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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

El cuento de la criada (24 page)

BOOK: El cuento de la criada
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Me gustaría que estuviera aquí, para decirle que al final lo he descubierto.

Alguien ha salido. Oigo una puerta que se cierra a lo lejos, en algún punto del costado de la casa, y unos pasos en el camino. Es Nick, ahora lo veo; baja por el sendero hasta el césped para respirar el aire húmedo impregnado de olor a flores, a vegetación pulposa, a polen arrojado al viento en manojos, como huevas de ostras en el mar. Qué derroche de vida. Él se estira bajo el sol, noto la ondulación de sus músculos, como un gato arqueando el lomo. Va en mangas de camisa, y sus brazos desnudos asoman descaradamente por debajo de la tela doblada. ¿Dónde terminará su bronceado? Desde aquella noche de ensueño en la sala iluminada por la luna, no he vuelto a hablar con él. Él sólo es mi bandera, mi semáforo. El nuestro es un lenguaje corporal.

En este momento tiene la gorra ladeada, o sea que me mandan llamar.

¿Qué obtiene él de todo esto, jugando el papel de paje? ¿Qué siente haciendo este ambiguo papel de alcahuete del Comandante? ¿Le disgusta, o le hace desear algo más de mí, desearme más? Porque no tiene ni idea de lo que ocurre realmente allí dentro, entre los libros. Actos de perversión, por lo que sabe. El Comandante y yo cubriéndonos mutuamente de tinta y limpiándonosla con la lengua, o haciendo el amor sobre montones de papeles de periódicos prohibidos. Bueno, no debe de ir muy desencaminado.

Pero seguramente obtiene algún beneficio de ello. De alguna manera, cada uno va a la suya. ¿Algún paquete demás de cigarrillos? ¿Alguna libertad que normalmente no se concede? De todos modos, ¿qué puede probar? Es su palabra contra la del Comandante, a menos que pretenda presentarse con un grupo de gente. Una patada a la puerta, y ¿qué os dije? Sorprendidos durante una pecaminosa partida de Intelect. Vamos, tráguese esas palabras.

Tal vez le produce satisfacción el simple hecho de saber algo secreto. O tener alguna información sobre mí, como solían decir. Es el tipo de poder que sólo se puede usar una vez.

Me gustaría tener mejor opinión de él.

Aquella noche, después de perder mi trabajo, Luke quiso que hiciéramos el amor. ¿Por qué no quise hacerlo? Debió de ser la desesperación. Pero aún me sentía paralizada. Apenas podía sentir sus manos sobre mi cuerpo.

¿Qué ocurre?, me preguntó.

No sé, dije.

Aún tenemos... Pero no dijo qué era lo que aún teníamos. Se me ocurrió pensar que quizá no quería decir
aún tenemos,
puesto que, por lo que yo sabía, a él no le habían quitado nada.

Aún nos tenemos el uno al otro, concluí. Y era verdad. ¿Entonces por qué parecía, incluso a mis ojos, tan indiferente?

Me besó, como si después de que yo pronunciara esa frase, las cosas pudieran volver a la normalidad. Pero algo había cambiado, ya no existía el mismo equilibrio. Sentí que me encogía, de manera tal que cuando me rodeó con sus brazos eran tan pequeña como una muñeca. Sentí que el amor se alejaba sin mí.

A él no le importa, pensé. No le importa en lo más mínimo. Quizás incluso le gusta. Ya no nos pertenecemos el uno al otro. Por el contrario, yo soy suya.

Indigno, injusto, falso. Pero eso es lo que ocurrió.

Por eso, Luke, lo que quiero preguntarte, lo que necesito saber es si estaba en lo cierto. Porque nunca hablamos del tema. Cuando podría haberlo hecho, tuve miedo. No podía permitirme el lujo de perderte.

CAPÍTULO 29

Estoy sentada en el despacho del Comandante, al otro lado de su escritorio, como si fuera un cliente de un banco solicitando un préstamo de gran envergadura. Pero aparte de mi situación en el despacho, entre nosotros no existe nada de toda esa formalidad. Ya no me siento rígida y con la espalda recta, ni los pies juntos y la mirada alerta. Por el contrario, tengo el cuerpo relajado e incluso estoy cómoda. Me he quitado los zapatos rojos y tengo las piernas recogidas debajo de mi cuerpo, tapadas por la falda roja, es verdad, pero cruzadas, como si estuviera sentada delante del fuego de un campamento, como solíamos hacer en los tiempos en que íbamos de picnic. Si la chimenea estuviera encendida, su luz parpadearía sobre las superficies lustrosas, y brillaría suavemente sobre nuestra carne. La luz del hogar la añado yo.

En cuanto al Comandante, esta noche se muestra excesivamente desenfadado. Se ha quitado la chaqueta y tiene los codos apoyados en la mesa. Sólo le falta un palillo a un costado de la boca para ser igual que un anuncio de la democracia rural, como salido de un aguafuerte. Una cagadita de mosca, un viejo libro quemado.

Los cuadros del tablero que tengo delante empiezan a llenarse: estoy jugando la penúltima partida de la noche. Formo la palabra asaz, el mejor modo que tengo de usar la valiosa z.

—¿Ésa es una palabra? —pregunta el Comandante.

—Podríamos consultar el diccionario —propongo—. Es un arcaísmo.

—De acuerdo —responde y sonríe. Al Comandante le gusta que yo me distinga, que demuestre precocidad como un animalito doméstico siempre atento, con las orejas levantadas y ansioso por actuar. Su aprobación me envuelve cálidamente. No percibo en él nada de la animosidad que solía notar en los hombres, incluso en Luke, a veces. No me está diciendo mentalmente
puta.
De hecho, es verdaderamente paternal. Le gusta pensar que lo estoy pasando bien; y así es, así es.

Suma hábilmente nuestra puntuación final en su computadora de bolsillo.

—Ganas tú por varios puntos —señala. Sospecho que me engaña para halagarme, para ponerme de buen humor. ¿Pero por qué? Aún queda una pregunta. ¿Qué pretende obtener mimándome de ese modo? Debe de haber algo.

Se echa hacia atrás en su silla y junta las yemas de los dedos, un gesto que ahora me resulta familiar. Entre nosotros se ha creado todo un repertorio de gestos y familiaridades. Ahora me está mirando, no de una manera poco benevolente sino con curiosidad, como si yo fuera un rompecabezas que tiene que resolver.

—¿Qué te gustaría leer esta noche? —me pregunta. Esto también se ha convertido en una costumbre. Hasta aquel momento había leído todo un número de la revista
Mademoiselle,
un antiguo
Esquire,
de la década de los ochenta, y una
Ms.
—una revista que recuerdo vagamente haber visto rondar en alguno de los muchos apartamentos de mi madre cuando yo era una niña—, y un número del
Reader’s Digest.
Incluso tiene novelas. He leído una de Raymond Chandler, y ahora estoy en la mitad de
Tiempos difíciles,
de Charles Dickens. En estas ocasiones leo rápida, vorazmente, casi echando una ojeada e intentando llenar mi cabeza al máximo antes del prolongado ayuno que me espera. Si se tratara de comida, sería la glotonería del famélico; si se tratara de sexo, sería rápido, furtivo y realizado de pie en algún callejón.

Mientras leo, el Comandante se queda sentado y me observa, sin decir nada, pero también sin quitarme los ojos de encima. El acto de mirarme es un acto curiosamente sexual, y mientras él lo hace me siento desnuda. Me gustaría que se girara de espaldas, que se paseara por la habitación, que también él leyera algo. Entonces quizá podría relajarme más, tomarme mi tiempo. En cambio así, este ilícito acto de leer parece una especie de representación.

—Creo que prefiero hablar —comento. Yo misma me sorprendo al oír lo que digo.

Él vuelve a sonreír. No parece sorprendido. Probablemente estaba esperando esto, o algo parecido.

—Oh —dice—. ¿De qué te gustaría hablar?

Vacilo.

—De cualquier cosa, supongo. Bueno, de usted, por ejemplo.

—¿De mí? —vuelve a sonreír—. Oh, no hay mucho que hablar sobre mí. Soy un tío normal y corriente.

La falsedad de la frase, e incluso el modo de decir «tío», me resultan chocantes. Normalmente los tíos corrientes no llegan a ser Comandantes.

—Debe de tener alguna característica especial —señalo. Sé que lo estoy provocando, adulando, desatándole la lengua, y yo misma me desagrado, de hecho esto es nauseabundo. Pero nos tiramos la pelota. Si él no habla, lo haré yo. Lo sé, puedo sentir las palabras que retroceden en mi interior, hace mucho tiempo que no hablo realmente con alguien. El breve susurro intercambiado hoy con Deglen durante nuestro paseo, apenas cuenta; pero fue una incitación, un preludio. Después del alivio que sentí, incluso con una conversación tan breve, quiero más.

Pero si hablo, diré algo que no debo, revelaré algo. Incluso lo noto, como una traición a mí misma. No quiero que él sepa demasiado.

—Oh, para empezar me dedicaba a la investigación de mercado —explica en tono tímido—. Después amplié el campo de actividades.

Me sorprende el hecho de que, aunque sé que es un comandante, no sé de qué es Comandante. ¿Qué controla, cuál es su campo, como solían decir? No tienen títulos específicos.

—Ah —digo, fingiendo entender.

—Se podría decir que soy una especie de científico —añade—. Dentro de ciertos límites, por supuesto.

Después no dice nada durante un rato, y yo tampoco. Nos esperamos mutuamente.

Por fin soy yo quien rompe el silencio.

—Bueno, tal vez podría explicarme algo que me pregunto desde hace tiempo.

Se muestra interesado.

—¿Qué es?

Estoy corriendo un riesgo, pero no puedo reprimirme.

—Es una frase que recuerdo de algún sitio —es mejor no decir de dónde—. Creo que es en latín, y pensé que tal vez... —sé que tiene un diccionario de latín. Tiene varios diccionarios en el estante superior, a la izquierda de la chimenea.

—Dime —me apremia, distante, pero más alerta, ¿o es mi imaginación?

—Nolite te bastardes carborundorum
—recito.

—¿Qué? —se asombra.

No la he pronunciado correctamente. No sé cómo se pronuncia.

—Podría deletrearla —propongo—. O escribirla.

Vacila ante esta novedosa idea. Quizá no recuerda que sé escribir. Jamás he cogido una pluma ni un lápiz dentro de esta habitación, ni siquiera para sumar los puntos. Las mujeres no saben sumar, dijo él una vez, en broma. Cuando le pregunté qué quería decir, me respondió: Para ellas, Uno más uno más uno más uno no es igual a cuatro.

—¿A qué es igual? —le pregunté, suponiendo que diría Cinco, o tres.

—Simplemente uno más uno más uno más uno —concluyó

Pero ahora me responde:

—De acuerdo —y me lanza su pluma por encima del escritorio en actitud casi desafiante, como si aceptara un reto. Miro a mi alrededor buscando algo donde escribir y él me pasa el bloc de los puntos, un taco de papeles con una pequeña sonrisa impresa en la parte superior de la hoja. Aún fabrican esas cosas.

Escribo la frase cuidadosamente, revisando en mi archivo mental.
Nolite te bastardes carborundorum.
En este contexto no es ni una plegaria ni una orden, sino una triste inscripción alguna vez garabateada y luego olvidada. Percibo la sensualidad de la pluma entre mis dedos, casi como si estuviera viva, noto su energía, el poder de las palabras que contiene. Pluma es sinónimo de Envidia, decía lía Lydia citando otro lema del Centro, advirtiéndonos que nos mantuviéramos apartadas de semejantes objetos. Y tenían razón, es sinónimo de envidia. El solo hecho de cogerla produce envidia. Tengo envidia de la pluma del Comandante. Es otra de las cosas que me gustaría robar.

El Comandante coge la hoja de la sonrisa de mi mano y la mira. Entonces se echa a reír, ¿se ruboriza?

—No es auténtico latín —afirma—. Sólo es un chiste.

—¿Un chiste? —pregunto, desconcertada. No puede ser sólo un chiste. ¿He corrido este riesgo, he hecho preguntas sólo por un chiste?—. ¿Qué clase de chiste?

—Ya sabes cómo son los colegiales —comenta. Ahora comprendo que su risa es nostálgica, es una risa de indulgencia hacia su antiguo yo. Se pone de pie, se acerca a la librería y coge un libro de su botín; pero no es el diccionario. Es un libro viejo, parece un libro de texto, con las esquinas de las páginas dobladas y sucio de tinta. Antes de enseñármelo, lo hojea en actitud contemplativa y evocadora; entonces dice—: Aquí —y lo deja abierto sobre el escritorio, delante de mí.

Lo primero que veo es una ilustración, una foto en blanco y negro de la Venus de Milo, con un bigote, un sujetador negro y pelos en las axilas torpemente dibujados. En la página siguiente se ve el Coliseo de Roma, con una leyenda escrita en inglés, y debajo una conjugación:
sum es est, sumus estis sunt.

—Allí —dice señalando el margen, donde se ve escrito con la misma tinta empleada para el pelo de la Venus:
Nolite te bastardes carborundorum.

—Es un poco difícil de explicar dónde está la gracia a menos que sepas latín —puntualiza—. Solíamos escribir todo tipo de cosas de esta manera. No sé de dónde lo sacamos, de los chicos mayores, tal vez —deja pasar las páginas, olvidándose de mí y de sí mismo—. Mira esto —sugiere. La ilustración se llama Las Sabinas, y en el margen se ve la inscripción:
chul chus chut, chulum chuchus chu pat—.
Y había otra —añade—.
Pim pis pit...
—se interrumpe, retornando al presente, turbado. Vuelve a sonreír; esta vez es como una mueca. Me lo imagino con pecas y un remolino en el pelo. En este momento casi me gusta.

—¿Pero qué significaba? —pregunto.

—¿Cuál? —dice—. Oh. Significaba «No dejes que los bastardos te carbonicen». Supongo que entonces nos creíamos muy inteligentes.

Fuerzo una sonrisa, pero ahora todo me parece claro. Comprendo por qué ella escribió la frase en la pared del armario, pero también comprendo que ella debe de haberla aprendido aquí, en esta habitación. ¿Qué otra explicación podría haber? Ella nunca fue un colegial. Con él, durante alguna etapa previa de recuerdos de su infancia, de intercambio de confidencias. Entonces no soy la primera en penetrar en su silencio, en jugar con él juegos infantiles de palabras.

—¿Qué le ocurrió a ella?

Apenas comprende mi pregunta...

—¿La conocías?

—Un poco —le miento.

—Se colgó —dice en tono reflexivo más que apesadumbrado—. Por eso sacamos la instalación de la luz de tu habitación —hace una pausa—. Serena lo descubrió —prosigue, como si fuera una explicación. Y lo es.

Si se te muere el perro, cómprate otro.

—¿Con qué? —le pregunto.

No quiere darme ninguna idea.

—¿Qué importa? —responde. Con un trozo de sábana, me imagino. Ya he considerado las posibilidades.

—Supongo que fue Cora quien lo encontró —comento. Por eso gritó.

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