Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
»Y Adán no fue engañado, pero la mujer, siendo engañada, cometió una transgresión.
»No obstante, se salvará mediante el alumbramiento si continúa en la fe y la caridad y la santidad con sobriedad.
Salvarse mediante el alumbramiento, pienso. ¿Y qué es lo que nos salvaba antes?
—Eso debe decírselo a las Esposas —murmura Deglen—, cuando se dedican a beber —se refiere al párrafo acerca de la sobriedad. Ahora podemos volver a hablar, el Comandante ha concluido el ritual principal y se ponen los anillos y levantan los velos. Tongo, digo mentalmente. Fijaos bien, porque ahora es demasiado tarde. Los Ángeles tendrán derecho a las Criadas, más adelante, sobre todo si sus nuevas Esposas no pueden reproducirse. Pero a vosotras, niñas, os han timado. Lo que conseguís es lo que veis, con todas sus consecuencias. Pero nadie espera que lo améis. Lo descubriréis muy pronto. Simplemente cumplid con vuestra obligación en silencio. Cuando dudéis, cuando os tendáis de espaldas, podéis mirar el cielo raso. Quién sabe lo que veréis allí arriba. Coronas funerarias y ángeles, constelaciones de polvo, estelar o del otro, los rompecabezas que dejan las arañas. Una mente inquieta siempre tiene algo en qué ocuparse.
¿Algo va mal, querida?,
decía un viejo chiste.
No, ¿por qué?
Te has movido.
No os mováis.
Lo que pretendemos lograr, dice Tía Lydia, es un espíritu de camaradería entre las mujeres. Todas debemos actuar de común acuerdo.
Camaradería, una mierda, dice Moira por el agujero del retrete. Que se vaya a hacer puñetas la Tía Lydia, como solían decir. ¿Qué apuestas a que logra que Janine se ponga de rodillas? ¿Qué crees que traman en su despacho? Apuesto a que la hace trabajar en ese reseco peludo viejo y marchito...
¡Moira!, exclamo.
¿Moira, qué?, susurra. Sabes que tú también lo has pensado.
No es bueno hablar de ese modo, afirmo, sintiendo sin embargo el impulso de reír. Pero en aquel entonces yo imaginaba que debíamos intentar preservar algo parecido a la dignidad.
Siempre fuiste una mojigata, dice Moira, en tono afectado. Claro que es bueno. Lo es.
Y tiene razón, lo sé ahora, mientras estoy arrodillada en este suelo irremediablemente duro, escuchando el ronroneo de la ceremonia. Hay algo convincente en el hecho de susurrar obscenidades sobre los que están en el poder. Hay algo delicioso, algo atrevido, sigiloso, prohibido, emocionante. Es como un maleficio, en cierto modo. Los rebaja, los reduce al común denominador en el que pueden ser encuadrados. Sobre la pintura del retrete alguien desconocido había garabateado:
Tía Lydia chupa.
Era como una bandera agitada desde una colina durante una rebelión. La sola idea de que Tía Lydia hiciera semejante cosa era alentadora.
Así que ahora, entre estos Ángeles y sus blancas esposas desecadas, imagino gruñidos y sudores trascendentales, encuentros húmedos y peludos; o, mejor aún, fracasos ignominiosos, pollas semejantes a zanahorias pasadas, angustiosos toqueteos de la carne, fría e insensible como un pescado crudo.
Cuando por fin la ceremonia concluye y salimos, Deglen me dice en un débil pero penetrante susurro:
—Sabemos que lo ves a solas.
—¿A quién? —le pregunto, resistiendo el impulso de mirarla. Sé a quién se refiere.
—A tu Comandante —aclara—. Sabemos que lo has estado viendo —le pregunto cómo—. Simplemente lo sabemos —responde—. ¿Qué busca? ¿Perversiones sexuales?
Sería difícil explicarle lo que él quiere, porque aún no sé cómo denominarlo. ¿Cómo describirle lo que realmente ocurre entre nosotros? En primer lugar, ella se reiría. Me resulta más fácil decir:
—En cierto modo —esta respuesta tiene, al menos, la dignidad de la coerción.
Ella reflexiona.
—Te sorprendería —comenta— saber cuántos lo hacen.
—No puedo evitarlo —me justifico—. No puedo decirle que no iré —ella debería saberlo.
Ya estamos en la acera y no es conveniente hablar, estamos muy cerca del resto y ya no contamos con la protección del murmullo de la multitud. Caminamos en silencio, rezagadas, hasta que ella cree prudente decir:
—Claro que no puedes. Pero averigua y cuéntanos.
—¿Que averigüe qué? —me extraño.
Casi me parece percibir el ligero movimiento de su cabeza.
—Todo lo que puedas.
Ahora, en la atmósfera caliente de mi habitación, tengo un espacio por llenar, y también un tiempo; un espacio-tiempo, entre el aquí y el ahora, el allí y el después, interrumpido por la cena. La llegada de la bandeja, subida por las escaleras como si fuera un inválido. Un inválido, alguien que ha sido invalidado. Sin pasaporte válido. Sin salida.
Eso fue lo que ocurrió el día que intentamos cruzar la frontera, con nuestros flamantes pasaportes que demostraban que no éramos quienes éramos: que Luke, por ejemplo, nunca habla estado divorciado, que por lo tanto era legal, según la nueva ley.
Después que le explicamos que íbamos de picnic y de echar una mirada al interior del coche y ver a nuestra hija dormida, rodeada por su zoo de sucios animales, el hombre se fue adentro con nuestros pasaportes; Luke me dio unas palmaditas en el brazo y bajó del coche fingiendo que salía a estirar las piernas, y observó al hombre a través de la ventana del edificio de inmigración. Yo me quedé en el coche. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme y aspiré el humo, una larga bocanada de falsa relajación. Me dediqué a mirar a los soldados vestidos con esos uniformes desconocidos que, para ese entonces, empezaban a resultar familiares; estaban ociosamente de pie junto a la barrera de rayas amarillas y negras, que se encontraba levantada. No hacían gran cosa. Uno de ellos miraba una bandada de pájaros que alzaban el vuelo, se arremolinaban y se posaban sobre la barandilla del puente, al otro lado. Yo lo miraba a él, y al mismo tiempo a ellas. Todo tenía el color de siempre, sólo que más brillante.
Todo saldrá bien, me dije, rezando mentalmente. Oh, permítelo. Permítenos cruzar, permítenos cruzar. Sólo esta vez, y después haré cualquier cosa. No tendría ningún sentido, y ni siquiera interés, saber lo que pensé que podría hacer por quien me estaba escuchando.
Entonces Luke volvió a subir al coche, muy rápidamente, puso la llave del encendido y dio marcha atrás. Iba a hablar por teléfono, dijo. Y empezó a conducir a toda prisa, y después un camino de tierra, el bosque, y saltamos del coche y echamos a correr. Una casa donde ocultarnos, una barca, no sé lo que pensamos. Él dijo que los pasaportes eran seguros, y tuvimos muy poco tiempo para planificarlo. Tal vez él tenía un plan, algún tipo de mapa mental. En cuanto a mí, me limité a correr y correr.
No quiero contar esta historia.
No tengo que contarla. No tengo que contar nada, ni a mí misma ni a nadie. Simplemente podría quedarme sentada aquí, en paz. Podría apartarme. Es posible llegar muy lejos, hacia adentro, hacia abajo y hacia atrás, podrían no encontrarte nunca.
Nolite te bastardes carborundorum.
Vaya si la hizo buena.
¿Por qué luchar?
Jamás servirá.
¿Amor?, dijo el Comandante.
Eso está mejor. Es algo que conozco. Podemos hablar del tema.
Enamorarse, repetí. Caer en las garras del amor, a todos nos ocurrió, de un modo u otro. ¿Cómo pudo haberlo convertido en algo tan vacío? Incluso socarrón. Como si para nosotros fuera algo trivial, una pose, un capricho.
Por el contrario, era un camino difícil. Era el problema central, la manera de entenderse a uno mismo; si nunca te ocurría, jamás, podías llegar a ser como un mutante una criatura de otra galaxia. Cualquiera lo sabía.
Caer en las garras del
amor, dijimos; yo
caí en los brazos de él.
Éramos mujeres caídas. Creíamos en ello, en este movimiento descendente: tan hermoso como volar, y sin embargo, al mismo tiempo, tan terrible, tan extremo, tan improbable.
Dios es amor,
dijeron alguna vez, pero nosotras pusimos la frase del revés y el amor, como el Cielo, estaba siempre a la vuelta de la esquina. Cuanto más creíamos en el Amor abstracto y total, más difícil nos resultaba amar al hombre que teníamos a nuestro lado. Siempre esperábamos una encarnación. Esa palabra, hecha carne.
Y en ocasiones ocurría, por una vez. Esa clase de amor viene y se va y después es difícil recordarlo, como el dolor. Un día mirabas a ese hombre y pensabas
Te amé,
y lo pensabas en tiempo pasado, y te sentías maravillada porque haberlo hecho era una tontería, algo sorprendente y precario; y también comprendías por qué en aquel momento tus amigos se habían mostrado evasivos.
Ahora, al recordar esto, siento un gran consuelo.
O a veces, incluso cuando aún estabas amando, te levantabas en mitad de la noche, cuando la luna entraba por la ventana e iluminaba su rostro dormido, oscureciendo las sombras de las cuencas de sus ojos y volviéndolas más cavernosas que durante el día, y pensabas: ¿Quién sabe lo que hacen cuando están a solas, o con otros hombres? ¿Quién sabe lo que dicen, o a dónde van? ¿Quién puede decir lo que son realmente? En la cotidianeidad.
Probablemente, en esos momentos pensarías: ¿Y si no me ama?
O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre mujeres que habían aparecido —a menudo eran mujeres, pero a veces también hombres, o niños, lo cual es terrible— en zanjas, o en bosques, o en neveras de habitaciones alquiladas y abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas sexualmente o no; pero de todos modos asesinadas. Existían lugares por los que no querías caminar, precauciones que tomabas y que tenían que ver con las cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y de dejar las luces encendidas. Estas cosas que hacías eran como plegarias; las hacías y esperabas que te salvaran. Y en gran parte lo hacían. O algo lo hacia; podías asegurarlo por el hecho de que aún estabas viva.
Pero todo eso era oportuno sólo por la noche y no tenía nada que ver con el hombre al que amabas, al menos a la luz del día. Con ese hombre querías trabajar, que la cosa funcionara para no desentrenarte. Y el entrenamiento era algo que hacías con el fin de mantener tu cuerpo en forma para ese hombre. Si te entrenabas lo suficiente, tal vez el hombre también lo hacía. Tal vez erais capaces de entrenaros juntos, como si ambos fuerais un rompecabezas que podía resolverse de lo contrario, uno de vosotros —lo más probable es que fuera el hombre— se alejaría tomando su propio rumbo, llevándose consigo su cuerpo adicto y dejándote con una angustia de abandono que podías contrarrestar mediante el ejercicio. Si no funcionabais, era porque uno de los dos adoptaba una actitud incorrecta. Se pensaba que todo lo que ocurría en vuestras vidas se debía a alguna fuerza positiva o negativa que emanaba del interior de vuestras mentes.
Si no te gusta, cámbialo, nos decíamos mutuamente y a nosotras mismas. Y así, cambiábamos a ese hombre por otro. Estábamos seguras de que el cambio siempre se hacía para mejorar. Éramos revisionistas; nos revisábamos a nosotras mismas.
Resulta extraño recordar lo que solíamos pensar, como si lo tuviéramos todo al alcance, como si no existieran las contingencias, ni los límites; como si fuéramos libres de modelar y remodelar eternamente los siempre expansibles perímetros de nuestras vidas. Yo también era así, también lo hacía. Luke no fue el primer hombre en mi vida, y podría no haber sido el último. Si no hubiera quedado congelado de ese modo. Parado en seco en el tiempo, en el aire, entre los árboles, en mitad de la caída.
En otros tiempos te enviaban un pequeño paquete con sus pertenencias: lo que llevaba consigo en el momento de morir. Según mi madre, eso es lo que hacían en tiempos de guerra. ¿ Durante cuánto tiempo se suponía que debías llevar luto, qué decían ellos? Haz de tu vida un tributo al amado. Y lo fue, el amado. Él.
Es, me digo.
Es, es,
sólo dos letras, estúpida, ¿acaso no eres capaz de recordar una palabra tan corta como ésa?
Me seco la cara con la manga. Antes no lo habría hecho por miedo a mancharme, pero ahora es imposible que ocurra. Cualquier expresión que exista, invisible para mí es real.
Tendréis que perdonarme. Soy una refugiada del pasado y, como otros refugiados, sigo las costumbres y hábitos que abandoné o que fui obligada a abandonar, y todo esto parece muy pintoresco, y yo soy muy obsesiva con respecto a ello. Como un ruso blanco tomando el té en París, aislado en el siglo veinte, retrocedo intentando recuperar aquellos senderos distantes; me vuelvo demasiado sensiblera, me pierdo. Me lamento. Lamentarse es lo que es, no es llorar. Me siento en esta silla y rezumo, como una esponja.
Entonces. Más espera. La dulce espera: así solían llamarle las tiendas en las que podías comprar ropa de maternidad. Espera a secas parece más apropiado a alguien que está en una estación de tren. La espera también es un lugar: es donde se espera. Para mí, lo es esta habitación. Yo soy un espacio entre paréntesis. Entre otras personas.
Llaman a mi puerta. Es Cora, con la bandeja.
Pero no es Cora.
—Te he traído esto —dice Serena Joy.
Entonces levanto la vista, miro a mi alrededor, me levanto de mi silla y camino en dirección a ella. La sostiene entre sus manos, es una copia de una Polaroid, cuadrada y brillante. Entonces aún fabrican esas cámaras. Y también habrá álbumes familiares, llenos de niños; sin embargo, ni una sola Criada. Desde el punto de vista de la historia futura, seremos invisibles. Pero los niños sí existirán, serán algo para que las Esposas miren en el piso de abajo mientras esperan el nacimiento mordisqueando en el bar.
—Sólo puedes tenerla cinco minutos —me dice Serena Joy, en tono bajo y conspirador Tengo que devolverla antes de que noten que ha desaparecido.
Debe de haber sido una Martha la que se la consiguió. Ellas forman una red de la que obtienen algo. Es bueno saberlo.
La cojo de sus manos, y la doy vuelta para verla del derecho. Es ella, ¿éste es su aspecto? Mi tesoro.
Tan alta y cambiada. Sonriendo un poco, con su vestido blanco, como si fuera vestida para tomar la primera comunión, como en los viejos tiempos.
El tiempo no ha quedado estancado. Me ha mojado, me ha erosionado, como si yo no fuera más que una mujer de arena abandonada por un niño descuidado cerca del agua. Para ella he quedado borrada. Ahora sólo soy una sombra lejana en el tiempo, detrás de la superficie lisa y brillante de esta fotografía. La sombra de una sombra, que es lo que terminan siendo las madres muertas. Se ve en sus ojos: no estoy allí.