Minho hizo un gesto de asentimiento y una firme mirada de determinación le endureció los rasgos. Luego se volvió hacia los clarianos.
—¡Vamos directos al Precipicio! Luchad por el centro, empujad a esas fucas cosas hacia las paredes. ¡Lo más importante es que Thomas y Teresa lleguen al Agujero de los Laceradores!
Thomas dejó de mirarle y se centró en los monstruos que se aproximaban; tan sólo estaban a unos metros de distancia. Cogió con fuerza la lanza que no merecía tal nombre.
Tenemos que mantenernos muy juntos
—le dijo a Teresa—.
Dejémosles luchar a ellos; nosotros tenemos que atravesar el Agujero
—se sintió como un cobarde, pero sabía que la lucha o las muertes serían en vano si no tecleaban el código para abrir la puerta y llegar a los creadores.
Lo sé
—contestó ella—.
Tenemos que estar pegados.
—¡Listo! —le gritó Minho a Thomas, levantando al aire su garrote envuelto en alambre de espino con una mano y, con la otra, un cuchillo largo y plateado. Señaló con el cuchillo la horda de laceradores y la hoja proyectó un destello—. ¡Ahora!
El guardián echó a correr sin esperar una respuesta. Newt fue detrás de él, pisándole los talones, y les siguió el resto de clarianos, un grupo apretado de chicos rugiendo, directo a una batalla sangrienta, con las armas alzadas. Thomas le dio la mano a Teresa, dejó que todos pasaran, notó cómo chocaban contra él, olió su sudor, percibió su miedo y esperó la oportunidad perfecta para salir a toda mecha.
Justo cuando inundaron el aire los primeros sonidos de los chicos chocando contra los laceradores, junto con los gritos y rugidos de la maquinaria y la madera contra el acero, Chuck pasó al lado de Thomas, que enseguida le agarró del brazo.
Chuck retrocedió a trompicones y le miró con los ojos tan llenos de terror que a Thomas se le partió el alma. En aquella milésima de segundo, tomó una decisión.
—Chuck, tú te vienes con Teresa y conmigo —dijo con energía y autoridad, sin dejar lugar a dudas.
Chuck miró hacia la batalla que ya había comenzado.
—Pero… —se calló, y Thomas supo que al niño le había gustado la idea, aunque le daba vergüenza admitirlo.
De inmediato, Thomas trató de salvar su dignidad:
—Necesitamos que nos ayuden en el Agujero de los Laceradores por si alguna de esas cosas está allí dentro esperándonos.
Al instante, Chuck hizo un gesto de asentimiento, demasiado rápido. De nuevo, Thomas notó una punzada de tristeza en el corazón y sintió más fuerte que nunca la necesidad de llevar a Chuck a casa sano y salvo.
—Muy bien —dijo Thomas—, coge a Teresa de la otra mano. Vamos.
Chuck hizo lo que le dijo, esforzándose mucho por parecer valiente, y Thomas advirtió que, quizá por primera vez en su vida, el niño no pronunció ni una palabra.
¡Han dejado una abertura!
—gritó Teresa en la mente de Thomas, lo que le lanzó una punzada de dolor al cráneo. Señaló al frente y Thomas vio cómo los clarianos, que luchaban como locos contra los laceradores para empujarlos hacia las paredes, dejaban un hueco estrecho en medio del pasillo.
—¡Ahora! —gritó Thomas.
Echó a correr a toda velocidad, tirando de Teresa a sus espaldas, que a su vez tiraba de Chuck, con las lanzas y los cuchillos preparados para la guerra, avanzando hacia el pasillo de piedra, ensangrentado y lleno de gritos. Hacia el Precipicio.
El fragor de la batalla les rodeaba. Los clarianos luchaban y la adrenalina provocada por el pánico les hacía continuar. Los sonidos que retumbaban en las paredes eran cacofonías de terror: alaridos humanos, metal chocando contra metal, motores rugiendo, chirridos inquietantes de los laceradores, sierras girando, garras abriéndose y cerrándose y chicos gritando auxilio. Todo era una masa ensangrentada y gris con destellos de acero. Thomas intentó no mirar ni a la izquierda ni a la derecha, sólo adelante, y atravesó el estrecho hueco que habían dejado los clarianos.
Incluso mientras corrían, volvió a repasar las palabras del código: EMERGE, ATRAPA, SANGRA, MUERTE, DIFÍCIL, PULSA. Sólo les faltaban unos pocos pasos más.
¡Algo me acaba de hacer un corte en el brazo!
—gritó Teresa.
Mientras lo estaba diciendo, Thomas sintió que le hacían un fuerte tajo en la pierna. No se volvió para mirar ni se molestó en contestar. La inquietante imposibilidad de su aprieto era como si estuviese todo inundado de un agua negra que le arrastraba hacia la rendición. Se resistió e hizo un esfuerzo por seguir adelante.
Allí estaba el Precipicio, abierto en medio de un cielo gris oscuro, a unos seis metros de distancia. Avanzó, tirando de sus amigos.
Luchaban a ambos lados. Thomas no quiso mirar ni ayudar. Un lacerador apareció justo en medio de su camino; un chico al que no se le veía la cara estaba agarrado en sus zarpas mientras, para intentar escapar, apuñalaba sin piedad la gruesa piel de la criatura, parecida a la de una ballena. Thomas se echó a la izquierda para esquivarlo y siguió corriendo. Oyó un grito al pasar, un gemido desgarrador que sólo podía significar que un clariano había perdido la batalla y se había encontrado con un terrible final. El grito continuó rompiendo el aire por encima de los otros sonidos de guerra, hasta que desapareció. Thomas notó cómo le temblaba el corazón y esperó que no fuese alguien a quien conociera.
¡Sigue corriendo!
—dijo Teresa.
¡Ya!
—gritó Thomas, esta vez muy fuerte.
Alguien adelantó a Thomas corriendo y chocó con él al pasar. Un lacerador atacaba por la derecha con las cuchillas girando. Un clariano le cortó el paso, levantó dos largas espadas y el metal repiqueteó contra el metal mientras luchaban. Thomas oyó una voz en la distancia que gritaba las mismas palabras una y otra vez, algo que tenía que ver con él. Con protegerle mientras corría. Era Minho, cuyos gritos rebosaban desesperación y cansancio. Thomas continuó.
¡Uno por poco coge a Chuck!
—chilló Teresa, retumbando de forma violenta en su cabeza.
Los laceradores seguían acercándose, pero también los clarianos, para ayudarles. Winston había cogido el arco y las flechas de Alby y le lanzaba astas con puntas de acero a cualquier cosa no humana que se movía, fallando más que acertando. Chicos que Thomas no conocía corrían a su lado, golpeaban los instrumentos de los laceradores con sus armas improvisadas, saltaban sobre ellos y les atacaban. Los sonidos —el repiqueteo del metal, los gritos, los gemidos lastimeros, el rugido de los motores, las sierras giratorias, el chasquido de las cuchillas, el chirrido de los pinchos contra el suelo, los ruegos de auxilio que ponían los pelos de punta— aumentaron hasta volverse insoportables.
Thomas gritó, pero siguió corriendo hasta que llegaron al Precipicio, donde paró con un derrape, justo en el borde. Teresa y Chuck chocaron contra él y casi acabaron los tres en aquel descenso interminable. En una fracción de segundo, Thomas contempló la vista del Agujero de los Laceradores. Allí, en medio de la nada, donde las enredaderas se extendían hacia ninguna parte.
Antes, Minho y un par de corredores habían hecho cuerdas de hiedra y las habían atado a las que estaban sujetas a los muros. Habían tirado los extremos sueltos hacia el Precipicio, hasta el Agujero, donde ahora seis o siete lianas colgaban desde el borde de piedra hacia el cuadrado invisible que flotaba en el cielo vacío hasta desaparecer en la nada.
Había llegado el momento de saltar. Thomas dudó y sintió un último instante de intenso terror al oír los horribles sonidos detrás de él y ver la ilusión que tenía delante. Entonces reaccionó.
—Tú primero, Teresa —quería pasar el último para asegurarse de que ningún lacerador la cogía a ella o a Chuck.
Para su sorpresa, la chica no dudó. Tras apretar la mano de Thomas y, luego, el hombro de Chuck, saltó del borde, tensó las piernas enseguida y mantuvo los brazos a los costados. Thomas aguantó la respiración hasta que la muchacha se coló por el sitio de entre las cuerdas de hiedra y desapareció. Parecía como si de golpe hubiese desaparecido de la faz de la Tierra.
—¡Hala! —gritó Chuck, y salió un poco del niño que había sido antes.
—Tienes razón, ¡hala! —dijo Thomas—. Te toca —antes de que el chico se pusiera a discutir, Thomas le cogió por debajo de los brazos y apretó el torso de Chuck—. Empuja con las piernas, yo te impulsaré. ¿Preparado? ¡Uno, dos…, tres! —gruñó por el esfuerzo y le levantó hacia el Agujero.
Chuck gritó mientras volaba por el aire y casi perdió el objetivo, pero sus pies entraron; luego, su estómago y sus brazos rozaron los laterales del hueco invisible antes de que el niño desapareciera en su interior. La valentía de aquel muchacho solidificó algo en el corazón de Thomas. Quería a Chuck. Le quería igual que si fueran hermanos.
Thomas se ajustó la mochila y sujetó bien fuerte con la mano derecha la lanza improvisada para la lucha. Los sonidos detrás de él eran horribles, espantosos. Se sentía culpable por no ayudar.
«Cumple con tu parte», se dijo a sí mismo.
Se armó de valor, dio unos golpecitos con la lanza en el suelo de piedra, plantó el pie izquierdo en el borde del Precipicio y saltó, catapultándose hacia el cielo crepuscular. Se pegó la lanza al torso, flexionó los dedos de los pies hacia abajo y tensó el cuerpo.
Luego entró por el Agujero.
Un frío glacial atravesó la piel de Thomas al entrar en el Agujero de los Laceradores, comenzando desde los dedos de los pies hasta subirle por todo el cuerpo, como si hubiera saltado a una superficie plana de agua helada. El mundo se hizo aún más oscuro a su alrededor cuando aterrizó en un suelo resbaladizo y, luego, salió disparado, cayéndose hacia atrás, en los brazos de Teresa. Chuck y ella le ayudaron a recuperar el equilibrio. Era un milagro que Thomas no le hubiera sacado un ojo a alguien con su lanza.
El Agujero de los Laceradores habría estado más oscuro que boca de lobo si no hubiese sido por la iluminación de la linterna de Teresa. Mientras Thomas se orientaba, se dio cuenta de que se hallaban en un cilindro de piedra de tres metros de alto. Estaba mojado, cubierto de un aceite brillante y mugriento, y se extendía delante de ellos varios kilómetros hasta desaparecer en la oscuridad. Thomas se asomó por el Agujero a través del que habían entrado. Parecía una ventana cuadrada que daba a un profundo espacio sin estrellas.
—El ordenador está por ahí —dijo Teresa, captando su atención.
Había apuntado con la linterna unos metros túnel abajo a un cuadrado de cristal sucio que brillaba con un color verde apagado. Debajo había incrustado un teclado en la pared que sobresalía lo suficiente para que alguien pudiera usarlo con facilidad aunque estuviese de pie. Allí estaba, listo para que introdujeran el código. Thomas no pudo evitar pensar que era demasiado fácil, demasiado bueno para ser verdad.
—¡Teclea las palabras! —gritó Chuck, dándole una palmada a Thomas en el hombro—. ¡Rápido!
Thomas le hizo un gesto a Teresa para que lo hiciera ella.
—Chuck y yo nos quedaremos aquí, vigilando para asegurarnos de que ningún lacerador atraviesa el Agujero.
Tan sólo esperaba que los clarianos hubieran dejado de centrarse en crear un espacio para que ellos pasaran y ahora estuvieran alejando a las criaturas del Precipicio.
—Vale —asintió Teresa. Thomas sabía que ella era demasiado inteligente para perder el tiempo discutiendo.
La chica se acercó a la pantalla y, luego, empezó a teclear.
¡Espera!
—le dijo Thomas en su mente—.
¿Estás segura de que sabes las palabras?
Se volvió hacia él con el entrecejo fruncido.
—No soy idiota, Tom. Sí, soy capaz de recordar…
Una fuerte explosión encima y detrás de ellos la interrumpió y sobresaltó a Thomas. Se dio la vuelta y vio un lacerador cayendo por el Agujero, apareciendo como por arte de magia a través del oscuro cuadrado negro. Aquel bicho había retraído los brazos y los pinchos para entrar. Cuando aterrizó con un golpe blando, volvieron a salir un montón de objetos desagradables y afilados, con un aspecto más letal que nunca.
Thomas puso a Chuck detrás de él y se enfrentó a la criatura, agarrando su lanza como si con ella pudiera protegerse.
—¡Sigue tecleando, Teresa! —chilló.
Una delgada barra metálica salió de la carne húmeda del lacerador y se desplegó hasta convertirse en un largo apéndice con tres cuchillas giratorias que iban directas a la cara de Thomas.
Agarró el extremo de su lanza con ambas manos y lo apretó con fuerza mientras bajaba hacia el suelo la punta con un cuchillo atado. El brazo de las cuchillas avanzó unos centímetros más, dispuesto a cortarle en trocitos. Cuando estaba a pocos centímetros, Thomas tensó los músculos y levantó la lanza hacia el techo todo lo fuerte que pudo. Dio al brazo de metal y envió aquella cosa hacia el cielo, girando en arco hasta que se hundió en el cuerpo del lacerador. El monstruo pegó un grito de furia y retrocedió varios pasos, con los pinchos retraídos. Thomas resollaba por el esfuerzo.
A lo mejor puedo derrotarlo
—le dijo rápidamente a Teresa—.
Pero ¡date prisa!
Ya casi he acabado
—respondió ella.
Los pinchos del lacerador volvieron a salir. Avanzó, y otro brazo salió de su carne y se estiró hacia delante con unas zarpas enormes que intentaron coger la lanza. Thomas atacó con todas sus fuerzas, esta vez por encima de su cabeza. La lanza chocó con la base de las garras. Con un golpazo metálico y un sonido viscoso, el brazo entero se soltó de su cavidad y cayó al suelo. Entonces, por algún tipo de boca que Thomas no llegaba a ver, el lacerador soltó un alarido alto y penetrante, y los pinchos desaparecieron.
—¡A estas cosas se las puede vencer! —gritó Thomas.
¡No me deja introducir la última palabra!
—dijo Teresa en su mente.
Sin apenas oírla ni entenderla, soltó un rugido y se abalanzó sobre el lacerador para aprovecharse de su debilidad. Balanceó la lanza violentamente, saltó sobre el cuerpo bulboso de la criatura y aporreó dos brazos de metal para quitárselos de encima con un fuerte chasquido. Levantó la lanza sobre su cabeza, apoyó bien los pies —notó cómo se hundían en aquella grasa repugnante— y, luego, clavó la lanza al monstruo. Un pringue amarillo y viscoso brotó de su carne y salpicó las piernas de Thomas mientras clavaba la lanza lo más profundo posible en el cuerpo del bicho. Después, soltó la empuñadura del arma, saltó y corrió hasta Chuck y Teresa.