Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Intento recordar si el pasado era exactamente así. Ahora no estoy segura. Sé que contenía estas cosas, pero de algún modo la mezcla es diferente. Una película sobre el pasado no es lo mismo que el pasado.
—Sí —afirmo. Lo que siento no es una cosa simple. Ciertamente, estas mujeres no me espantan, no me impresionan. Reconozco en ellas al tipo de mujer holgazana. El credo oficial las rechaza, niega su existencia misma, y sin embargo, aquí están. Al menos eso es algo.
—No te quedes mirando tontamente —me aconseja el Comandante, o te delatarás. Actúa con naturalidad
—vuelve a guiarme. Un hombre lo ha reconocido, lo ha saludado y ha empezado a caminar en dirección a nosotros. El Comandante me coge el brazo con más fuerza—. Tranquila —susurra—. No pierdas la calma.
Todo lo que tienes que hacer, me digo a mí misma, es mantener la boca cerrada y parecer estúpida. No es tan difícil.
El Comandante habla por mí, con este hombre y con los otros que vienen con él. No dice gran cosa sobre mí, no necesita hacerlo. Explica que soy nueva y ellos me miran, me descartan y se dedican a hablar de otras cosas. Mi disfraz ha cumplido con su función.
Él sigue sujetándome del brazo y, mientras habla, su columna se vuelve imperceptiblemente rígida, su pecho se ensancha, su voz adopta cada vez más la vivacidad y la jocosidad de la juventud. Se me ocurre que está exhibiéndose. Me está exhibiendo a mí ante ellos, y ellos lo comprenden y son lo suficientemente decorosos, mantienen las manos quietas pero me observan los pechos y las piernas como si no hubiera razón para no hacerlo. Pero también se está exhibiendo ante mí. Me está demostrando su dominio del mundo. Está quebrando las normas delante de narices, burlándose de ellos. Tal vez ha alcanzado ese estado de intoxicación que, según se dice, inspira el poder, ese estado que hace que algunos se sientan indispensables y crean que pueden hacer cualquier cosa, absolutamente lo que les plazca, cualquier cosa. Por segunda vez, cuando cree que nadie lo mira, me guiña el ojo.
Todo esto es una ostentación infantil, y una situación patética; pero es algo que comprendo.
Cuando se harta de la conversación vuelve a llevarme cogida del brazo, esta vez hasta un mullido sofá floreado, como los que antes había en los vestíbulos de los hoteles; de hecho, en este vestíbulo hay un dibujo floral que aún recuerdo, un fondo azul oscuro con flores rosadas de estilo
art nouveau.
—Pensé que con esos zapatos —explica— tal vez tenias los pies cansados —tiene razón, y me siento agradecida. Me ayuda a sentarme, y se sienta a mi lado. Pone un brazo alrededor de mis hombros. La tela de su manga resulta áspera en contacto con mi piel, tan desacostumbrada estoy a que me toquen—. ¿Y bien? —prosigue—. ¿Qué te parece nuestro pequeño club?
Vuelvo a mirar a mi alrededor. Los hombres no forman una masa homogénea, como me pareció al principio. Junto a la fuente hay un grupo de japoneses vestidos con trajes de color gris claro, y en un rincón una mancha blanca: árabes ataviados con sus largas túnicas, sus tocados y las badanas de rayas.
—¿Es un club? —pregunto.
—Bueno, así lo llamamos, entre nosotros. El club.
—Creí que este tipo de cosas estaba prohibido —comento.
—Oficialmente, sí —reconoce—. Pero al fin y al cabo todos somos humanos.
Espero que me dé más detalles pero, como no lo hace, le pregunto:
—¿Y eso qué significa?
—Significa que es imposible escapar a la Naturaleza —asegura—. En el caso de los hombres, la Naturaleza exige variedad. Es lógico, forma parte de la estrategia de la procreación. Es el plan de la Naturaleza —no respondo, de modo que continúa—. Las mujeres lo saben instintivamente. ¿Por qué en aquel entonces se compraban tantas ropas diferentes? Para hacerles creer a los hombres que eran varias mujeres diferentes. Una mujer nueva cada día.
Lo dice como si lo creyera, pero dice muchas cosas de esta manera. Tal vez las cree, tal vez no, o tal vez le ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Es imposible saber lo que piensa.
—Por eso, ahora que no tenemos diferentes ropas —sugiero—, ustedes simplemente tienen diferentes mujeres —es una ironía, pero él no la capta.
—Esto resuelve un montón de problemas —dice sin inmutarse.
No le respondo. Empiezo a hartarme de él. Tengo ganas de mostrarme fría con él, de pasar el resto de la velada de mala cara y muda. Pero no puedo permitirme ese lujo, lo sé. Sea lo que fuere, esto al menos es una noche fuera.
Lo que realmente me gustaría hacer es charlar con las mujeres, pero comprendo que tengo pocas posibilidades de hacerlo.
—¿Quiénes son estas personas? —pregunto.
—Esto sólo es para oficiales —me aclara—. De todas las ramas; y para altos funcionarios. Y delegaciones comerciales, por supuesto. Estimula el comercio. Es un sitio ideal para conocer gente. Fuera de aquí apenas se pueden hacer negocios. Intentamos proporcionar al menos lo mismo que pueden conseguir en cualquier otro sitio. También puedes enterarte de cosas, información. A veces un hombre le dice a una mujer cosas que jamás le contaría a otro hombre.
—No —puntualizo—. Me refiero a las mujeres.
—Oh —exclama—. Bueno, algunas de ellas son verdaderas prostitutas. Chicas de la calle— lanza una carcajada— de los tiempos pasados. No podrían ser asimiladas; de todos modos, la mayoría de ellas prefieren esto.
—¿Y las otras? —pregunto.
—¿Las otras? Bueno, tenemos toda una colección. Aquella de allí, la de verde, es socióloga. O era. Ésa era abogada, aquélla se dedicaba a los negocios, tenía un puesto ejecutivo en una especie de cadena de tiendas de comida para llevar, o tal vez eran hoteles. Me han dicho que si uno sólo tiene ganar de hablar, ella es la persona ideal para mantener una charla interesante. Ellas también prefieren estar aquí.
—¿Prefieren esto a qué otra cosa? —pregunto.
—A las alternativas —responde—. Incluso tú podrías preferir esto a lo que tienes —dice en tono tímido, está buscando elogios, quiere que le haga cumplidos, y sé que la parte seria de la conversación ha llegado a su fin.
—No sé —digo, como analizando la posibilidad—. Debe de ser un trabajo duro.
—Tendrías que vigilar tu peso, eso no lo dudes —afirma—. Son muy estrictos con eso. Si llegas a engordar cuatro kilos, te envían a Solitario —¿está bromeando? Es lo más probable, pero no quiero saberlo—. Ahora —dice—, para ponerte a tono con el ambiente, ¿qué te parece un trago?
—No debo beber —le recuerdo—. Ya lo sabe.
—Por una vez no te hará daño —insiste—. Por otra parte, no sería normal que no lo hicieras. ¡Aquí dentro, nada de tabúes para la nicotina y el alcohol! Ya ves que aquí gozan de ciertas ventajas.
—De acuerdo —acepto. Para mis adentros estoy encantada con la idea, hace años que no bebo un trago.
—¿Entonces qué pido? —me pregunta—. Aquí tienen de todo, e importado.
—Una tónica con ginebra —decido—. Pero suave, por favor. No querría ponerle en un aprieto.
—No lo harás —dice, sonriendo. Se pone de pie y, sorpresivamente, me coge la mano y me besa la palma. Luego se marcha en dirección al bar. Podría haber llamado a una camarera —hay unas cuantas, todas vestidas con minifalda negra y borlas en los pechos—, pero parecen tan ocupadas que es difícil que respondan a una señal.
Entonces la veo. Moira. Está de pie con otras dos mujeres, cerca de la fuente. Tengo que volver a mirarla con atención para asegurarme de que es ella. La miro entrecortadamente, con movimientos rápidos de los ojos, para que nadie lo note.
Está absurdamente vestida con un conjunto negro de lo que alguna vez fue raso brillante y ahora es una tela desgastada. No lleva tirantes y en el interior tiene un alambre que le levanta los pechos, pero a Moira no le sienta bien; es demasiado largo, lo que hace que un pecho le quede erguido y el otro no. Ella tironea distraídamente de la parte superior, para levantarlo. Lleva una bola de algodón en la espalda, la veo cuando se pone de perfil; parece una compresa higiénica que ha reventado como si fuera una palomita de maíz. Me doy cuenta que pretende ser un rabo. Lleva atadas a la cabeza dos orejas, no logro distinguir si son de conejo o de ciervo; una de las orejas ha perdido su rigidez, o el armazón de alambre, y está medio caída. Lleva una corbata de lazo en el cuello, medias negras de tul y zapatos negros de tacón alto. Siempre odió los tacones altos.
Todo el traje, antiguo y estrafalario, me recuerda algo del pasado, pero no logro deducir qué es. ¿Una obra de teatro, una comedia musical? Las chicas vestidas para Semana Santa, con trajes de conejo. ¿Qué significado tiene eso en este lugar, por qué se supone que los conejos son sexualmente atractivos para los hombres? ¿Cómo puede resultar atractivo un traje tan ruinoso?
Moira está fumando un cigarrillo. Da una calada y se lo pasa a la mujer de su izquierda, que tiene puesto un vestido de lentejuelas rojas con una larga cola terminada en punta y cuernos de plata: un traje de diablo. Ahora tiene los brazos cruzados delante del cuerpo, debajo de los pechos levantados con alambre. Se apoya en un pie, luego en el otro, deben de dolerle los pies. Tiene la columna ligeramente encorvada. Recorre la habitación con la mirada, pero sin interés. Éste debe de ser un escenario familiar.
Quiero que me mire, que me vea, pero su mirada se desliza sobre mí como si yo no fuera más que otra palmera, otra silla. Seguramente volverá a mirar, lo deseo con todas mis fuerzas, debe mirarme antes de que alguno de los hombres se acerque a ella, antes de desaparecer. La otra mujer que está con ella, la rubia de la mañanita color rosa con un adorno de piel gastada, ya tiene asignado un acompañante, ha entrado en el ascensor de cristal y ha subido hasta desaparecer de la vista. Moira vuelve a girar la cabeza, tal vez en busca de posibles clientes.
Debe de resultar duro quedarse allí sin que nadie la reclame, como si estuviera en un baile del colegio y la pasaran por alto. Esta vez sus ojos se fijan en mí. Me ve. Sabe que es mejor no reaccionar.
Nos miramos fijamente, con rostro inexpresivo y apático. Luego ella hace un leve movimiento con la cabeza, una ligera sacudida a la derecha. Vuelve a coger el cigarrillo que le ofrece la mujer de rojo, se lo lleva a la boca y deja la mano suspendida un momento en el aire, los cinco dedos estirados. Luego se vuelve de espaldas.
Nuestra antigua señal. Tengo cinco minutos para llegar al lavabo de las mujeres, que debe de estar en alguna parte a su derecha. Miro a mi alrededor: ni rastros del lavabo. No puedo arriesgarme a subir y caminar sin rumbo fijo, sin el Comandante. No conozco lo suficiente, no estoy al tanto, podrían hacerme preguntas.
Un minuto, dos. Moira empieza a pasearse al ver que no aparezco. Sólo puede confiar en que la he entendido y que la seguiré.
El Comandante regresa con dos vasos. Me sonríe, coloca los vasos sobre la larga mesa de café, frente al sofá, y se sienta.
—¿Te diviertes? —me pregunta. Quiere que me divierta. Al fin y al cabo, esto es un placer.
Le sonrío.
—¿Hay lavabo? —pregunto.
—Por supuesto —responde. Da un sorbo de su vaso. No me proporciona más información.
—Necesito ir —cuento mentalmente, ya no son minutos, sino segundos.
—Está allí —me indica.
—¿Y si alguien me detiene?
—Enséñale tu etiqueta —dice—. Será suficiente. Sabrán que estás reservada.
Me levanto y cruzo la sala con paso vacilante. Al llegar a la fuente me tambaleo y estoy a punto de caer. Son los tacones. Sin el brazo del Comandante para sujetarme, pierdo el equilibrio. Varios hombres me miran, creo que con asombro más que con lascivia. Me siento tonta. Pongo el brazo izquierdo delante de mi cuerpo, bien visible y doblado a la altura del codo con la etiqueta hacia afuera. Nadie dice nada.
Encuentro la entrada a los lavabos de mujeres. En la puerta aún se lee la palabra
Damas
escrita en letras doradas con adornos. Hay un pasillo que conduce a la puerta y, junto a ésta, una mujer sentada delante de una mesa, supervisando las entradas y las salidas. Es una mujer mayor que lleva un caftán color púrpura y los ojos pintados con sombra dorada, pero no hay vuelta de hoja: es una Tía. Tiene el aguijón sobre la mesa y la correa alrededor de la muñeca. Aquí no se hacen tonterías.
—Quince minutos —me avisa. Me entrega un cartón rectangular de color púrpura que coge de una pila que hay sobre la mesa. Es como un probador de una tienda de las de antes. Oigo que le dice a la mujer que entra detrás de mí—: Acabas de estar aquí.
—Necesito ir otra vez —le explica la mujer.
—El descanso es una vez por hora —dice la Tía—. Ya conoces las reglas.
La mujer empieza a protestar en tono desesperado y quejoso. Empujo la puerta y la abro.
Recuerdo esto. Es la zona de descanso, iluminada suavemente en tonos rosados; hay varios sillones y un sofá con un estampado de brotes de bambú de color verde lima, y encima un reloj de pared con un marco de filigrana dorada. Aquí no han quitado el espejo, hay uno muy grande frente al sofá. Aquí necesitas saber el aspecto que tienes. Al otro lado de una arcada se encuentran los cubículos de los retretes, también rosados, y lavabos y más espejos.
Hay varias mujeres sentadas en las sillas y en el sofá; se han quitado los zapatos y están fumando. Cuando entro, me observan. En el aire se mezclan el olor a perfume, a humo y a carne en acción.
—¿Nueva? —me pregunta una de ellas.
—Sí —respondo mientras busco con la mirada a Moira, a quien no veo por ninguna parte.
Las mujeres no sonríen. Vuelven a concentrarse en sus cigarrillos como si se tratara de un asunto serio. En la sala del extremo, una mujer vestida con un traje de gato, con una cola de imitación piel de color naranja, se está arreglando el maquillaje. Es como estar en unos camerinos: maquillaje y humo, materiales de la ilusión.
Vacilo, no sé qué hacer. No quiero preguntar por Moira, no sé hasta qué punto es seguro. Entonces se oye correr el agua de uno de los retretes y Moira sale. Se balancea en dirección a mí; espero alguna señal.
—Todo está bien —me dice a mí y a las otras mujeres—. La conozco —las otras sonríen, y Moira me abraza. La rodeo con mis brazos y el alambre que le levanta los pechos se clava en mi pecho. Nos besamos, primero una mejilla, luego la otra. Nos separamos.
—Qué horror —afirma y me dedica una sonrisa Pareces la Puta de Babilonia.