Thomas observó con una fascinación malsana cómo el lacerador se retorcía incontrolablemente y escupía el aceite amarillento en todas las direcciones. Los pinchos entraban y salían de su piel; los brazos que le quedaban se movían en un amasijo de confusión e, incluso, atravesaban su propio cuerpo. No tardó en comenzar a ralentizarse, en perder la energía por la pérdida de sangre —o de carburante—.
Unos segundos más tarde, dejó de moverse por completo. Thomas no podía creérselo. No daba crédito. Acababa de vencer a un lacerador, uno de los monstruos que llevaban aterrorizando a los clarianos más de dos años.
Miró a Chuck, que estaba detrás de él con los ojos abiertos de par en par.
—Lo has matado —dijo el niño, y se rió como si aquel acto hubiera resuelto todos sus problemas.
—No ha costado tanto —farfulló Thomas, y luego se volvió para ver a Teresa tecleando desesperadamente. Entonces supo que algo iba mal.
—¿Qué pasa? —preguntó, casi gritando. Se acercó corriendo para mirar por encima del hombro de la chica y vio que esta escribía todo el rato la palabra «PULSA», pero no aparecía nada en la pantalla.
Teresa señaló el cuadrado sucio de cristal, en blanco salvo por el resplandor verdoso que anunciaba que estaba encendido.
—He puesto todas las palabras y una a una han ido apareciendo en la pantalla. Entonces ha sonado un pitido y han desaparecido. Pero no me ha dejado escribir la última palabra. ¡No pasa nada!
El frío inundó las venas de Thomas mientras asimilaba lo que Teresa acababa de decir.
—Bueno… ¿Por qué?
—¡No lo sé!
Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no aparecía nada.
—¡Thomas! —gritó Chuck detrás de ellos.
Thomas se volvió para ver que el niño señalaba el Agujero de los Laceradores, donde otra criatura estaba asomando. Mientras la contemplaba, esta cayó encima de su hermano muerto y otro lacerador empezó a entrar por el Agujero.
—¡¿Por qué tardáis tanto?! —chilló Chuck, desesperado—. ¡Dijiste que se apagarían cuando teclearais el código!
Los dos laceradores se había enderezado y habían extendido sus pinchos; estaban avanzando hacia ellos.
—No nos deja poner la palabra PULSA —respondió Thomas, distraído; no hablaba realmente con Chuck, sino que trataba de buscar una solución.
No lo entiendo
—dijo Teresa.
Los laceradores se acercaban; estaban a tan sólo unos metros. Al notar que su voluntad se desvanecía en la negrura, Thomas clavó los pies en el suelo y levantó los puños sin ganas. Se suponía que tenía que funcionar. Se suponía que el código…
—Quizá sólo tengas que pulsar ese botón —sugirió Chuck.
A Thomas le sorprendió tanto aquella afirmación al azar que apartó la vista de los laceradores para mirar al niño. Chuck estaba señalando un sitio cerca del suelo, justo debajo de la pantalla y del teclado.
Antes de que le diera tiempo a moverse, Teresa ya se había agachado. Muerto de curiosidad y con una ligera esperanza, Thomas se acercó a ella y se tiró al suelo para verlo mejor. Oyó el gemido y el rugido del lacerador detrás de él y notó un fuerte dolor cuando una zarpa afilada le agarró por la camiseta. Sin embargo, sus ojos seguían clavados en aquel sitio.
En la pared, a tan sólo unos centímetros del suelo, había un pequeño botón de color rojo con tres palabras escritas en negro. Estaba tan claro que no podía creer que no lo hubiera visto antes.
APAGAR EL LABERINTO
El dolor que sintió después le hizo salir de su estupor. El lacerador le había cogido con dos instrumentos y había empezado a arrastrarle hacia atrás. El otro había ido a por Chuck y estaba a punto de atacar al niño con una larga cuchilla.
Un botón.
—¡Púlsalo! —gritó Thomas más alto de lo que creía que fuera posible.
Teresa lo hizo. Pulsó el botón y todo se quedó en perfecto silencio. Entonces, de algún sitio al final del túnel, se oyó el sonido de una puerta que se abría.
Casi en el mismo instante, los laceradores se desactivaron por completo, los instrumentos se introdujeron en su carne fofa, sus luces se apagaron y sus mecanismos internos dejaron de funcionar. Y aquella puerta…
Thomas cayó al suelo después de que las garras de su captor le soltaran y, a pesar del dolor de todas las laceraciones que tenía en la espalda y en los hombros, le invadió tal euforia que no supo cómo reaccionar. Emitió un grito ahogado, después se rió, luego comenzó a sollozar y acabó por reír de nuevo.
Chuck se alejó pitando de los laceradores y chocó con Teresa, que le apretó contra ella en un intenso abrazo.
—Lo has conseguido, Chuck —dijo Teresa—. Estábamos tan preocupados por las estúpidas palabras del código que no pensamos en buscar algo que pulsar, que justo era la última palabra, la última pieza del puzzle.
Thomas volvió a reírse, sin creerse que aquello fuera posible después de todo por lo que habían pasado.
—Tiene razón, Chuck. ¡Nos has salvado, tío! ¡Te dije que te necesitábamos! —Thomas se puso de pie como pudo y se fundió con los otros dos en un abrazo, loco de alegría—. ¡Chuck es un fuco héroe!
—¿Y los demás? —preguntó Teresa, señalando el Agujero de los Laceradores con la cabeza.
Thomas notó cómo su euforia desaparecía; retrocedió y se volvió hacia el Agujero.
Como respondiendo a su pregunta, alguien cayó por el cuadrado negro. Era Minho, y parecía que le hubieran arañado o herido en el noventa por ciento de su cuerpo.
—¡Minho! —gritó Thomas, lleno de alivio—. ¿Estás bien? ¿Y los demás?
Minho avanzó a trompicones por la pared curva del túnel y, luego, se apoyó allí mientras resollaba.
—Hemos perdido a un montón de gente… Ahí arriba está todo lleno de sangre… Y luego se desconectaron —hizo una pausa para coger una gran bocanada de aire y lo soltó con fuerza—. Lo habéis conseguido. No me puedo creer que de verdad haya funcionado.
Entonces llegó Newt, seguido de Fritanga. Después, Winston y otros. Enseguida, dieciocho chicos se reunieron con Thomas y sus amigos en el túnel, lo que hizo un total de veintiún clarianos. Hasta el último de los que se habían quedado atrás para luchar estaba cubierto de la porquería de los laceradores y de sangre humana, y sus ropas estaban hechas jirones.
—¿Y el resto? —preguntó Thomas, temiendo la respuesta.
—La mitad —contestó Newt con voz débil— ha muerto.
Nadie pronunció palabra. Nadie pronunció palabra durante un buen rato.
—¿Sabéis qué? —dijo Minho, irguiéndose un poco—, puede que muriera la mitad, pero la otra fuca mitad ha sobrevivido. Y no han picado a nadie, justo como Thomas pensaba. Tenemos que salir de aquí.
«Demasiados», pensó Thomas. Habían sido demasiados. Su alegría desapareció y se convirtió en un profundo duelo por las veinte personas que habían perdido la vida. A pesar de la alternativa, a pesar de saber que, si no lo hubiesen intentado, puede que todos hubieran muerto, aunque no los conociera a todos muy bien…, aun así, dolía. ¿Cómo podía considerarse una victoria con tanta muerte?
—Larguémonos de aquí —dijo Newt—. Ya.
—¿Adonde vamos? —preguntó Minho.
Thomas señaló túnel abajo.
—He oído que una puerta se abría por ahí.
Intentó apartar el dolor que le producía todo, los horrores de la batalla que acaban de ganar. Las pérdidas. Lo apartó de su mente, pues sabía que aún no estaban a salvo.
—Bien, vamos —ordenó Minho. Se dio la vuelta y empezó a caminar por el túnel sin esperar una respuesta.
Newt hizo un gesto de asentimiento e indicó a los demás clarianos que le siguieran. Pasaron uno a uno hasta que sólo quedaron Thomas y Teresa.
—Yo iré el último —dijo Thomas.
Nadie se opuso. Pasó Newt, luego Chuck y después Teresa hacia el negro túnel. Hasta la luz de las linternas parecía ser absorbida por la oscuridad. Thomas les siguió sin molestarse en mirar el lacerador muerto.
Al cabo de unos minutos caminando, oyó un chillido delante, seguido de otro y otro y, después, otro. Los gritos se perdían como si estuvieran cayendo…
Los murmullos recorrieron la fila y, al final, Teresa se volvió hacia Thomas.
—Por lo visto, ahí delante hay un tobogán que te lleva abajo.
A Thomas se le revolvió el estómago al oír aquello. Parecía un juego, al menos para el que había construido el edificio.
Uno a uno, oyó los gritos cada vez más débiles de los clarianos. Entonces le tocó a Newt y, luego, a Chuck. Teresa iluminó con su linterna un descenso empinado, una rampa negra de metal resbaladizo.
Supongo que no nos queda otra opción
—le dijo en su mente.
Supongo que no.
Thomas tuvo la impresión de que aquel no era el modo de salir de su pesadilla. Sólo esperaba que no le llevara a otro grupo de laceradores.
Teresa bajó por el tobogán con un chillido casi alegre y Thomas la siguió antes de poder convencerse a sí mismo de que cualquier cosa era mejor que el Laberinto.
Su cuerpo se deslizó por el empinado descenso, resbaladizo por un pringue aceitoso que olía fatal, como a plástico quemado y a maquinaria demasiado usada. Thomas giró el cuerpo hasta tener los pies delante y, después, trató de sujetarse con las manos para disminuir la velocidad de su bajada. Fue inútil, ya que aquella cosa grasienta cubría cada centímetro de la piedra; no se podía agarrar a nada.
Los gritos de los otros clarianos resonaban en las paredes del túnel mientras se deslizaban por la aceitosa rampa. El pánico alcanzó el corazón de Thomas. No podía quitarse de la cabeza la imagen de que una bestia gigante se los había tragado, estaban bajando por su largo esófago y en cualquier momento aterrizarían en su estómago. Y, como si se hubieran materializado sus pensamientos, los olores cambiaron hacia algo más enmohecido y putrefacto. Le empezaron a entrar arcadas y tuvo que reunir todas sus fuerzas para no vomitarse encima.
El túnel empezó a girar, convirtiéndose en una brusca espiral, lo justo para que fueran más despacio, y los pies de Thomas le dieron a Teresa en toda la cabeza. El chico retrocedió y una sensación de sufrimiento invadió todo su ser. Seguían cayendo. El tiempo parecía extenderse y hacerse interminable.
Continuaron dando vueltas en el tubo. Las náuseas hacían que le ardiera el estómago; el sonido de aquel pringue contra su cuerpo, el olor, el movimiento en círculos… Estaba a punto de volver la cabeza a un lado para vomitar cuando Teresa pegó un fuerte chillido. Esta vez, no hubo eco. Un segundo más tarde, Thomas salió volando del túnel y aterrizó sobre la muchacha.
Había cuerpos esparcidos por todos lados, gente encima de gente, quejándose, retorciéndose, confundidos mientras trataban de apartarse los unos de otros. Thomas movió los brazos y las piernas para apartarse rápidamente de Teresa y, luego, gateó unos pasos más para vomitar y vaciar su estómago.
Aún temblando por la experiencia, se limpió la boca con la mano y se dio cuenta de que estaba llena de una porquería viscosa. Se incorporó, frotó ambas manos en el suelo y, por fin, se fijó en adonde habían llegado. Boquiabierto, también se percató de que los demás se habían reunido en un grupo mientras asimilaban el nuevo entorno. Thomas había alcanzado a verlo durante el Cambio, pero no se acordó de verdad hasta aquel mismo momento.
Estaban en una enorme cámara subterránea lo bastante grande para contener nueve o diez Haciendas. De arriba abajo, de lado a lado, aquel lugar estaba lleno de todo tipo de mecanismos y de cables, de conductos y de ordenadores. En un lado de la sala, a su derecha, había una fila de unas cuarenta vainas blancas que parecían enormes ataúdes. En la otra punta había unas grandes puertas de cristal, aunque la iluminación hacía que fuera imposible ver lo que había al otro lado.
—¡Mirad! —gritó alguien, pero Thomas ya lo había visto y se le había cortado la respiración. Se le puso la piel de gallina en todo el cuerpo y un escalofrío de terror le recorrió la espalda como una araña mojada.
Justo delante de ellos, una fila de unas veinte ventanas oscuras se extendía por la sala horizontalmente, una detrás de otra. Detrás de cada una de ellas había una persona: hombres y mujeres, todos pálidos y delgados. Estaban sentados, observando a los clarianos, mirando fijamente por los cristales con los ojos entrecerrados. Thomas se estremeció; todos parecían fantasmas. Unas enojadas apariciones siniestras y famélicas de gente que nunca había sido feliz en vida y, menos aún, muerta.
Pero, por supuesto, Thomas sabía que no eran fantasmas. Eran los que les habían enviado al Claro. Los que les habían arrebatado sus vidas. Los creadores.
Thomas retrocedió un paso y se dio cuenta de que otros hacían lo mismo. Un silencio sepulcral dejó el lugar desprovisto de vida mientras todos los clarianos tenían la vista clavada en la fila de ventanas, en la fila de observadores. Thomas vio que uno de ellos bajaba la cabeza para apuntar algo; otro se puso unas gafas. Todos llevaban chaquetas negras sobre camisas blancas con una palabra bordada en la parte derecha del pecho; no podía distinguir lo que ponía. Ninguno de ellos mostraba una expresión discernible. Todos tenían un aspecto cetrino y demacrado; daba lástima mirarlos.
Continuaron observando a los clarianos; un hombre negó con la cabeza y una mujer asintió. Otro hombre se rascó la nariz, y ese fue el gesto más humano que Thomas les vio hacer.
—¿Quiénes son esas personas? —susurró Chuck, pero su voz retumbó en la sala con un tono ronco.
—Los creadores —respondió Minho, y luego escupió en el suelo—. ¡Os voy a partir la cara! —gritó tan fuerte que Thomas casi se tapó los oídos con las manos.
—¿Qué hacemos? —inquirió Thomas—. ¿A qué están esperando?
—Lo más seguro es que hagan volver a los laceradores —dijo Newt—. Puede que estén viniendo ahora…
Un pitido alto y lento le interrumpió, como el sonido de advertencia de un enorme camión dando marcha atrás, pero mucho más potente. Provenía de todas partes, resonaba y retumbaba por toda la cámara.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Chuck, sin ocultar la preocupación en su voz.
Por algún motivo, todos miraron a Thomas; él se encogió de hombros. Ya no recordaba nada más; estaba tan despistado como el resto. Y asustado. Estiró el cuello mientras examinaba el lugar de arriba abajo para tratar de averiguar de dónde procedía el pitido. Pero no había cambiado nada. Entonces, por el rabillo del ojo, advirtió que los demás clarianos miraban en dirección a las puertas y él hizo lo mismo. El corazón se le aceleró cuando vio que una de las puertas se abría hacia ellos.