un caballo.

Me quedo a cierta distancia, intentando mantener el equilibrio. Algo me golpea por detrás y me tambaleo. Cuando vuelvo a recuperar el equilibrio miro a mi alrededor y veo a las Esposas y a las hijas que se inclinan hacia delante en sus sillas, y a las Tías que observan con interés desde la plataforma. Desde allí arriba deben de tener mejor perspectiva.

Él se ha convertido en
eso.

Deglen está otra vez a mi lado. Tiene la cara tensa y sin expresión.

—He visto lo que has hecho —le digo. Empiezo nuevamente a sentir conmoción, agravio, náusea. Barbarismo—. ¿Por qué lo hiciste? ¡Precisamente tú! Creí que...

—No me mires —me advierte—. Nos están vigilando.

—No me importa —replico. Estoy levantando la voz. No puedo evitarlo.

—Domínate —me aconseja. Finge apartarme cogiéndome del brazo y del hombro y acerca su cara a mi oreja—. No seas estúpida. Él no era un violador, era un político. Era uno de los nuestros. Lo dejé sin conocimiento. Le evité el dolor. ¿No ves lo que le están haciendo?

Uno de los nuestros, pienso. Un Guardián. Parece imposible.

Tía Lydia vuelve a tocar el silbato, pero las mujeres no se detienen de inmediato. Intervienen los dos Guardianes para apartarlas de lo que queda del hombre. Algunas quedan tendidas en el césped pues han sido golpeadas o pateadas por error. Otras se han desmayado. Las demás se dispersan de a dos o de a tres, o solas. Parecen aturdidas.

—Buscad vuestra pareja y formad fila —ordena Tía Lydia a través del micrófono. Unas pocas le obedecen. Una mujer se acerca a nosotras, caminando como si avanzara a tientas en la oscuridad: es Janine. Tiene una mancha de sangre en la cara y algunas más en la parte blanca de su tocado. Nos dedica una diminuta sonrisa. Tiene la mirada perdida.

—Hola —saluda—. ¿Cómo estás? —sujeta algo con la mano derecha. Es un mechón de pelo rubio. Ríe tontamente.

—Janine —le digo. Pero ahora se deja ir totalmente, como en una caída libre, en actitud de abandono.

—Que lo pases bien —dice y pasa junto a nosotras, en dirección a la entrada.

La observo. Ten cuidado, pienso. Ni siquiera siento pena por ella, aunque debería sentirla. Siento rabia. No me siento orgullosa por ello, ni por nada de todo esto. Pero eso es lo que cuenta.

Las manos me huelen a alquitrán caliente. Quiero regresar a la casa y subir al cuarto de baño y restregarme una y otra vez con el jabón duro y la piedra pómez para eliminar de mi piel cualquier rastro de este olor que me hace sentir enferma.

Y también estoy hambrienta. Parece monstruoso, pero sin embargo es verdad. La muerte me hace sentir hambre. Quizá es porque he quedado vacía; o quizá es el modo que tiene mi cuerpo de comprobar que estoy viva, y sigo repitiendo como en una plegaria:
estoy, estoy.
Aún estoy.

Quiero irme a la cama y hacer el amor, ahora mismo.

Pienso en la palabra fruición.

Me comería un caballo.

CAPÍTULO 44

Las cosas han vuelto a la normalidad.

¿Cómo puedo llamarle
normalidad
a esto? Aunque comparado con lo de esta mañana, es normal.

Para almorzar me dieron un bocadillo de pan moreno con queso, un vaso de leche, unas ramas de apio y peras en conserva. Un almuerzo de escolar. Me lo comí todo, no muy rápidamente, sino degustando de la exuberancia de sabores con la lengua. Ahora iré a la compra, como de costumbre. Casi espero ese momento ansiosamente. En cierto modo es un consuelo quebrar la rutina.

Salgo por la puerta de atrás y recorro el sendero. Nick está lavando el coche y lleva la gorra puesta de costado. No me mira. Ahora intentamos no mirarnos. Seguramente nos descubriríamos, incluso aquí al aire libre, donde nadie nos ve.

Me detengo en la esquina para esperar a Deglen. Se está retrasando. Finalmente, la veo venir, una silueta de ropa roja y blanca, como una cometa, caminando con paso uniforme, tal como nos han enseñado. La veo y al principio no noto nada. Pero a medida que se acerca me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Tiene un aspecto raro. Ha cambiado de una manera indefinida; no está lastimada ni cojea. Es como si se hubiera encogido.

Cuando la tengo más cerca me doy cuenta. No es Deglen. Tiene la misma estatura, pero es más delgada, y su cara es beige en lugar de rosada. Se acerca a mí y se detiene.

—Bendito sea el fruto —me saluda. Imperturbable. Mojigata.

—Y que el Señor permita que se abra —contesto. Intento no revelar mi asombro.

—Tú debes de ser Defred —me dice. Respondo que sí y empezamos a caminar.

¿Y ahora?, pienso. La cabeza me da vueltas, esto no significa nada bueno, ¿qué habrá sido de ella, cómo averiguarlo sin que se note demasiado mi preocupación? No podemos crear amistades ni lealtades entre nosotras. Intento recordar cuánto tiempo tenía que pasar Deglen en su actual destacamento.

—Tenemos muy buen tiempo —comento.

—Lo que me llena de gozo —es una voz plácida, monótona, inexpresiva.

Pasamos por el primer puesto de control sin decir nada más. Ella se muestra taciturna, pero yo también. ¿Está esperando que yo empiece a hablar, que me descubra, o es una creyente que está absorta en la meditación?

—¿Deglen ha sido trasladada? ¿Tan pronto? —le pregunto, sabiendo que no la han trasladado. La vi esta mañana. Me lo habría dicho.

—Yo soy Deglen —responde la mujer. Lo sé perfectamente. Por supuesto que lo es, es la nueva; y Deglen, esté donde esté, ya no es Deglen. Nunca supe su verdadero nombre. Así es como puedes perderte en un mar de nombres. Ahora no sería fácil encontrarla.

Vamos a Leche y Miel, y a Todo Carne, donde yo compro un pollo y la nueva Deglen coge un kilo de hamburguesas. Hay cola, como de costumbre. Veo a varias mujeres que reconozco e intercambio con ellas los infinitesimales movimientos de cabeza con los que mutuamente nos demostramos que somos conocidas, al menos para alguien, que aún existimos. Cuando salimos de Todo Carne, le digo a la nueva Deglen:

—Deberíamos ir al Muro —no sé qué pretendo con esto; tal vez encontrar la manera de poner a prueba su reacción. Necesito saber si es o no una de las nuestras. Si lo es, si puedo comprobarlo, quizá ella pueda decirme qué le ha ocurrido realmente a Deglen.

—Como quieras —acepta. ¿Es indiferencia o cautela?

En el Muro están colgadas las tres mujeres de esta mañana, con los vestidos todavía puestos y las bolsas blancas en sus cabezas. Les han desatado los brazos, que ahora cuelgan rígidamente a los costados del cuerpo. La de azul está en el medio y las dos de rojo a los lados, pero los colores ya no son tan brillantes; parecen haberse desteñido, deslustrado, como las mariposas muertas o como un pez tropical que empieza a secarse sobre la arena. Han perdido el brillo. Las observamos en silencio.

—Que esto nos sirva de advertencia —sentencia finalmente la nueva Deglen.

Al principio no digo nada porque intento descifrar lo que quiere decir. Podría querer decir que es una advertencia de la injusticia y la brutalidad del régimen. En ese caso tendría que responderle
sí.
O podría querer decir lo contrario, que debemos hacer lo que nos dicen y no meternos en problemas, porque de no ser así, recibiremos el justo castigo. Si ella quiere decir esto, debería responderle
alabado sea.
Pero su voz fue suave, inexpresiva, no me proporcionó ninguna pista.

Corro el riesgo y le respondo:

—Sí.

No me contesta, pero percibo un destello blanco, como si ella se hubiera girado rápidamente para mirarme.

Un momento después emprendemos el largo camino de regreso, coordinando nuestros pasos tal como está establecido para que parezca que actuamos al unísono.

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