Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
¿Los han prohibido, o qué ocurrió?, pregunté.
La mujer se encogió de hombros. Nadie lo sabe y a nadie le importa, comentó. Tal vez se los llevaron a algún otro sitio. Intentar librarse de eso por completo es como pretender eliminar a los ratones, ya se sabe. Pulsó mi Compunúmero en la caja registradora, casi sin mirarlo. En ese entonces yo era una clienta habitual. La gente empezaba a quejarse, afirmó.
A la mañana siguiente, de camino a la biblioteca, me detuve en la misma tienda para comprar otro paquete de cigarrillos, porque se me habían terminado. Aquellos días estaba fumando más que de costumbre, a causa de la tensión que se percibía como un murmullo subterráneo, aunque aparentemente reinaba la calma. También bebía más café, y tenía problemas para dormir. Todo el mundo estaba un poco alterado. En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras.
Ya nos habíamos casado, parecía que hacía años; ella tenía tres o cuatro, e iba a la guardería.
Recuerdo que nos habíamos levantado y habíamos desayunado como de costumbre, con galletas, y Luke la había llevado en coche a la escuela. Iba vestida con el conjunto que le había comprado hacía dos semanas, el guardapolvo de rayas y una camiseta azul. ¿Qué mes era? Debía de ser septiembre. La escuela tenía un servicio de recogida de niños, pero por alguna razón yo prefería que la llevara Luke; incluso el servicio de la escuela me preocupaba. Los niños ya no iban a la escuela a pie, había habido muchos casos de desaparecidos.
Cuando llegué a la tienda de la esquina, vi que la vendedora de siempre no estaba. En su lugar había un hombre, un joven que no debía de tener más de veinte años.
¿Está enferma?, le pregunté mientras le entregaba la tarjeta.
¿Quién?, me preguntó en un tono que me pareció agresivo.
La vendedora que está siempre aquí, aclaré.
¿Cómo quiere que yo lo sepa?, me respondió. Pulsaba mi código utilizando un solo dedo, y estudiaba cada número con detenimiento. Evidentemente, era la primera vez que lo hacía. Yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador, impaciente por fumar, y me preguntaba si alguna vez alguien le habría dicho cómo eliminar los granos que tenía en el cuello. Recuerdo claramente su aspecto: alto, ligeramente encorvado, pelo oscuro y corto, ojos castaños —que parecían fijos en algún punto situado detrás de mi tabique nasal—, y granos. Supongo que lo recuerdo tan claramente por lo que dijo a continuación.
Lo siento. Este número no es válido.
Qué ridiculez, protesté. Tiene que serlo, tengo varios miles en la cuenta. Pedí un extracto hace dos días. Vuelva a probar.
No es válido, repitió obstinadamente. ¿Ve la luz roja? Significa que no es válido.
Debe de haber cometido un error, insistí. Vuelva a probar.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de autosuficiencia, pero volvió a pulsar el número. Esta vez observé sus dedos y comprobé los números que aparecían en la pantalla. Era mi número, pero la luz roja volvió a encenderse.
¿Lo ve?, me dijo mostrando la misma sonrisa, como si supiera algún chiste que no pensaba contarme.
Les telefonearé desde la oficina, afirmé. EL sistema había fallado en otras ocasiones, pero normalmente después de una llamada telefónica se arreglaba. De todos modos, estaba furiosa, como si me hubieran acusado injustamente de algo que ni siquiera sabía qué era. Como si yo hubiera cometido el error.
Hágalo, repuso en tono indiferente. Dejé los cigarrillos sobre el mostrador, porque no los había pagado. Pensé que en el trabajo podría pedir uno prestado.
Al llegar a la oficina telefoneé, pero me respondió un contestador automático. Las líneas están sobrecargadas, decía la grabación. ¿Podría llamar más tarde?
Por lo que sé, las líneas estuvieron sobrecargadas durante toda la mañana. Volví a llamar varias veces, pero sin éxito. Tampoco eso era demasiado raro.
Alrededor de las dos, después del almuerzo, el director entró en la sala de discos.
Tengo algo que comunicaros, dijo. Tenía un aspecto terrible: el pelo revuelto y los ojos rojos y turbios, como si hubiera estado bebiendo.
Todos levantamos la vista de nuestras máquinas. Debíamos de ser ocho o diez en la sala.
Lo lamento, anunció, pero es la ley. Lo lamento de veras.
¿Qué es lo que lamenta?, preguntó alguien.
Tengo que dejaros ir, explicó. Es la ley, tengo que hacerlo. Tengo que dejaros ir a todos vosotros. Lo dijo casi amablemente, como si fuéramos animales salvajes o ranas que él tenía encerradas en un recipiente, como si quisiera ser humanitario.
¿Nos está echando?, le pregunté, y me puse de pie. ¿Pero por qué?
No os echo, puntualizó. Os dejo ir. No podéis trabajar más aquí, es la ley. Se pasó las manos por el pelo, y yo pensé que se había vuelto loco. Ha soportado demasiada tensión y ha terminado por perder los estribos.
No puede hacerlo así, sin más, dijo la mujer que se sentaba a mi lado. La frase sonó falsa, improbable, como una frase que uno diría por televisión.
No soy yo, argumentó. No comprendéis. Por favor, marchaos ya. Estaba elevando el tono de voz. No quiero problemas. Si surgieran problemas, podrían perderse los libros, todo quedaría destrozado... Miró por encima del hombro. Ellos están afuera, explicó, en mi despacho. Si no os marcháis ahora, vendrán ellos mismos. Me dieron diez minutos. En ese momento parecía más loco que nunca.
Está turulato, dijo alguien en voz alta; todos debíamos de pensar lo mismo.
Pero pude ver que en el pasillo había dos hombres de pie, con uniforme y ametralladoras. Era demasiado teatral para ser verdad, y sin embargo allí estaban, como repentinas apariciones, como marcianos. Estaban rodeados de un aura de ensueño; eran demasiado vívidos, demasiado incongruentes con el entorno.
Dejad las máquinas, añadió mientras recogíamos nuestras cosas y salíamos en fila. Como si hubiéramos podido llevárnoslas.
Nos reunimos en la escalera de la entrada a la biblioteca. No sabíamos qué decirnos. Como nadie entendía lo que había ocurrido, no era mucho lo que podíamos decir. Nos miramos mutuamente y sólo vimos consternación en nuestros rostros, y algo de vergüenza, como si nos hubieran sorprendido haciendo algo que no debíamos.
No hay derecho, dijo una mujer, pero sin convicción. ¿Qué era lo que nos hacía sentir como si nos lo mereciéramos?
Cuando llegué a casa, no había nadie. Luke todavía estaba en su trabajo, y mi hija en la escuela. Me sentía cansada, absolutamente agotada, pero cuando me senté volví a levantarme, no podía quedarme quieta. Di vueltas por la casa, de una habitación a otra. Recuerdo que tocaba las cosas, no de una manera consciente sino simplemente poniendo los dedos sobre ellas; cosas como la tostadora, el azucarero, el cenicero de la sala. Un rato después cogí a la gata y seguí dando vueltas con ella en brazos. Quería que Luke volviera a casa. Pensé que tenía que hacer algo, tomar alguna decisión; pero no sabía qué decisión podía tomar.
Intenté llamar nuevamente al banco, pero volví a oír la misma grabación. Me serví un vaso de leche —me dije a mí misma que estaba demasiado aterrorizada como para tomarme otro café— y fui hasta la sala; me senté en el sofá y puse el vaso cuidadosamente sobre la mesa, sin beber ni un trago. Tenía la gata contra mi pecho y la oía ronronear.
Un rato después telefoneé a mi madre a su apartamento, pero no obtuve respuesta. En aquella época había sentado cabeza y ya no se mudaba muy a menudo; vivía al otro lado del río, en Boston. Esperé un poco y telefoneé a Moira. Tampoco estaba, pero volví a probar media hora más tarde y la encontré. Durante el tiempo transcurrido entre una llamada y otra, me quedé sentada en el sofá. Pensaba en los almuerzos de mi hija en la escuela. Se me ocurrió que tal vez le había estado dando demasiados bocadillos de manteca de cacahuete.
Me habían echado, se lo conté a Moira cuando hablé con ella por teléfono. Dijo que vendría. En aquel momento ella trabajaba con un colectivo de mujeres, en el departamento editorial. Publicaban libros sobre el control de la natalidad, las violaciones y temas de ese tipo, aunque no había tanta demanda como antes.
Enseguida vengo, me tranquilizó. Por el tono de mi voz debió de darse cuenta de que eso era lo que yo quería.
Llegó a casa poco después. Veamos, dijo. Se quitó la chaqueta y se dejó caer en el enorme sillón. Cuéntame. Pero primero tomaremos un trago.
Se levantó, fue a la cocina y sirvió un par de whiskys; volvió, se sentó y yo intenté contarle lo que me había sucedido. Cuando concluí, me preguntó: ¿Hoy has intentado comprar algo con tu Computarjeta?
Sí, respondí, y también le conté lo ocurrido.
Las han congelado, me explicó. La mía también. La del colectivo también. Todas las cuentas que tienen una H en lugar de una V. Todo lo que tuvieron que hacer es tocar unos cuantos botones. Estamos aisladas.
Pero yo tenía más de dos mil dólares en el banco, me lamenté, como si mi cuenta fuera la única que importaba.
Las mujeres ya no podemos tener nada de nuestra propiedad, me informó. Es una nueva ley. ¿Hoy encendiste el televisor?
No, repuse.
Lo anunciaron. En todo el país. Ella no estaba tan asombrada como yo. De algún modo, extrañamente, estaba alegre, como si esto fuera lo que ella estaba esperando desde hacía tiempo y ahora demostrara que tenía razón. Incluso se la veía más llena de energía, más decidida. Luke puede usar tu Compucuenta por ti, puntualizó. Le traspasarán tu número a él, al menos eso dijeron. Al marido o al pariente masculino más cercano.
¿Y qué harán en tu caso?, pregunté. Ella no tenía a nadie.
Me pasaré a la clandestinidad, apuntó. Algunos gays pueden hacerse cargo de nuestros números y comprarnos lo que necesitemos.
¿Pero por qué?, me indigné. ¿Por qué lo hicieron?
Ya no hay que averiguar el porqué, concluyó Moira. Tenían que hacerlo de ese modo, las Compucuentas y los empleos al mismo tiempo. De lo contrario, ¿te imaginas lo que habría ocurrido en los aeropuertos? No quieren que vayamos a ningún sitio, te apuesto lo que quieras.
Fui a buscar a mi hija al colegio. Conduje con un cuidado exagerado. Cuando Luke llegó a casa, yo estaba junto a la mesa de la cocina. Ella estaba dibujando con los rotuladores en su mesita del rincón en el que habíamos pegado sus pinturas, junto a la nevera.
Luke se arrodilló a mi lado y me rodeó con sus brazos. Lo oí en la radio del coche, dijo, mientras venía. No te preocupes, estoy seguro de que es algo transitorio.
¿Dijeron por qué?, le pregunté.
No me respondió. Saldremos de esto, me aseguró mientras me abrazaba.
No tienes idea de lo que representa, le dije. Me siento como si me hubieran amputado los pies. No lloraba. Y tampoco podía abrazarlo.
No es más que un contratiempo, dijo intentando calmarme.
Supongo que te quedarás con todo mi dinero, comenté.
Y eso que aún no estoy muerta. Quería hacer una broma, pero me salió una frase macabra.
Calla, me pidió. Aún estaba arrodillado en el suelo. Sabes que siempre te cuidare.
Ya empieza a tratarme con aire protector, pensé. Y tú ya empiezas a ponerte paranoica, me dije.
Lo sé, respondí. Te quiero.
Más tarde, cuando ella estaba acostada y nosotros cenábamos, y yo dejé de temblar, le relaté lo que me había sucedido esa tarde. Le hablé de la aparición del director y de su inesperado anuncio. Si no fuera tan espantoso, habría resultado divertido, comenté. Pensé que estaba borracho. Tal vez era así. Pero el ejército estaba allí.
Luego recordé algo que había visto pero en lo que, sin embargo, no me había fijado. No era el ejército. Era otro ejército.
Por supuesto se organizaron marchas de montones de mujeres y algunos hombres. Pero fueron menos importantes que lo que cualquiera podría pensar. Creo que la gente sentía pánico. Y cuando se supo que la policía, o el ejército, o quien fuera, abriría fuego apenas empezara una sola de esas marchas, éstas se irrumpieron. Volaron dos o tres edificios, oficinas de correos y estaciones de metro. Pero uno ni siquiera podía estar seguro de quién estaba haciendo todo eso. Podría haber sido el ejército, para justificar los registros por computadora y los otros, puerta por puerta.
No formé parte de ninguna de esas marchas. Luke opinaba que era inútil, y que yo tenía que pensar en ellos, en mi familia, en él y en ella. Y yo pensaba en mi familia. Empecé a dedicarme más a las tareas domésticas, a guisar. Intentaba no llorar a la hora de comer. Pero aquella vez me eché a llorar inesperadamente y me senté junto a la ventana de la habitación, mirando hacia afuera. Prácticamente no conocía a los vecinos, y cuando nos encontrábamos en la calle nos cuidábamos muy bien de no intercambiar ni una palabra más que el saludo de costumbre. Nadie quería ser denunciado por deslealtad.
Al rememorar esta época, también recuerdo a mi madre, años atrás. Yo debía de tener catorce o quince años, la edad en que las hijas tienen más conflictos con su madre. Recuerdo que regresó a uno de sus muchos apartamentos con un grupo de mujeres que formaban parte de su siempre renovado circulo de amistades. Aquel día habían asistido a una marcha; era la época de los disturbios a causa de la pornografía, o a causa de los abortos, iban muy unidos. Hubo unos cuantos bombardeos: clínicas, tiendas de vídeo; era difícil seguir de cerca los acontecimientos.
Mi madre tenía un morado en la cara y un poco de sangre. No puedes atravesar un cristal con la mano y no cortarte, comentó. Jodidos cerdos.
Jodidos naceristas, la corrigió una de sus amigas. Llamaban
naceristas
a sus contrarios por las pancartas que llevaban:
Dejadlos nacer.
Entonces debía de ser un disturbio por el tema del aborto.
Me fui a mi dormitorio para apartarme de ellas. Hablaban demasiado, y en voz muy alta. Me ignoraban y yo me ofendía. Mi madre y sus alborotadoras amigas. No entendía por qué tenía que vestirse de esa manera, con mono, como si fuera joven; y usar esas palabrotas.
Eres una mojigata, me decía, en general en un tono de satisfacción. Le gustaba ser más escandalosa que yo, más rebelde. Las adolescentes siempre son unas mojigatas.
Estoy segura de que parte de mi desaprobación se debía a eso: la negligencia, la rutina. Pero además esperaba de ella una vida más ceremoniosa, menos sujeta a la improvisación y a la huida constante.
Sabe Dios que fuiste un hijo deseado, me aseguraba en otros momentos, mientras se entretenía con los álbumes de fotos donde me tenía guardada. Esos álbumes estaban llenos de bebés gordos, pero mis réplicas se estilizaban a medida que yo crecía, como si la población de mis dobles hubiera quedado asolada por alguna plaga. Lo decía con cierto pesar, como si yo no hubiera resultado exactamente lo que ella esperaba. Las madres nunca se ajustan absolutamente a la idea que un niño tiene de lo que debería ser una madre, y supongo que en el caso inverso ocurre lo mismo. Pero a pesar de todo, no nos llevábamos mal, la mayor parte del tiempo lo pasábamos bien.