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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (57 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Si el experimento destruyó la Tierra, entonces nos encontraremos flotando en medio del espacio y moriremos en cuanto abramos el campo. También puede ocurrir que el experimento haya funcionado, pero que los acrecentados —así era como llamaban a los dioses— hayan ganado la guerra y nos estén aguardando para aniquilarnos. O que hayan vencido los naturales, y estén esperando para castigarnos por haber creado el campo de estasis de modo ilegal.

—Cualquiera de esas tres cosas puede ocurrir —argüían los partidarios de la apertura—. Sin embargo, siguiendo vuestra lógica, nunca podremos salir de la burbuja, pues no sabremos lo que ocurre en el mundo exterior hasta que abramos el campo. Lo hagamos cuando lo hagamos, siempre tendremos que correr un riesgo.

—¡Pues entonces no saldremos nunca! —contestaban los defensores de la precaución—. Una vez creado el campo, no hace falta energía para mantenerlo.

—¡Pero sí para mantenernos vivos a nosotros! La central de fusión no aguantará hasta el fin de los tiempos.

—Ahorraremos recursos. Debemos ser más austeros en todo y reducir nuestra población.

Fue esta última la solución que prevaleció, aunque no de forma voluntaria. En el año 42.º de encierro estalló una guerra civil entre los partidarios de abrir la burbuja y los que querían seguir dentro.

En la ciudad libre no había ejércitos, pero eso no significaba que no dispusieran de medios de destrucción. Durante meses los moradores de Tártara lucharon con armas que disparaban proyectiles de todos los tipos, y también con cuchillos y piedras, e incluso con los puños desnudos. Finalmente, un loco diseñó una enfermedad, una plaga selectiva que detectaría la forma de opinar de cada persona y sólo mataría a los miembros de un bando. ¡El arma definitiva para los líderes políticos!

En tiempos de Zenort ya se había olvidado a cuál de las dos facciones debía afectar la plaga, si a los aislacionistas o a los partidarios de abrir la burbuja. Como fuere, el plan de aquel lunático fracasó. O la enfermedad no era tan selectiva como él pensaba o el auténtico fallo se hallaba en la inteligencia de su creador. El mal se extendió por toda la ciudad y contagió a todos sin discriminar. Cuando se encontró la cura, sólo quedaban en Tártara treinta mil personas vivas.

Desde entonces la situación cambió. Las máquinas se encargaron de convertir los cientos de miles de cadáveres en materia aprovechable, con lo cual solucionaron dos problemas al mismo tiempo. Los pisos más altos de los grandes edificios, torres de carbono y cristal que se alzaban hasta los tres mil metros de altura, quedaron desiertos. Ya había sitio para todos.

Aun así, el temor siguió señoreando Tártara. Ya no se trataba sólo del miedo al exterior y a las amenazas infernales que podían acechar tras aquel espejo que les devolvía una imagen deformada de su ciudad. Ahora se temían también a sí mismos y al daño que podían hacerse.

Se decretó que el número máximo de ciudadanos que podrían vivir en Tártara sería de cincuenta mil. Por encima de esa cifra, únicamente nacerían niños de forma natural o artificial cuando algún ciudadano muriera o aceptara la hibernación.

Pasaron décadas así, que en el exterior eran milenios. Mientras Tártara se limitaba a subsistir, en Tramórea se libraban guerras entre humanos y humanos, humanos y dioses e incluso dioses y dioses.

Yo nací en el año 153 de la estasis de Tártara. Mis padres me impusieron el nombre de Zenort Altayn. En aquel momento yo era el ciudadano número cincuenta mil. Llegué a la vida ocupando el lugar de una mujer de ochenta años. Esa mujer gozaba de perfecta salud, pues los habitantes de Tártara no eran inmortales, pero sí longevos. Los males a los que había sucumbido ella eran el hastío y la desesperación, endémicos en Tártara; vencida por ellos, se había arrojado desde el piso 327º de un rascacielos.

(De modo, pensó Derguín, que el que con los años se convertiría en el Libertador, la esperanza de Tramórea, había nacido de un acto de desesperación. Tal vez allí se encerraba una lección. O quizá sólo era una de las muchas paradojas casuales en las que se complace el azar.)

Zenort fue un niño fantasioso. Nunca gozó de demasiada popularidad entre sus compañeros de colegio. Le gustaba más jugar por su cuenta, inventándose mundos imaginarios más allá de esa cúpula bajo la que habían crecido casi todos. Por aquel entonces quedaba un superviviente de los viejos tiempos, Onziles Ydor, un anciano que había pasado de los doscientos años. A Zenort le gustaba preguntarle cómo era el mundo cuando no existía la cúpula y en el firmamento nocturno brillaban las estrellas, el Sol y la Luna, y además se veían las explosiones lejanas de la guerra que libraban dioses y hombres en el cielo.

(
¡La Luna!
, pensó Derguín. De modo que también había existido una vieja Luna, un solo satélite. Tal como él había visto en la ilustración de aquel libro prohibido en la biblioteca de Koras.)

A la familia de Zenort no le hacían ninguna gracia esas entrevistas entre el chico y el anciano. Los habitantes de Tártara se habían resignado a quedarse encerrados para siempre bajo la burbuja. Pensar en el mundo exterior era torturarse en vano, como imaginar un universo paralelo. De hecho, se había desarrollado una filosofía que negaba de modo tajante que existiera un mundo exterior, el Monismo. Tártara era el universo y el universo era Tártara. Algunos lo creían sinceramente y otros fingían creerlo. Los Monistas eran tan drásticos que proponían destruir todos los registros del pasado donde se demostraba que antiguamente Tártara había sido tan sólo una pequeña comunidad más dentro de una civilización mucho mayor.

Esa discusión seguía alborotando al consejo de notables cuando Zenort cumplió veinte años. Por aquel entonces Onziles Ydor había muerto. Zenort pasaba solo la mayor parte del tiempo, contemplando grabaciones, escuchando música antigua y aprendiendo lenguas olvidadas. Cuanto más remoto fuera el pasado, más le gustaba. Le atraían las eras pretecnológicas, épocas en que los hombres usaban sus propias manos para trabajar, viajaban a pie o a caballo y combatían con armas que a él se le antojaban nobles y caballerosas, casi románticas. Por aquel entonces, todavía no había comprobado los estragos que un lanzazo o una estocada podían causar en los intestinos de un hombre.

Sobre todo, Zenort era un fanático de las espadas. La ciudad conservaba un museo de armas antiguas que nadie visitaba. Cuando alguien propuso fundir aquellas armas y aprovechar el metal para otros fines más prácticos, Zenort se horrorizó, y empleó su asignación económica de un año entero para comprar todas las espadas que se pudo permitir. Por aquel entonces, trabajaba en las granjas hidropónicas que producían alimentos para toda la ciudad.

Una vez que tuvo en su poder aquella colección, Zenort se dedicó a practicar diversos tipos de esgrima. Para ello, rebuscó toda la información posible en los archivos de la ciudad, ya que los Monistas no habían conseguido aún que fueran borrados.

Lo que leyó a continuación fue lo que más sorprendió a Derguín. Zenort no tenía rivales con quienes practicar, de modo que aprendió las diversas técnicas de espada de forma mental. Era un adiestramiento imaginario, con aparatos que engañaban a su cerebro y le hacían creer que se hallaba en una auténtica academia, combatiendo contra rivales reales.

Lo sorprendente era que el procedimiento, al que denominaban «simulación» y «realidad virtual», funcionaba. Gracias a él y a un entrenamiento físico real para acondicionar su cuerpo, Zenort había aprendido a manejar todo tipo de armas: sables curvos como los de Tahedo, espadas rectas y de doble filo como las que usaban los soldados de la Horda, armas de mano y media, pesados mandobles y finos estoques que sólo herían con la punta.

De mi aprendizaje virtual de aquella época más mi experiencia con guerreros reales en Tramórea nacería el Tahedo, el arte de la espada.

¡Increíble! ¡Qué no habría dado alguien como Mikha, a quien se le daba tan mal la esgrima, por aprender de forma tan sencilla y tan poco dolorosa!

La magia de los antiguos no obraba milagros completos. El discípulo tenía que poner de su parte. Zenort proseguía explicando con un orgullo mal disimulado que, según el diagnóstico de las máquinas que le enseñaban y ponían a prueba su técnica y sus músculos, había descubierto que poseía un talento natural para la espada por su coordinación física, sus reflejos e incluso su agresividad.

(
Natural
, pensó Derguín con una intensa emoción. Así lo habían llamado a él en Uhdanfiún cuando creían que no les escuchaba, y así se había referido a él su padre, aunque sólo se lo hubiese confesado a su madre.)

Por aquel entonces, mientras Zenort se aislaba del resto de una ciudad aislada de por sí y soñaba con el mundo exterior, en éste habían caído las tinieblas. Los descendientes de los cien mil humanos rescatados de las ruinas de la vieja Tierra languidecían en Tramórea añorando el sol y caminaban hacia su extinción.

Fue entonces cuando Tarimán forjó la Espada de Fuego.

(Y fue al leer sobre ella cuando Derguín volvió a sentir esa dolorosa ausencia que le subía como un calambre insoportable por el brazo.)

Tarimán, como buen jugador de ajedrez, podía manipular muchos elementos y manejar a los hombres e incluso a los dioses como piezas de su tablero. Pero en esta ocasión el destino le hizo un regalo inesperado.

El dios herrero había decidido forjar una espada porque pensaba que Tubilok la vería como un arma pretecnológica y por tanto inofensiva. Pero en su hoja y en su empuñadura, Tarimán aplicó todo su conocimiento y su arte.

Descubierto por Tubilok, o más bien por un esbirro de Tubilok, Tarimán no tuvo más remedio que entregarle la espada a Ónite, su mensajera alada, ordenándole que la llevara a Tártara.

Si actuó así, no fue porque sospechase que en la ciudad prohibida encontraría a alguien capaz de empuñar una espada. Únicamente quería esconderla en un sitio al que Tubilok no pudiese llegar, pues sólo Tarimán conocía el secreto para atravesar un campo de estasis sin destruirlo.

Y, entre los diversos poderes con que había dotado a Zemal, también estaba ése. Romper lo irrompible, penetrar lo impenetrable.

Unas alarmas que llevaban más de siglo y medio sin sonar alertaron a toda la ciudad. Era de noche en Tártara, una noche artificial que caía sobre la ciudad cuando los sistemas automáticos apagaban las luces de calles y edificios. Pero ahora todas se iluminaron de golpe. Muchos habitantes se asomaron a las ventanas o a las pantallas, o incluso salieron a las calles, mientras que los más temerosos bajaron a los refugios excavados bajo el suelo y cerraron sobre sus cabezas enormes trampillas de acero y plomo con cierres retardados.

Por primera vez, algo había penetrado en el campo que protegía Tártara. La burbuja volvía a estar intacta, pero un objeto la había atravesado. ¿Acaso los dioses, los humanos o las criaturas evolucionadas que los hubiesen sustituido en el mundo exterior habían desarrollado un arma capaz de romper la estasis? Si era así, estaban perdidos.

Examinando grabaciones de imagen, las autoridades descubrieron que el objeto había caído en una zona situada al sur de la ciudad (aún mantenían los puntos cardinales como una convención útil). Allí se hallaba el parque de la Esperanza, muy cerca de la granja hidropónica donde trabajaba Zenort.

Fue allí donde encontré a Zemal. Sobre la loma había una escultura de granito, una combinación de bloques geométricos que no se parecían a nada concreto, pero que poseían una belleza abstracta y al mismo tiempo poderosa.

La espada se había clavado en uno de esos bloques. La mitad de la hoja estaba incrustada en el granito y la otra mitad sobresalía de la piedra. Sus filos de acero refulgían bajo el resplandor de los focos flotantes que la alarma había encendido por toda la ciudad.

(
¿Filos de acero?
, se preguntó Derguín, y al momento supo o recordó la respuesta a su propia pregunta.)

Al joven le gustaba ejercitarse corriendo entre los árboles y subiendo una y otra vez la pequeña loma cubierta de césped que se levantaba en el centro del parque. Lo hacía cuando los demás dormían, pues como quedó dicho era un hombre solitario. Tan sólo se relacionaba con Iborne, una joven de su edad. Llamar a esa relación «amorosa» no habría sido del todo exacto, si bien era cierto que Iborne estaba enamorada de él y hacía planes de futuro.

En Tártara, con tanto tiempo por delante y tan poco espacio vital, el tedio y los rencores acumulados acababan rompiendo casi todas las parejas y matrimonios, que se rehacían y recombinaban sin cesar. Pero cuando Iborne tomaba de la mano a Zenort y paseaba con él por el parque de la Esperanza o por el Bulevar Ralfa, entre los pináculos de las torres más altas, o cuando hacían el amor y le miraba a los ojos, solía decirle:

—Nosotros seremos distintos. Lo nuestro será eterno.

Ella era una romántica, mas de una manera diferente a la mía. El pasado no le interesaba, ni tampoco el mundo exterior. Quería creer en un paraíso bajo la burbuja, un futuro en el que todo fuera seguro y previsible. Un futuro en el que llegado el momento tendríamos un hijo, tal vez dos si el sorteo de la Lotería Genética nos sonreía. Un futuro en el que envejeceríamos juntos.

—Quiero morir a tu lado —me decía—. Si tú me sujetas la mano, la muerte no me da miedo.

Zenort se sentía culpable cuando la oía hablar así. Le gustaba mucho Iborne y le tenía cariño, pero el corazón no le saltaba en el pecho cuando oía su voz ni se quedaba horas embelesado mirándola. Tampoco pensaba en la muerte, ni para bien ni para mal. No quería un futuro previsible, sino salir fuera de aquella maldita burbuja que los encerraba a todos y descubrir un mundo nuevo, vasto y desconocido. Anhelaba vivir aventuras inesperadas, como un caballero del pasado armado con su espada.

Y ahora el destino le estaba ofreciendo esa espada.

Cuando vi a
Zemal
hundida a medias en el bloque de granito, no pude evitar el recuerdo de una leyenda de la vieja Tierra. En ese relato, muchos caballeros intentaban sacar una espada mágica de una piedra, pero era un joven inexperto llamado Arturo quien lo conseguía y se convertía en rey
.

Yo no quería que otros se me adelantaran. Mientras los vigilantes de la ciudad acudían con vehículos voladores para averiguar qué había pasado, aferré con fuerza la empuñadura, dispuesto a tirar de ella
.


Si lo haces, atente a las consecuencias
.

Miré a mi alrededor. Los vigilantes estaban a punto de posarse sobre la loma y me alumbraban con sus focos de luz. Pero no eran ellos quienes habían hablado, sino la espada
.


¿Qué consecuencias? —pregunté—. Dímelo rápido. ¿Moriré si te empuño?


Correrás peligros y tal vez morirás, pero no seré yo quien te mate
.


Explícate. ¡Rápido, vienen a por mí!


Debes sacarme de aquí, destruir a un tirano, liberar a la humanidad y también al herrero que me forjó
.


¿Puedes salir de esta ciudad?


Puedo
.

¡Destruir a un tirano y liberar a la humanidad! ¿Qué mejor señuelo podía haberle tendido
Zemal
a un joven sediento de aventuras como yo?


¡Acepto!

Cuando tiré de ella, la espada salió limpiamente
.


¡No te muevas! —me dijeron los vigilantes, apuntándome con sus armas
.

Me volví hacia ellos empuñando a
Zemal.
Fue entonces cuando la hoja se iluminó. Por primera vez los ojos de los hombres contemplaron el brillo de la Espada de Fuego
.

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