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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (60 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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En el Bardaliut se recibió un mensaje amenazante de Undraukar:

—Tramórea es de los humanos. No pongáis vuestras zarpas en ella o lo lamentaréis.

Los dioses no se tomaron la amenaza demasiado en serio. Aun así Manígulat, que era más jactancioso que valiente, decidió enviar por delante a tres de sus súbditos —Ubshar, Kéraunos y Hamart— con la misión de destruir Etemenanki. Undraukar rechazó sus ataques con las armas de la torre y los dioses tuvieron que regresar con el rabo entre las piernas. Lo peor fue que los nanos que infestaban sus organismos se rebelaron contra ellos, y los tres murieron consumidos desde dentro, convertidos en montones de carne descompuesta y maloliente.

Al mismo tiempo, los sistemas del Bardaliut dejaron de ver el planeta, como si lo hubieran borrado de la existencia, y perdieron incluso el control del Cinturón de Zenort. A partir de entonces, los dioses dejaron de inmiscuirse en los asuntos de los humanos y se encerraron en sus propias existencias.

(
Hasta que aparecí yo, causé la muerte del Rey Gris y lo estropeé todo, pensó Derguín con amargura
.)

Cuando le pregunté a Tarimán qué había ocurrido con los ojos del dios loco, él me contestó
:


Los repartí entre criaturas que no eran dioses, pero tampoco humanos del todo. En eso también buscaba el equilibrio de poder
.

(
¡Los Kalagorinôr!
, pensó Derguín. El ojo que veía en el tiempo había acabado en poder de Linar, y el que escrutaba el espacio en manos de Kalitres. ¿Quién se había quedado con el ojo que leía los pensamientos?)


¿Y los dioses te lo permitieron?


Les obligué a que me los entregaran antes de encerrar a Tubilok. Sabía que, cuando ya no fuese un peligro para ellos, se olvidarían de todo lo que me habían prometido. Por eso me aseguré de que ninguno de mis hermanos se apoderaba de los ojos de los Tíndalos
.


¿Y qué pasó con la lanza?


Era demasiado peligrosa. La destruí
.

¡Eso no era cierto! Derguín apartó la vista del diario, y la imagen de Tarimán hablando en el adarve desapareció de su mente. En su lugar, recordó la parte inferior de la lanza de Prentadurt en manos de Ulma Tor, y luego de Mikhon Tiq. La otra parte la había visto en sueños en manos del Sabio Cantor de la Tribu, a quien se la quitó Togul Barok.

Por alguna razón, Tarimán no la había destruido. Pero no debía tener la conciencia tranquila cuando le había mentido a Zenort.

Quedaban muy pocas páginas en el diario. Derguín no pudo con la impaciencia y buscó el final. El último párrafo escrito parecía interrumpido.

No lo leas
, pensó. Estaba viendo todo lo que había visto Zenort, reviviendo sus sensaciones. ¿Qué ocurriría si leía la descripción de su muerte? ¿Pasaría por el mismo trance, del mismo modo que había pasado por el terror que experimentó Zenort en la puerta del Prates? ¿Moriría con él?

¡Qué estúpido soy!
, se dijo. ¿Cómo iba a escribir Zenort sobre su propia muerte? Para eso estaban los cronicones escritos por los amanuenses palaciegos. No obstante, volvió atrás sin leer las últimas líneas.

¿Dónde había dejado a Tarimán y Zenort? Despidiéndose.


No sé si volveremos a vernos en vida —dijo Tarimán
.

Yo me reí
.


¡Qué eufemismo! Te refieres a que no sabes si yo estaré vivo la próxima vez que me veas
.


Me parecía poco delicado decirlo
.


No me voy a ofender por eso, Tarimán. Sé que soy mortal, y siempre lo he sabido, aunque nací en una ciudad que renunció a su alma por convertirse en eterna
.

Tarimán debió pensar que me iba a poner a filosofar sobre la fugacidad del tiempo y la vida, y es posible que fuera así, porque en los últimos años me he vuelto muy propenso a soltar largos discursos. Debe ser cosa de la edad, supongo
.

Lo cierto es que me interrumpió para decirme
:


Quiero hacerte un regalo
.


¿Te parece poco Zemal? —dije tocando la empuñadura de mi espada
.

(
Mi espada
, pensó Derguín. Zenort debía ser el único que había pensado en la Espada de Fuego como suya. Los demás Zemalnit eran conscientes de que
Zemal
era un préstamo. De por vida, pero préstamo al fin y a la postre.)


Sé que ese regalo acarrea complicaciones. La energía de un arma de poder puede causar alteraciones en el cuerpo y en la mente
.


No tienen importancia —le dije, y en verdad no habría renunciado a
Zemal
por nada, pues sabía que sin ella me sentiría mucho peor y a la larga me volvería loco
.


En cualquier caso, quiero que te quedes con esto
.

El dios me entregó una garrafa de cristal recubierta de mimbre
.


¿Ahora te dedicas a fabricar vino? —le pregunté
.


Esta bebida sabe mucho peor y no alegra el espíritu, lo siento. Es una mezcla de proteínas, azúcares y metales
.


¿Una poción mágica para que este viejo recupere su lozanía?


No exactamente. Está llena de nanos, pero no son rejuvenecedores
.

No se lo confesé, pero lo cierto es que me sentí decepcionado. Sin embargo, cuanto Tarimán me explicó el efecto de aquellos nanos despertó mi interés. Ahora bien, pensé, ya podría haberme regalado esa curiosa mixtura, cuando yo era joven. Mucho me temía que si a mi edad aceleraba mi organismo dos o tres veces, sólo iba a conseguir romperme los huesos o sufrir un ataque al corazón
.

—¡La Mixtura! —exclamó Derguín. En Uhdanfiún le habían contado que su secreto y el de las aceleraciones eran herencia de Áscalos. Otra mentira o error de los historiadores Ainari, siempre dispuestos a atribuir a su país todos los grandes logros.

En ese momento sonó un trueno que retembló entre aquellas paredes y muros en ruinas. Derguín cerró el libro y dio un respingo. Con el rabillo del ojo había visto un relámpago muy intenso que resplandecía a lo lejos. Pero el cielo se hallaba despejado, salvo al oeste, donde se divisaba una extraña formación de nubes que formaban una línea tan recta y alargada como si siguieran una calzada celeste. No obstante, no tenían aspecto de nubes de tormenta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó El Mazo, levantándose del banco.

—Algo muy ruidoso para que incluso tú te despiertes —respondió Derguín.

—Sigue sonando mucho ruido —dijo la cabeza de Orfeo.

—Yo no lo noto —dijo El Mazo.

Derguín aguzó el oído. Sólo escuchó el soplo del aire y el rumor de las olas lejanas. Luego se dio cuenta de que los pájaros habían dejado de cantar y de que el arrullo del mar sonaba más fuerte que antes, como si se hubiera desatado una tempestad.

—Observo que debéis tener los tímpanos llenos de cera —dijo Orfeo—, pues de lo contrario resulta inaudito, y espero que captéis el juego de palabras, que no os percatéis de que ese ruido que llega del mar no puede ser natural teniendo en cuenta las actuales condiciones atmosféricas.

—Para lo que te he entendido, puedes seguir hablando en Arcano —repuso El Mazo.

—Vamos a investigar —dijo Derguín, guardando el diario de Zenort en las alforjas.

Entraron en la plaza, la atravesaron y se dirigieron hacia la muralla por una calle que en tiempos, cuando había casas a ambos lados, debió de ser un pasaje angosto. La mayoría de las escaleras que subían al adarve estaban tan ruinosas que inspiraban muy poca confianza, pero al fin encontraron una que parecía más sólida y treparon a la muralla.

Desde las almenas no se veía el mar, porque al otro lado se levantaba un peñasco negro y afilado que tapaba la vista. Caminaron hacia la izquierda hasta llegar a una torre de vigilancia que estaba casi intacta. Subieron por la escalera de caracol y salieron a la azotea de la torre.

—¿Qué diantres es eso? —exclamó El Mazo.

Desde allí arriba tenían una perspectiva muy clara de las aguas del estrecho. Al oeste, a seis o siete kilómetros, navegaba una flota de entre quince y veinte veleros. Derguín pensó que seguramente se dirigían a Zenorta; para su desgracia, les iba a resultar muy difícil llegar.

Entre las dos líneas de barcos que componían la flota se había empezado a formar un remolino tan grande que no podía tratarse de un fenómeno natural. A su alrededor se divisaban largas líneas de espuma que convergían hacia el centro como los radios de una rueda y que poco a poco se curvaron hasta convertirse en una especie de espiral.

—¡No deja de crecer! —dijo El Mazo—. ¡Es imposible!

—¿Viste alguna vez algo así cuando navegabas con Narsel? —preguntó Derguín.

—¿Como eso? ¡Jamás! Si nos hubiéramos topado con algo así, no te lo estaría contando.

El centro del remolino se estaba hundiendo, formando un monstruoso embudo cuyo diámetro no cesaba de aumentar. Desde allí los veleros parecían tan pequeños e indefensos como barquitos de papel de seda, y el vórtice jugaba con ellos como si en realidad lo fueran. El fragor del agua sonaba cada vez más fuerte, como miles de vacas mugiendo a la vez. Cerca del torbellino debía de resultar ensordecedor.

—¿Y tú, nuestro erudito amigo? —preguntó Derguín, dirigiéndose a Orfeo—. ¿Puedes explicarnos qué está pasando?

—Es evidente que se ha producido una turbulencia giratoria en las aguas, conocida por el vulgo como remolino —contestó la cabeza.

—Eso podría haberlo dicho yo, amigo —dijo El Mazo.

—Si te percataras de que las pausas retóricas en el discurso no significan que te corresponde el turno de palabra, habrías oído el resto. Esa turbulencia creciente sólo puede deberse a que en las profundidades está ocurriendo algún fenómeno violento que produce un efecto de succión.

—¿Y qué fenómeno puede ser? —preguntó Derguín.

—A pesar de que a mí mismo me parece un símil harto absurdo, es como si alguien hubiera abierto el desagüe de una pileta, pero a una escala mucho mayor.

Como bien decía Orfeo, sonaba absurdo. Sin embargo, la impresión que daba el remolino desde aquella distancia era exactamente ésa.

Los barcos giraban ya muy cerca del borde interior del torbellino. El vórtice no tardó en engullir al primero, y después al segundo, al tercero y a todos los demás. Al principio no desaparecían, sino que se los veía dando vueltas en el interior del embudo, pero al cabo de un rato se perdían de vista entre las sombras y la turbulencia.

—Parece que ése va a tener mejor suerte —dijo El Mazo.

Uno de los barcos había conseguido capturar un viento propicio. Durante un rato permaneció clavado en el mismo sitio; las aguas pugnaban por arrastrarlo a su seno y el aire por empujarlo hacia la costa. Derguín se descubrió a sí mismo con los puños apretados y diciéndole «Ánimo, ánimo» al velero.

—¡Lo va a conseguir! —exclamó El Mazo—. ¡Vamos, vamos! ¡Bravo por el capitán de esa nave!

Poco a poco, el viento ganó la batalla y el barco se alejó de la influencia del vórtice. Éste ya había dejado de crecer, aunque durante un rato siguió teniendo el mismo tamaño monstruoso y rugiendo con tanto estrépito como la peor de las galernas.

—Bajemos al puerto —dijo Derguín—. Vamos a ver qué motivo puede haber traído a una flota a un lugar tan solitario como éste.

Cuando llegaron al puerto con los caballos, el barco ya había atracado en la ensenada y se encontraba amarrado a uno de los dos bolardos que quedaban sobre el malecón. El pabellón amarillo que ondeaba en el palo mayor tenía bordado un karchar, y así se llamaba la nave:
Karchar Gris
.

La tripulación de la nave estaba desembarcando por la pasarela. Sobre todo, bajaban caballos, muchos caballos.

—No entiendo nada —dijo El Mazo mientras se acercaban—. ¿Tratantes de caballos en este lugar perdido? ¿A quién demonios pretenden vendérselos?

—Me temo que no son tratantes. ¿Ves a ese tipo larguirucho que abraza al joven pelirrojo que llora?

—Lo veo.

—Pues es mi amigo Ahri, el antiguo Numerista.

—¿Y eso que significa?

—Que me temo que en esos barcos que se ha tragado el abismo viajaba gente de la Horda.

Derguín añadió para sí:
Y seguro que con ellos iba Kratos
.

CIUDAD DE NARDAY, AGARTA

L
legaba la hora del sol marrón y la luz rojiza que bañaba Agarta empezaba a debilitarse. Como casi todas las tardes, había caído un aguacero sobre Narday, capital de las Atagairas. La lluvia había refrescado el ambiente y reducido la humedad que saturaba el aire. En los pináculos dorados de las trece torres del palacio y las tres cúpulas de baldosas esmaltadas los reflejos se opacaban. Era la hora de encender antorchas y luznagos en las ventanas y las terrazas. Así, cuando las mujeres de Narday levantaran la mirada hacia el complejo de edificios levantados sobre el peñón que se alzaba sobre la bahía y vieran todas esas luminarias encendidas en la negra noche, sabrían que su reina era feliz y que quería compartir su dicha con ellas.

En cuanto el sol terminara de apagarse en las alturas, se celebraría un banquete al que asistirían novecientas invitadas, todas ellas guerreras Atagairas de menos de treinta años y procedentes de familias ajenas a la nobleza. La cifra de comensales la había decidido la reina en persona por motivos relacionados con la satisfacción que la colmaba aquel día, séptimo de su glorioso reinado.

Teanagari la Grande acababa de cumplir cuarenta años. Una edad que, según rezaban los proverbios, suponía la plenitud de una Atagaira. Ella no estaba tan segura. Desde hacía un tiempo se levantaba por las mañanas con los dedos dormidos, algo que no le había ocurrido nunca cuando era más joven. También tenía las digestiones más pesadas y sufría otras molestias corporales relacionadas más con la evacuación de los alimentos que con su ingesta.

Pero en otros sentidos sí se hallaba en su apogeo
1
personal. Cuando recapitulaba sobre su pasado, no se habría cambiado por la princesa Teanagari de hacía diez años. Por aquel entonces tenía que contemplar cómo su madre, la reina Teanidil, acababa de cumplir los cincuenta y cinco mientras gozaba de una frustrante buena salud. ¿Por qué Teanidil había tenido la nefasta idea de alumbrar una hija siendo tan joven? ¿Para humillarla ante la corte, que veía cómo Teanagari entraba en una edad apropiada para gobernar y, sin embargo, debía permanecer de pie y en silencio junto al trono de su madre mientras ésta recibía a las embajadoras de otros reinos y se dedicaba a transigir con sus exigencias?

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