El corredor del laberinto (46 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: El corredor del laberinto
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Mientras corrían, algunos hombres y mujeres les guiaban por delante, y otros lanzaban gritos de ánimo desde atrás.

Llegaron a otras puertas de cristal y, al cruzarlas, vieron que un gran chaparrón caía de un cielo negro. No se veía nada, pero la cortina de agua reflejaba unos destellos mates.

El líder no dejó de moverse hasta que llegaron a un autobús enorme, cuyos laterales estaban abollados y con marcas de arañazos, y la mayoría de las ventanas, llena de grietas. La lluvia chorreaba por todo el vehículo y Thomas se lo imaginó como una bestia gigantesca saliendo del océano.

—¡Subid! —gritó el hombre—. ¡Deprisa!

Le obedecieron y formaron un grupo apretado tras la puerta para entrar uno a uno. Aquello pareció durar una eternidad. Los clarianos se empujaban y se tropezaban los unos con los otros mientras subían los tres peldaños y se dirigían a los asientos. Thomas estaba al final, con Teresa justo delante de él. Alzó la vista hacia el cielo y notó cómo el agua le caía en la cara. Estaba caliente, casi demasiado, y tenía un extraño espesor. Curiosamente, eso le hizo quitarse el miedo de encima y le puso alerta. Quizá no era más que la ferocidad del diluvio. Se concentró en el autobús, en Teresa, en la huida.

Estaba casi en la puerta cuando, de repente, una mano le alcanzó y le agarró de la camiseta. Alguien tiró de él hacia atrás; él gritó y se soltó de Teresa. La vio girarse justo al caerse él al suelo y salpicar de agua a los demás. Sintió un fuerte dolor en la espalda cuando la cabeza de una mujer apareció unos centímetros por encima de él, bocabajo, bloqueando la vista de Teresa.

El pelo grasiento que colgaba y rozaba a Thomas enmarcaba una cara oculta en las sombras. Un horrible olor, como a leche agria y huevos podridos, le inundó las fosas nasales. La mujer se retiró lo bastante para que la linterna de alguien revelara sus rasgos: una piel pálida y arrugada llena de horribles llagas que rezumaban pus. Un terror en estado puro inundó a Thomas y lo dejó paralizado.

—¡Vas a salvarnos a todos! —dijo aquella espantosa mujer mientras escupía saliva y salpicaba a Thomas—. ¡Vas a salvarnos del Destello! —se rió, aunque no fue más que una tos áspera.

La mujer dio un grito cuando uno de los rescatadores la agarró con ambas manos para alejarla de Thomas, que se recuperó y se puso de pie como pudo. Volvió con Teresa y se quedó mirando al hombre que se llevaba a rastras a la mujer, cuyas piernas daban débiles patadas mientras no apartaba los ojos de Thomas. Ella le señaló y gritó:

—¡No te creas una palabra de lo que te digan! ¡Vas a salvarnos del Destello, lo harás!

Cuando el hombre estuvo a varios metros del autobús, dejó a la mujer en el suelo.

—¡Quédate aquí o te mato de un tiro! —le gritó, y luego se volvió hacia Thomas—. ¡Sube al autobús!

Thomas, tan aterrorizado por la terrible experiencia que hasta le temblaba el cuerpo, se dio la vuelta, subió las escaleras detrás de Teresa y entró en el autobús. Unos ojos abiertos de par en par le observaron mientras caminaban hacia los asientos traseros, donde se dejaron caer y se acurrucaron juntos. El agua negra resbalaba por el exterior de las ventanas. La lluvia golpeaba el techo con fuerza y un trueno agitó el cielo sobre sus cabezas.

¿Qué ha sido eso?
—preguntó Teresa en su mente.

Thomas no podía contestar y se limitó a negar con la cabeza. Los pensamientos sobre Chuck volvieron a inundar su mente, reemplazando a la loca y calmando los latidos de su corazón. No le importaba, no sentía ningún alivio por haber escapado del Laberinto. «Chuck…».

Una mujer, una de los rescatadores, estaba sentada cerca de Thomas y Teresa. El líder que había hablado con ellos antes se subió al autobús, se sentó al volante, arrancó el motor y el vehículo empezó a avanzar.

Al moverse, Thomas vio un movimiento fugaz al otro lado de la ventana. La mujer llena de llagas se había puesto de pie y corría hacia la parte delantera del autobús. Sacudía los brazos como una loca mientras gritaba algo que no se oyó por el ruido de la tormenta. Sus ojos estaban iluminados por la locura o el terror; Thomas no lo sabía muy bien.

Se inclinó hacia la ventana mientras ella desaparecía de su vista por delante.

—¡Esperad! —chilló Thomas, pero nadie le oyó. O, si lo hicieron, le ignoraron.

El conductor aceleró y el autobús dio un bandazo cuando golpeó el cuerpo de la mujer. El porrazo casi tiró a Thomas del asiento cuando las ruedas delanteras pasaron por encima de la mujer y, enseguida, le siguió un segundo golpe de las ruedas traseras. Thomas miró a Teresa y vio en su cara una expresión de asco que seguramente reflejaba la suya propia.

Sin mediar palabra, el conductor mantuvo el pie en el acelerador y el autobús siguió avanzando hacia una noche barrida por la lluvia.

Capítulo 61

La siguiente hora fue un cúmulo de visiones y sonidos para Thomas.

El chófer conducía a una velocidad temeraria por pueblos y ciudades, y la fuerte lluvia ocultaba la mayor parte del paisaje. Las luces y los edificios estaban distorsionados y acuosos, como algo sacado de una alucinación provocada por las drogas. Hubo un momento en que la gente de fuera echó a correr tras el autobús. Llevaban la ropa raída y el pelo enmarañado, y sus aterradores rostros estaban cubiertos de las mismas llagas raras que Thomas había visto en aquella mujer. Aporreaban los laterales del vehículo como si quisieran subirse, como si quisieran escapar de la espantosa vida que podían estar viviendo.

El autobús no disminuyó la velocidad. Teresa siguió callada al lado de Thomas. Por fin, él se armó del suficiente valor para hablar con la mujer que estaba sentada al otro lado del pasillo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, sin estar seguro de cómo plantearlo.

La mujer le miró. Unos mechones de pelo negro mojado le rodeaban la cara. Tenía los ojos llenos de pena.

—Es una historia muy larga.

La voz de la mujer era mucho más amable de lo que Thomas se había esperado y tuvo la esperanza de que de verdad fuera una amiga, de que todos los rescatadores fueran amigos, a pesar de que habían atropellado a sangre fría a una mujer.

—Por favor —dijo Teresa—. Por favor, cuéntenos algo.

La mujer miró a Thomas y, luego, a Teresa, y soltó un suspiro.

—Tardaréis un poco en recuperar vuestros recuerdos, si es que los recuperáis. Nosotros no somos científicos, no tenemos ni idea de lo que os han hecho o de cómo os lo han hecho.

A Thomas se le cayó el alma a los pies al pensar que tal vez había perdido la memoria para siempre, pero insistió:

—¿Quiénes son? —inquirió.

—Empezó con las erupciones solares —respondió la mujer, con la mirada cada vez más distante.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Teresa, pero Thomas la hizo callar.

Déjala hablar
—le dijo en su cabeza—.
Parece que nos lo va contar.

Vale.

La mujer casi parecía estar en un trance mientras hablaba, y no apartaba los ojos de un punto indefinido en la distancia.

—Las erupciones solares no pudieron predecirse. Suelen ser normales, pero estas fueron inauditas, enormes, muy fuertes. Y, cuando se dieron cuenta, tan sólo pasaron unos minutos antes de que su calor azotara la Tierra. Primero se quemaron nuestros satélites y miles de personas murieron al instante, millones en días, e innumerables kilómetros se convirtieron en tierra baldía. Luego llegó la enfermedad —se detuvo para coger aliento—. Conforme el ecosistema se venía abajo, se hizo imposible controlar la enfermedad, incluso mantenerla en Sudamérica. Las selvas desaparecieron, pero los insectos, no. La gente ahora lo llama el Destello. Es una cosa horrible. Sólo los más ricos pueden recibir tratamiento, pero no se puede curar a nadie. A menos que los rumores de los Andes sean verdad.

Thomas por poco rompió su propio consejo, pues las preguntas le inundaban la mente. El horror crecía en su corazón. Se sentó y escuchó mientras la mujer continuaba:

—En cuanto a vosotros, todos vosotros, no sois más que unos cuantos de los millones de huérfanos. Hicieron pruebas a miles y os escogieron para lo más importante. La última prueba. Todo lo que habéis vivido fue calculado y planificado con detenimiento. Catalizadores para estudiar vuestras reacciones, vuestras ondas cerebrales, vuestros pensamientos. Todo en un intento de encontrar a aquellos capaces de ayudarnos a dar con el remedio para combatir el Destello —hizo otra pausa y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja—. La mayoría de las consecuencias físicas está causada por otras cosas. Primero empezaron las ideas delirantes y, luego, los instintos animales empezaron a imponerse sobre los humanos. Al final, el Destello les consumió y destruyó su humanidad. Está todo en el cerebro. El Destello vive en sus cerebros. Es algo espantoso. Es mejor morir que contagiarse —la mujer dejó de mirar la nada y se centró en Thomas; después miró a Teresa y, luego, a Thomas otra vez—. No dejaremos que les hagan esto a los niños. Hemos jurado arriesgar nuestras vidas para luchar contra CRUEL. No podemos perder nuestra humanidad, no importa el resultado final —juntó las manos en su regazo y las miró—. Ya sabréis más en su momento. Vivimos lejos, al norte. Miles de kilómetros nos separan de los Andes. Lo llaman la Quemadura; está entre aquí y allí. Está centrada alrededor de lo que antes llamaban el ecuador. Ahora no hay nada más que calor y polvo, y está llena de salvajes consumidos por el Destello a los que no se puede ayudar. Intentamos cruzar esa zona para encontrar una cura. Pero, hasta entonces, lucharemos contra CRUEL y detendremos los experimentos y las pruebas —miró con recelo a Thomas y, después, a Teresa—. Tenemos la esperanza de que os unáis a nosotros.

Entonces apartó la vista y miró por la ventana.

Thomas miró a Teresa y arqueó las cejas a modo de pregunta. La chica se limitó a negar con la cabeza; luego, la apoyó en su hombro y cerró los ojos.

Estoy demasiado cansada para pensar
—dijo—.
Mantengámonos a salvo por ahora.

A lo mejor ya estamos a salvo
—contestó—.
A lo mejor.

Oyó los suaves sonidos que ella emitía al dormir, pero supo que él no podría conciliar el sueño. Sentía tal torrente de emociones contradictorias que no podía identificarlas. Aun así, era mejor que el vacío monótono que había experimentado antes. Sólo pudo quedarse allí sentado, mirando fijamente por la ventana la lluvia y la negrura, pensando en palabras como «Destello», «enfermedad», «experimento», «Quemadura» y «CRUEL». Tan sólo podía quedarse allí sentado y esperar que las cosas fueran mejores ahora que en el Laberinto.

Pero, mientras se movía y se balanceaba con los movimientos del autobús, mientras sentía que la cabeza de Teresa le golpeaba el hombro de tanto en tanto cuando había grandes baches, la oía moverse y volverse a dormir otra vez, y oía los murmullos de las otras conversaciones de los clarianos, había una cosa que le volvía a la mente:

Chuck.

• • •

Dos horas más tarde, el autobús se detuvo.

Había parado en un aparcamiento cubierto de barro que rodeaba un edificio sin nada de particular, con varias filas de ventanas. La mujer y los otros rescatadores cruzaron con los diecinueve chicos y la chica la puerta principal y subieron unas escaleras hacia un dormitorio enorme, con una serie de literas alineadas en una de las paredes. Al otro lado había algunas mesas y cómodas. Unas cortinas tapaban las ventanas que había por toda la habitación.

Thomas lo asimiló todo con un asombro ligero y distante. Ahora le costaba mucho que algo le sorprendiera o le superara.

Aquel sitio se encontraba lleno de colores. Las paredes estaban pintadas de amarillo fuerte, las mantas eran rojas y las cortinas, verdes. Después del gris soso del Claro, parecía que les hubieran llevado a vivir a un arco iris. Al verlo todo, al ver las camas y las cómodas nuevas, la sensación de que todo era normal le resultó casi sobrecogedora. Era demasiado bueno para ser verdad. Minho lo expresó mejor al entrar en aquel nuevo mundo para ellos:

—Me han fucado y he ido al cielo.

A Thomas le costaba estar contento, como si estuviera traicionando a Chuck al hacerlo. Pero allí había algo. Algo.

El líder que conducía el autobús dejó a los clarianos en manos de un pequeño grupo de empleados: nueve o diez hombres y mujeres vestidos con pantalones negros ceñidos y camiseta blanca, con el pelo inmaculado y la cara y las manos limpias. Estaban sonriendo.

Los colores. Las camas. El personal. Thomas sintió una felicidad imposible que trataba de abrirse camino en su interior. Aunque un abismo enorme se ocultaba en medio, una oscura depresión que no podía abandonarle: el recuerdo de Chuck y su brutal asesinato. Su sacrificio. Pero, a pesar de aquello, a pesar de todo, a pesar de lo que le había contado la mujer del autobús sobre el mundo al que habían vuelto, Thomas se sintió a salvo por primera vez desde que había salido de la Caja.

Les asignaron una cama, les repartieron ropa y cosas para el aseo y les sirvieron la cena.
Pizza.
Una auténtica
pizza
real y grasienta.

Thomas devoró hasta el último bocado, el hambre acabó con todo lo demás y un ambiente de satisfacción y alivio se palpó a su alrededor. Muchos de los clarianos habían permanecido callados todo el rato, tal vez preocupados por que al hablar se desvaneciera todo. Pero ahora había gente sonriendo. Thomas se había acostumbrado tanto a la desesperación que casi le desconcertaba ver rostros felices. Sobre todo, cuando le costaba tanto a él sentirse así.

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