El pitido cesó y la sala se sumió en un silencio tan profundo como el espacio exterior. Thomas esperó, aguantando la respiración, y se preparó para cualquier cosa horrible que pudiese aparecer volando por la puerta.
Pero sólo entraron dos personas en la sala. Una de ellas era una mujer. Una adulta. Parecía muy normal, con aquellos pantalones negros y una camisa blanca abotonada con un logo en el pecho en el que se leía CRUEL escrito en azul. Llevaba el pelo castaño cortado por los hombros y tenía la cara delgada y los ojos oscuros. Al acercarse al grupo, no sonrió ni frunció el ceño. Era casi como si no advirtiera su presencia o no le importara que estuviesen allí.
«La conozco», pensó Thomas. Pero era un recuerdo algo borroso, no podía acordarse de su nombre ni de qué tenía que ver con el Laberinto, pero le resultaba familiar. Y no sólo por su aspecto, sino por cómo caminaba, por sus gestos… duros, sin rastro de alegría. Se detuvo a varios pasos enfrente de los clarianos y miró despacio de izquierda a derecha para contemplarlos a todos.
La otra persona, que estaba de pie a su lado, era un chico que llevaba puesto un chándal demasiado grande para él, con la capucha levantada, ocultándole el rostro.
—Bienvenidos de nuevo —dijo finalmente la mujer—. Han sido más de dos años y sólo han muerto unos pocos. Increíble.
Thomas notó cómo se quedaba boquiabierto y la rabia le enrojecía la cara.
—¿Perdone? —balbuceó Newt.
Los ojos de la mujer volvieron a examinar al grupo antes de posarse en Newt.
—Todo ha ido de acuerdo con el plan, señor Newton. Aunque esperábamos que unos cuantos más se rindieran en el camino.
Miró a su compañero y le bajó la capucha al chico, que levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas. Todos los clarianos se quedaron atónitos. Thomas notó que le fallaban las rodillas.
Era Gally. Thomas parpadeó y se frotó los ojos como si fuera un dibujo animado. Estaba sorprendido, pero también enfadado. Era Gally.
—¡Qué está haciendo este aquí! —gritó Minho.
—Ahora estáis a salvo —respondió la mujer como si no le hubiera oído—. Por favor, tranquilizaos.
—¿Que nos tranquilicemos? —soltó Minho—. ¿Tú quién eres para decirnos que nos tranquilicemos? Queremos ver a la policía, al alcalde, al presidente, ¡a alguien!
A Thomas le preocupaba lo que Minho pudiese hacer, pero, por otro lado, casi quería que le pegara un puñetazo a la mujer en la cara.
Ella entrecerró los ojos al mirar a Minho.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando, niño. Esperaba más madurez por parte de alguien que ha pasado las Pruebas del Laberinto.
Su tono condescendiente impresionó a Thomas. Minho se dispuso a replicar, pero Newt le dio un codazo en la barriga.
—Gally —dijo Newt—, ¿qué pasa?
El moreno le miró. Los ojos le brillaron un momento y sacudió un poco la cabeza. Pero no respondió.
«Le pasa algo», pensó Thomas. Algo peor que antes.
La mujer asintió como si estuviera orgullosa de él.
—Un día estaréis agradecidos por lo que hemos hecho por vosotros. Sólo puedo prometeros eso, y confío en que vuestras mentes lo acepten. Si no lo hacéis, entonces todo habrá sido un error. Son tiempos oscuros, señor Newton. Tiempos oscuros —hizo una pausa—. Por supuesto, hay una última Variable —retrocedió.
Thomas se concentró en Gally. Todo el cuerpo del chico estaba temblando y tenía la cara pálida, lo que hacía que sus ojos rojos y vidriosos parecieran manchas de sangre sobre un papel. Apretó los labios y la piel de alrededor tembló como si quisiera hablar, pero no pudiera.
—¿Gally? —le llamó Thomas, tratando de contener el odio que sentía por él.
Las palabras salieron de sopetón de la boca de Gally:
—Pueden… controlarme… No… —los ojos se le salieron de las órbitas y se echó una mano al cuello como si quisiera estrangularse—. Tengo… que… —cada palabra que decía era con voz ronca. Luego se tranquilizó: la cara se le calmó y su cuerpo se relajó.
Era lo mismo que le había pasado a Alby en la cama, cuando estaban en el Claro, después del Cambio. Lo mismo le había pasado a él. ¿Qué…?
Pero Thomas no tuvo tiempo de seguir pensando porque Gally sacó algo largo y brillante de su bolsillo trasero. Las luces de la sala iluminaron la superficie plateada de un puñal de aspecto horroroso que el chico sujetaba fuertemente con los dedos. A una velocidad inesperada, retrocedió y le lanzó el cuchillo a Thomas. Mientras lo hacía, Thomas oyó un grito a su derecha y percibió un movimiento. Hacia él.
Thomas vio cómo el cuchillo giraba como si el mundo fuera a cámara lenta, como si su único propósito fuese hacer que sintiera el terror de ver tal cosa. Conforme el arma se acercaba, dando vueltas sin parar, directa a él, un grito ahogado se le formó en la garganta. Quería moverse, pero no podía.
Entonces, inexplicablemente, Chuck apareció allí y se puso delante de él. Thomas notaba los pies como si estuvieran dentro de bloques de hielo; sólo podía contemplar, impotente, la escena de horror que tenía lugar ante sus ojos.
Con un escalofriante sonido hueco y mojado, el puñal se clavó hasta el mango en el pecho de Chuck. El niño gritó y cayó al suelo, con el cuerpo ya sacudiéndose. La sangre salía de la herida, roja oscura. Sus piernas golpeaban el suelo, los pies daban patadas al tuntún, anunciando una muerte inminente. Los labios rezumaban saliva manchada de sangre. Thomas sintió que el mundo a su alrededor se derrumbaba y le destrozaba el corazón.
Se tiró al suelo y cogió en sus brazos el cuerpo tembloroso de Chuck.
—¡Chuck! —gritó, y notó la voz como un ácido desgarrándole la garganta—. ¡Chuck!
El niño se convulsionó descontroladamente y la sangre lo manchó todo, incluidas las manos de Thomas. Sus ojos se quedaron en blanco. La sangre le salía por la nariz y la boca.
—Chuck… —susurró Thomas. Tenían que poder hacer algo. Podían salvarle. Ellos…
El chico dejó de moverse y se quedó quieto. Los ojos volvieron a su posición normal y miraron a Thomas, aferrándose a la vida.
—Tho… mas.
Lo único que pudo decir fue esa palabra.
—Aguanta, Chuck —dijo Thomas—. No te mueras, lucha. ¡Que alguien nos ayude!
Nadie se movió y, en el fondo, Thomas supo por qué. Ya no podían hacer nada. Se había acabado. Unas manchas negras flotaron entre los ojos de Thomas. La sala se inclinó y se balanceó.
«No —pensó—. Chuck, no. Chuck, no. Cualquiera, menos Chuck».
—Thomas —susurró Chuck—, encuentra a… mi madre —una tos salió de sus pulmones y salpicó todo de sangre—. Dile…
No terminó la frase. Sus ojos se cerraron y su cuerpo quedó fláccido. Un último aliento salió con dificultad de su boca.
Thomas se quedó mirando el cuerpo inerte de su amigo.
Algo ocurrió en el interior de Thomas. Empezó en lo más profundo de su pecho, una semilla de cólera. De venganza. De odio. Algo oscuro y terrible. Y, después, explotó, estalló en sus pulmones, atravesó su garganta y se repartió por los brazos y las piernas. Por su cabeza.
Soltó a Chuck, se levantó tembloroso y se volvió hacia los nuevos visitantes. Entonces, Thomas estalló. Estalló por completo.
Echó a correr, se tiró encima de Gally y trató de agarrarle con los dedos como si fueran zarpas. Encontró el cuello del chico, se lo apretó y se cayó al suelo sobre él. Se sentó a horcajadas en su torso y le sostuvo con las piernas para que no pudiera escaparse. Luego empezó a darle puñetazos.
Mantuvo a Gally pegado al suelo con la mano izquierda, lo empujó hacia abajo por el cuello mientras su puño derecho golpeaba una y otra vez la cara del joven. Le dio una paliza con los nudillos en las mejillas y la nariz. Se oyeron crujidos, hubo sangre y gritos horribles. Thomas no supo cuáles eran más fuertes, si los de Gally o los suyos. Le golpeó hasta liberar la última pizca de ira que llevaba dentro.
Y, entonces, Minho y Newt tiraron de él, aunque sus brazos seguían sacudiéndose incluso cuando ya sólo daba al aire. Le arrastraron por el suelo; él se resistió, se retorció y gritó que le dejaran en paz. Sus ojos continuaban clavados en Gally, que estaba allí tumbado, inmóvil. Thomas sintió cómo el odio salía a raudales, igual que si una visible línea de llamas les conectara.
Y, entonces, así como así, todo se desvaneció. Sólo pudo pensar en Chuck.
Se soltó de Minho y Newt y corrió hasta el cuerpo fláccido e inerte de su amigo. Le cogió y lo abrazó, ignorando la sangre, ignorando la gélida mirada de la muerte en el rostro del muchacho.
—¡No! —gritó Thomas mientras le consumía la tristeza—. ¡No! —Teresa se acercó y le puso la mano en el hombro. El se la quitó de encima—. ¡Se lo había prometido! —aulló, y se dio cuenta de que, mientras lo decía, a su voz la acompañaba algo que no estaba bien. Casi la locura—. ¡Le había prometido que le salvaría, que le llevaría a casa! ¡Se lo había prometido!
Teresa no respondió, tan sólo asintió, con los ojos fijos en el suelo.
Thomas abrazó a Chuck contra su pecho y le apretó lo más fuerte posible, como si, de alguna manera, aquello pudiera revivirle o darle las gracias por haberle salvado la vida, por ser su amigo cuando nadie más lo era.
Thomas lloró como nunca antes lo había hecho. Sus grandes e incontrolables sollozos retumbaron por la sala como el sonido de una tormenta.
Finalmente, volvió a meterlo todo en su corazón y guardó la dolorosa oleada de sufrimiento. En el Claro, Chuck se había convertido para él en un símbolo, en una señal de que podían arreglar el mundo. Dormir en camas. Un beso de buenas noches. Desayunar beicon y huevos e ir a un colegio de verdad. Ser felices.
Pero ahora Chuck ya no estaba. Y su cuerpo fláccido, al que todavía se aferraba Thomas, parecía un frío talismán que no sólo le decía que aquel futuro optimista nunca iba a suceder, sino que la vida nunca había sido de aquel modo. Que incluso a pesar de la huida, les esperaban unos días deprimentes. Una vida de dolor.
Los recuerdos que volvían a su memoria eran muy vagos, pero no flotaba nada bueno entre toda aquella porquería.
Thomas recogió el dolor y lo encerró en algún sitio de su interior. Lo hizo por Teresa, por Newt y por Minho. Fuera cual fuera la oscuridad que les aguardaba, estarían juntos, y en aquel instante eso era todo lo que importaba.
Soltó a Chuck y retrocedió, intentando no mirar la camiseta del niño, que estaba negra por la sangre. Se limpió las lágrimas de las mejillas, se frotó los ojos y pensó que debería estar avergonzado, aunque no se sentía así. Al final, levantó la vista. Miró a Teresa y a sus enormes ojos azules, llenos de tristeza; tanto por él como por Chuck, de eso estaba seguro.
La chica le cogió de la mano y le ayudó a levantarse. En cuanto estuvo de pie, ella no le soltó y él tampoco se apartó. Le apretó la mano y, al hacerlo, intentó transmitir lo que sentía. Nadie dijo ni una palabra; la mayoría estaba con la vista clavada en el cuerpo de Chuck; sus rostros eran inexpresivos, como si estuvieran más allá del sentimiento. Nadie miró a Gally, que respiraba, pero no se movía.
La mujer de CRUEL rompió el silencio:
—Todo pasa por una razón —dijo sin ningún signo de maldad en su voz—. Tenéis que entenderlo.
Thomas la miró y lanzó todo su odio reprimido en una mirada fulminante. Pero no hizo nada. Teresa colocó su otra mano sobre el brazo del chico y le agarró el bíceps.
Ahora, ¿qué?
—le preguntó.
No lo sé
—contestó él—.
No puedo…
Su frase se vio interrumpida por una serie de gritos repentinos y un alboroto que provenía del otro lado de la puerta por la que había entrado la mujer. El pánico de esta resultó evidente, y se quedó aún más pálida cuando se volvió hacia la puerta. Thomas miró también en aquella dirección.
Varios hombres y mujeres vestidos con vaqueros mugrientos y abrigos empapados irrumpieron en la sala con pistolas levantadas, gritando una palabra sobre otra. Era imposible entender lo que decían. Sus armas —algunas eran rifles; otras, pistolas— parecían arcaicas, rústicas. Casi como juguetes que llevaran años abandonados en el bosque y la siguiente generación de niños acabara de descubrirlos para jugar a la guerra.
Thomas se quedó mirando cómo dos de los recién llegados tiraban a la mujer de CRUEL al suelo. Luego uno de ellos retrocedió y la apuntó con la pistola.
«No puede ser —pensó Thomas—. No…».
El aire se iluminó cuando varios disparos salieron del arma e impactaron en el cuerpo de la mujer. Estaba muerta, y todo estaba lleno de sangre.
Thomas retrocedió unos pasos, casi a trompicones.
Un hombre se acercó a los clarianos mientras los demás les rodeaban y disparaban de izquierda a derecha con las armas a las ventanas de observación para romperlas. Thomas oyó gritos, vio sangre, apartó la vista y se centró en el hombre que se acercaba a ellos. Tenía el pelo moreno y la cara joven, pero con arrugas alrededor de los ojos, como si hubiese pasado todos los días de su vida preocupado por cómo llegar al siguiente.
—No tenemos tiempo para explicarnos —dijo el hombre con una voz tan crispada como su cara—. Seguidme y corred como si vuestra vida dependiera de ello. Porque así es.
Al decir aquello, el hombre hizo unas señas a sus compañeros, luego se dio la vuelta y salió corriendo en dirección a las grandes puertas de cristal con la pistola sostenida rígidamente hacia delante. Los disparos y los gritos de agonía todavía sacudían la sala, pero Thomas se esforzó por ignorarlos y seguir las instrucciones.
—¡Vamos! —gritó desde atrás uno de los rescatadores (o eso se imaginó Thomas que eran).
Después de vacilar durante un breve instante, los clarianos les siguieron, casi chocando unos contra otros al echar a correr para salir de la cámara, tan lejos de los laceradores y del Laberinto como fuera posible. Thomas, que aún le agarraba la mano a Teresa, corrió con ellos, al final del grupo. No les quedaba otra opción que dejar atrás el cuerpo de Chuck.
Thomas no sentía ninguna emoción; estaba totalmente atontado. Corrió por un largo pasillo hacia un túnel poco iluminado. Subió por unas sinuosas escaleras. Todo estaba a oscuras y olía como a sistemas electrónicos. Bajó por otro pasillo. Subió más escaleras. Más pasillos. Thomas quería echar de menos a Chuck, entusiasmarse por su huida, alegrarse de que Teresa estuviera allí con él. Pero había visto demasiado. Ahora sólo había un enorme vacío. Siguió avanzando.