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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (27 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Como su obsesión nutricia con Derguín. Aunque de muchacho había sido de buen comer, ella siempre lo encontraba demasiado delgado. Ahora resaltaba mucho más el contraste con su hermano Kurastas, que se subía constantemente el ceñidor de la túnica porque se le resbalaba hasta las ingles por la curva de la panza. Cuando su madre abrazó a Derguín, le palpó los hombros y las costillas como si fuera una ternera presta al sacrificio. Después se apartó de él y exclamó con voz horrorizada:

—¡Pero si estás en los huesos! —Pellizcándole las mejillas, añadió—: Eres todo ojos, y parece que se te van a salir los pómulos. ¿Es que no tienes a nadie cerca que te diga que te cuides?

—No lo atosigues, madre —dijo Kurastas. Él también abrazó a su hermano. Nunca habían congeniado demasiado bien, pero ahora su alegría al ver a Derguín parecía sincera.

Hacía frío para salir al patio, de modo que cenaron en un comedor del segundo piso. Mirika trató de cebar a su hijo con tortas de garbanzos y tomate, pato a la brasa, ensalada de patatas y cebollas crujientes y, sobre todo, pasteles de hojaldre ahogados en miel y espolvoreados con almendras y pistachos. Derguín tenía hambre, pero el estómago se le llenó con la primera torta y a partir de ahí tuvo que hacer esfuerzos para seguir picoteando. A cambio, El Mazo cumplió de sobra por él y unos cuantos más. Pese a las agotadoras jornadas de viaje, estaba embaulando como un corueco y había recuperado buena parte del volumen perdido durante su falsa muerte.

—¡Este hombre sí que sabe comer! —dijo la madre de Derguín, admirada y complacida de ver que al menos el amigo de su hijo le hacía honores a su mesa.

—Mi padre decía que el que no vale para comer no vale para trabajar ni para nada —respondió El Mazo.

—¿Trabajar? —se extrañó Derguín, levantando una ceja.

—Sí, trabajar. Es lo que llevo haciendo toda mi vida, ¿recuerdas?

Derguín se encogió de hombros y no añadió nada. Si El Mazo consideraba que sus etapas de forajido y pirata podían considerarse como oficios honrados, no pensaba discutírselo.

Los acompañó en la cena la esposa de Kurastas. Ya casi en los postres llegó Balía, hermana de Derguín, que tenía quince años más que él, acompañada por su marido, un bodeguero adinerado. A ambos los había avisado de la llegada de Derguín un criado despachado por Mirika.

Después de la cena siguieron charlando un buen rato, saboreando un vino dulce que había traído el esposo de Balía y picoteando pasas y anacardos fritos y rebozados en miel. Para Derguín fue agradable hablar de nuevo con su familia, aunque todos se empeñaran en que estaba muy desmejorado y las conversaciones acabaran derivando a los portentos celestes y los desastres que preocupaban a todo el mundo.

Por suerte, nadie le pidió que desenvainara a la presunta Zemal. En su última visita ya se la había enseñado, y Derguín sospechaba que les atemorizaban un poco su brillo, el olor a ozono y la forma en que erizaba los cabellos a quienes se acercaban.

Antes de retirarse a dormir, Derguín charló en un breve aparte con su hermano. Tras la muerte de su padre, habían arreglado las cuentas. Kurastas se quedó con la casa y todas las propiedades a cambio de mil quinientos imbriales. Además, Derguín se había llevado tres baúles de libros, algo que a Kurastas no le había hecho demasiada gracia.

—Acertaste al pedirme que no me los llevara —le dijo Derguín—. Incendiaron mi casa de Narak. Ahora son sólo ceniza.

—No fue culpa tuya —repuso Kurastas, apretándole el hombro—. Supimos que te acusaban de conspirar y de asesinar a ese amigo tuyo, pero nunca lo creímos. Los Narakíes siempre fueron unos intrigantes, ya te lo advertí.

De todos modos, pensó Derguín, si no hubieran ardido entonces, se habrían quemado después, cuando los gusanos de fuego arrasaron la ciudad. ¿Quién puede luchar contra lo inexorable?

Miró a su alrededor. Estaban en el despacho de su padre. Había allí más de cien libros, semiocultos entre las sombras. Derguín siempre los había visto como puertas abiertas a otros mundos, pero ahora pensó que antes de dos semanas esas puertas tal vez se habrían cerrado, reducidas a cenizas como el resto de Tramórea.

No le había dicho nada a su familia. Cuando el desastre amenaza a todo un mundo, ¿adónde huir? No existía rincón lo bastante lejano para estar a salvo. Si éstos habían de ser sus últimos días, mejor que los vivieran en paz.

—¿Por qué no te quedas en Zirna? —le preguntó Kurastas—. Aquí podrías volver a fundar tu academia militar, y nadie te trataría con envidia ni recelo. No sé qué tal andarás de dinero, pero yo te cedería la finca que tenemos cerca de Río Hirviente, e incluso pagaría la pintura y las reparaciones.

Derguín no estaba acostumbrado a tal generosidad en su hermano, y se preguntó si tan mal aspecto le veía para tratarlo con ese cariño. Emocionado con aquel breve retorno, llevaba toda la noche con un nudo en la garganta. Ahora tuvo que desviar la mirada para que Kurastas no se diera cuenta de que se le habían humedecido los ojos.

—Te lo agradezco mucho. Pero debo partir mañana mismo.

—No entiendo por qué tanta prisa. No sé qué asuntos pueden ser tan urgentes en Áinar...

—Créeme. Así debe ser. Pero cuando solucione esos asuntos, tal vez acepte tu propuesta. No sabes qué feliz me ha hecho volver a casa.

Derguín volvió a dormir en su antigua alcoba. Se tumbó boca arriba en la cama, con las manos tras la nuca, y observó cómo la luz del candelabro creaba bailes de sombras en el artesonado del techo. Le dolían las caderas y los muslos y se sentía agotado, pero esas molestias no eran nada comparadas con los extraños calambres y cosquilleos que le recorrían el cuerpo. Sobre todo el brazo derecho, el que más echaba en falta a
Zemal
. Pensó que tardaría en dormirse, como todas las noches. Pero algo debía tener su viejo lecho, porque casi sin darse cuenta el colchón de lana se convirtió en una laguna oscura, y él se hundió en las profundas aguas del sueño.

De nuevo caminaba hacia el pinar. Pasó junto a una aldea que no estaba allí, sino en Áinar. Un campesino salió de su choza y lo llamó a gritos. «¡Están violando a mi hija!». En otras iteraciones de su viejo sueño, Derguín intentaba evitarlo en vano. Ahora se limitó a seguir adelante. En la vida real, él había impedido que violaran a la chica. Además, en el examen para convertirse en Tahedorán le había destrozado el codo a Deilos, el culpable de aquella vileza. No tenía por qué seguir torturándose con ese recuerdo.

Pero no le iba a resultar tan fácil librarse de la vieja pesadilla. Lo comprendió cuando las tres lunas, que llevaban sin aparecer varias noches, se mostraron en el cielo dibujando un triángulo. Desde el pinar sopló un viento gélido que conocía y temía. Sus pies se levantaron del suelo, y voló sobre los pinos, incluso por encima de las faconias. Siguió subiendo. Vio bajo sus pies un mar de nubes del que sobresalían como islas los picos de las montañas, cubiertos de nieve en las que se reflejaba la luz de las lunas, violeta en unas laderas y verde en otras.

Tembló de frío y temor. Sabía dónde acabaría todo: en aquella llanura desierta, azotado por el viento de la cordillera negra, expuesto al ojo inmenso de las tres pupilas.

Sus pies pisaron el suelo. Había algo raro en él. Demasiado esponjoso, vibrátil, como un tremedal. Aunque no quería hacerlo, levantó la mirada al cielo.

Allí estaban las lunas, dibujando un triángulo. Pero ahora las tres eran rojas, y en cada una de ellas había tres puntos negros repitiendo el mismo diseño. Alrededor, tapando las estrellas, se intuía una vasta sombra nebulosa.

Era una inmensa cabeza, el yelmo del gigante que le había atacado en Narak.

¿Tubilok? ¿Era él en verdad el dios supremo y despiadado que amenazaba con una eternidad de frío y oscuridad?

Una mano se posó sobre su hombro. Los dedos eran calientes, lo único caliente en aquel lugar que no era la llanura que Derguín esperaba.

Se volvió. Bañados por una luz fantasmal, distinguió los rasgos delicados de Mikhon Tiq.

—¡Mikha! —exclamó.

Su amigo le saludó con una sonrisa triste. Derguín se preguntó si aquél era un sueño veraz, de los que salen por la puerta tallada en cuerno.

—Es un sueño, Derguín. Pero al mismo tiempo no lo es.

—¿Qué quieres decir?

—Hay otros reinos y otros mundos más allá de Tramórea que la mente humana no alcanza a comprender. Pero a veces, cuando dormís, las cadenas con que la razón y la costumbre sujetan a la mente se sueltan, y podéis recibir imágenes y visiones de esos mundos.

—¿Cuando dormís? Hablas como si tú no fueras humano...

—Mira a tu alrededor.

Derguín se volvió. La llanura se transformaba sin cesar. La alumbraban luces extrañas que parecían provenir del interior de los objetos y proyectaban sombras y colores inconcebibles. Del suelo se levantaban extrañas formaciones, rocas, plantas o tal vez animales, que se alzaban sobre sus cabezas, se retorcían, se unían y se volvían a separar en un baile de tentáculos y extraños apéndices, viscosos como jalea y restallantes como látigos. La misma tierra oscilaba, como si respirara, y rezumaba burbujas verdosas que flotaban hacia las alturas, se dilataban y se rompían emitiendo olores y tañidos metálicos que componían una armonía melancólica y a la vez vagamente amenazadora. Entre los apéndices cambiantes que brotaban del suelo se veían escaleras talladas en algo que bien podría ser carne palpitante, que se retorcían en ángulos imposibles y llevaban a puertas abiertas en el aire.

Si es que allí había aire. Pues por más que respiraba Derguín, aquel fluido no parecía nutrir sus pulmones. Era áspero y metálico, tan frustrante como beber arena. De no ser un sueño ya estaría muerto.

—También se puede morir en sueños, Derguín. ¿No sabes que hay gente que se duerme y ya nunca despierta?

La voz de Mikha sonaba extrañamente deformada. A Derguín le recordó cuando era niño y se bañaba con sus amigos en el lago, y hablaban debajo del agua jugando a adivinar las palabras que brotaban entre burbujas.

—¿Dónde estoy? ¿Dónde me has traído, Mikha?

Su amigo dejó de parpadear y sus pupilas se dilataron. Sí, eso era. Él, y no el malvado ojo celeste, lo había traído a este lugar de pesadilla.

—Es el lugar que temes, Derguín.

Derguín tragó saliva, o más bien lo intentó. Lo que bajó por su garganta era una canica de plomo.

—El Prates —musitó.

Derguín volvió a mirar en derredor. Todo seguía cambiando. Ahora el suelo giraba en un torbellino que los rodeaba y sólo ellos permanecían quietos, o tal vez era al contrario. Las escaleras que había visto empezaron a desaparecer peldaño a peldaño empezando desde abajo, hasta que sólo quedaron esas puertas sin marco, vanos abiertos en el aire que conducían a lugares que Derguín no podía ver. No eran huecos negros ni blancos, eran ausencias en sus ojos que le provocaban un dolor intangible dentro de las sienes.

Las puertas se esfumaron, pero el suelo engendró nuevas escaleras, y en el aire se abrieron más huecos, obscenos e inquietantes como esfínteres o bocas desdentadas.

—Sácame de aquí, Mikha. No puedo respirar.

—Aquí no necesitas respirar.

—¡Sí lo necesito! —jadeó Derguín, y trató de llenar el pecho con aquel aire que lijaba la garganta y los pulmones y olía a una mezcla de ropa mojada y metal recalentado.

En las alturas, los ojos de triple pupila parecieron mirar a un lado, todos a la vez. Sin rasgos que los rodearan, sin párpados ni cejas, no podían expresar emociones. O no deberían: porque Derguín habría jurado que brillaron con un destello de miedo antes de cerrarse y desaparecer.

Ahora que aquella mirada hostil había desaparecido, Derguín se dio cuenta de que el cielo estaba poblado de estrellas. Pero no eran como las que conocía. En aquel firmamento había grandes zonas negras, vacías, mientras que en otros lugares las estrellas se agrupaban en densos cúmulos blancos, rojos y amarillos, y no se veían pequeñas como cabezas de alfiler, sino redondas y gruesas como canicas celestes.

De pronto, un intenso pavor le encogió el corazón, y sus pulmones dejaron de respirar incluso aquel aire vacío y estéril. Había conocido el miedo: en sus pesadillas, en Uhdanfiún, cuando le atacó el corueco, cuando Togul Barok revivió en la isla de Arak, cada vez que se había enfrentado a Ulma Tor. Incluso, a pesar del ardor del combate, cuando cargó contra los pájaros del terror.

Esas sensaciones eran diminutas como un charco ante el mar comparadas con lo que experimentó en este momento. Sintió el impulso de postrarse de rodillas, mas sus piernas se habían convertido en dos tablones rígidos. El dolor en el pecho era tan intenso que pensó que podría matarlo. Cuando quiso volverse hacia Mikhon Tiq, el cuello no le obedeció.

Una sombra cubría las estrellas, devorándolas desde dentro. Derguín percibió una presencia imponente, gigantesca, cósmica, que venía hacia ellos como un depredador que ventea a la presa. No habría sabido explicar por qué, pero tenía la impresión de que algo los estaba olfateando, captando su olor desde distancias infinitas.

Su pesadilla recurrente siempre le había hecho sentir que entre las estrellas moraba un poder gélido y descarnado, implacable, ajeno a cualquier sentimiento humano. Ese temor que hacía que se levantara de la cama tiritando y con el corazón acelerado se había multiplicado ahora por cien.

Derguín deseó no haber conseguido nunca la Espada de Fuego, no haber salido de Zirna, no haber nacido.

—Son las implacables Moiras —le susurró al oído Mikhon Tiq.

Consiguió volver el cuello apenas unos centímetros. Los ojos de su amigo se veían negros como aquella noche despiadada. ¿Qué había ocurrido con sus pupilas?

No, eran las pupilas las que habían devorado al iris y extendían su negror por el blanco de los ojos. A Derguín le asaltó la aterradora impresión de que Mikhon Tiq tenía mucho que ver con la inmensa presencia que estaba llenando el cielo.

—¿Quiénes son las Moiras?

—A su lado incluso Tubilok es pequeño y débil como un ratón. Ellas deciden los destinos de los universos. Las Moiras juegan a los dados con mundos enteros y entretienen su tiempo eterno apostando entre ellas y estudiando con ojos de hielo el resultado de sus juegos infinitos.

Mikha le había puesto la mano en el hombro, pero su contacto no lo consolaba. Sus dedos le absorbían el calor del cuerpo, sus yemas se le clavaban como las garras afiladas de un esqueleto. Ya no quedaban estrellas en el cielo. El mortecino resplandor que alumbraba aquel mundo inhóspito surgía del suelo sembrado de excrecencias, una luz que era más bien una emanación hostil, como el pus fétido que brota de una herida a punto de gangrenarse.

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