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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (59 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¡Estúpidos! —gritó Taniar—. ¡Acabad con él!

Cuando lo intentaron, fue demasiado tarde. A los ojos de Zenort, Tubilok simplemente desapareció. Luego supo que se había convertido en un ser de materia oscura, una especie de fantasma detectable tan sólo con instrumentos muy refinados. No podía hacer daño a los demás, pues la materia oscura no interactuaba con la normal. A cambio, ellos tampoco podían dañarlo a él.

Mientras los dioses debatían entre sí qué hacer a continuación, Himíe decidió liberar a Manígulat. Cuando el antiguo rey de los dioses salió de su encierro y quiso recuperar su antiguo puesto, hubo un par de dioses que se lo disputaron. El violento tratamiento al que los sometió el dios del rayo los convenció de que continuaba siendo el más poderoso. Aun así, no pudo hacer nada contra Tubilok, del mismo modo que éste no podía hacer nada contra él. Estaban en tablas.

Zemal
habló entonces.

—Zenort, diles que si quieren derrotar del todo a Tubilok deben sacar a Tarimán del Prates.

Zenort hizo lo que le pedía la espada. Los dioses, sobre todo el soberbio Manígulat, eran reacios a seguir las instrucciones que les dictaba un simple mortal. Pero Taniar los convenció de que le debían un mínimo agradecimiento, y además el consejo del humano parecía razonable. Para deshacer el empate en esa partida, necesitaban al mejor jugador de ajedrez.

De modo que Zenort volvió a ver la cúpula de Tártara, ahora bajo la luz del sol, pues los dioses se compadecieron lo bastante de los humanos como para devolver la luna roja a su órbita. La nave que los llevaba a él y a Taniar atravesó la pantalla osmótica y voló miles de kilómetros por el túnel de Klein hasta llegar a las puertas del Prates.

Allí montaba guardia Gandu. Pero Tubilok, convertido en fantasma, ya no podía mandarle instrucciones y el monstruo sólo era una estatua inerte de metal.

Gracias a la clave que le dictó
Zemal
, Taniar pudo abrir una de las puertas del Prates, la que llamaban «cámara de descompresión». Zenort conoció por fin al creador de la Espada de Fuego, y Tarimán conoció al primer Zemalnit.

Al ver al dios herrero, Taniar le dijo:


¿Qué te ha ocurrido ahí dentro? Parece que hubieras envejecido cien años
.

Tarimán no contestó. Ni siquiera pareció reparar en nuestra presencia. Se le veía muy demacrado, con el rostro chupado y surcado de arrugas. No era la imagen que me esperaba de un dios. Su gesto me recordó a imágenes de la vieja Tierra que mostraban prisioneros de campos de concentración donde encerraban a pueblos enteros para exterminarlos
.


Entonces tenemos un pacto —murmuró Tarimán—. Si él lo intenta de nuevo tendréis las manos libres. Pero debéis conocerlos antes de destruirlos
.


¿Con quién estás hablando, herrero? —le preguntó Taniar
.

Tarimán pareció reparar por fin en nosotros y levantó la mirada
.

En ese mismo momento, noté que algo atravesaba mi cuerpo. Sentí un escalofrío que no era físico ni mental, un temblor que estremeció la misma esencia de mi ser, y percibí un poder inconcebible y amenazador flotando en el aire
.

Fue una sensación muy breve, pero me hizo doblarme sobre mí mismo de revulsión y dolor, y tuve que hacer grandes esfuerzos para no vomitar
.


Yo también lo he notado —murmuró la diosa de la guerra. Su rostro oscuro se había puesto verde como una aceituna—. Algo ha entrado desde el Prates. ¿Qué has dejado pasar a nuestro universo, herrero?

Allí no había gravedad. Pero Tarimán poseía el poder de volar, como todos los dioses, y flotó hacia nosotros. A su espalda, la puerta que cerraba la cámara de descompresión se cerró
.


No está en mi mano dar entrada ni negársela a ciertas entidades —dijo con voz débil
.

(Derguín se estremeció al leer estas páginas. La sensación de la que escribía Zenort la había experimentado en sus propias carnes mientras leía. Ahora mismo notaba en la garganta la acidez del vómito que había logrado regurgitar antes de arrojarlo por la boca. También había visto el pavor en los ojos de Tarimán, y supo que era el mismo terror cósmico que había encogido su corazón en el sueño en que intuyó a las Moiras.

Pero lo peor era la sospecha que lo asaltaba y en la que no quería ni pensar, una intuición sobre la verdadera naturaleza de esas entidades que habían atravesado la puerta del Prates con Tarimán.

Somos los que esperan a los dioses
.

¿En qué había dejado Mikha que lo convirtieran?

No, no podía ser. No quería que fuese.)

Tarimán poseía una mente poderosa. Pese a la aterradora experiencia de su paso por el Prates, enseguida comprendió la nueva situación y decidió aprovecharla.

—Sé cómo derrotar a Tubilok —le dijo a Taniar—. Pero tendréis que aceptar mis condiciones.

Allí mismo, delante de Zenort, se llevó a cabo la negociación. El joven mortal apenas se enteró, pues sólo captaba palabras sueltas que intercambiaban Tarimán y Taniar. Pero ambos estaban en contacto con el Bardaliut y los demás dioses gracias a dispositivos incrustados en sus cabezas. El debate se prolongó durante horas. Sin darse cuenta, Zenort se quedó dormido, flotando en el centro del túnel de Klein.

Despertó cuando una enorme mano lo sacudió por un hombro. Al abrir los ojos, vio ante sí el rostro barbudo y ojeroso de Tarimán.

—Despierta, amigo. Éste no es sitio para un humano, ni tal vez para nadie. Vámonos de aquí.

Taniar había desaparecido. Fue Tarimán quien lo llevó de vuelta a Tramórea por el interior del túnel de Klein.

Ahora que me veo próximo a la muerte, lo que más lamento es no haber llegado a contemplar las maravillas de Agarta. Debería haberle pedido a Tarimán que me llevara por el puente de Kaluza para ver el interior del planeta, pero no lo hice, y luego ya no volvió a presentarse la ocasión
.

El pacto de Tarimán era el siguiente: los dioses se mantendrían en el Bardaliut, donde disponían de espacio y recursos de sobra. No volverían a utilizar a los humanos como piezas en sus siniestros juegos de poder ni como juguetes sexuales. Si querían abandonar las cercanías de Tramórea o incluso el sistema solar, estaban en su derecho de hacerlo.

Por supuesto, no trastearían con el Prates. La interfase entre dimensiones seguiría aprovechando el flujo de energía, pero no se abriría más. De lo contrario, el peligro era la destrucción total de todos ellos.

—¿Y tú qué, Tarimán? —le habían preguntado los dioses—. ¿Vas a quedarte en Tramórea manipulando como es tu costumbre?

No, había respondido él. Sería uno más en el Bardaliut. Además, después de pasar una temporada en el Prates, prefería estar lo más lejos posible de aquella puerta al infierno.

—Está bien. —Manígulat habló en nombre de todos los demás—. Aceptamos tus condiciones. Tramórea para los humanos. Pero sólo si consigues librarnos de Tubilok.

Mientras Tarimán le explicaba todo esto a Zenort, la nave que los llevaba dejó atrás el túnel de Klein, atravesó la pantalla osmótica y salió al aire libre. Ante ellos, la cúpula que cubría Tártara reflejaba un cielo sin nubes, mientras la parte inferior de la esfera era una sombra negra entre tinieblas.

El joven humano, sin desenvainar la espada, se la tendió a Tarimán.

—Toma. Te pertenece.

El herrero abrió la palma de su enorme mano y empujó la espada hacia el pecho de Zenort.

—No. Yo no soy hombre de armas. —Había dicho
hombre
, observó Zenort—. Has sabido empuñar a
Zemal
con coraje y honor.

Tarimán preguntó a Zenort si quería que lo llevara de vuelta a Tártara, ya que gracias a la espada podía atravesar de nuevo el campo de estasis. El joven se lo pensó tan sólo unos segundos. Teniendo un mundo tan vasto que explorar y que además se parecía tanto al pasado remoto que él amaba, un mundo en el que un hombre armado con una espada podía ser un rey, ¿cómo iba a encerrarse de nuevo bajo aquella cúpula y respirar aquella atmósfera triste y decadente?

«Lo siento, Iborne», pensé, y me dije que más adelante, cuando pasaran los años, regresaría. Había muchas personas en Tártara que se habían convertido en caracoles, lentos, timoratos, encerrados en su concha y apegados al suelo. Pero también había otras que merecían saber que el mundo exterior ya no era tan peligroso para ellas
.

Además, por cada treinta y dos años del mundo exterior, en Tártara sólo pasaba uno. Encontraría a todo el mundo prácticamente igual. Bien distinto, sin embargo, me verían ellos a mí
.


Me quedo en Tramórea —contesté
.


¿Dónde quieres que te deje?

Me encogí de hombros
.


Donde me encontró Taniar
.

Así hizo Tarimán. Su nave se posó al lado de la Torre de Sangre, y allí nos despedimos. Pero antes de irse, él se inclinó y habló en susurros con la empuñadura de la espada. No pude distinguir las palabras que pronunciaba Tarimán, pero me pareció que eran de amor. ¡Tanto debía querer el herrero a sus creaciones!

Durante muchos años, Zenort no volvió a saber nada de Tarimán. No recibir noticias era una buena noticia en sí misma. Las lunas siguieron su curso habitual, las plantas volvieron a florecer y los campos dieron frutos y grano en abundancia. Al sur de la Torre de Sangre, lo bastante lejos de Tártara como para no tener a la vista el inquietante horizonte del abismo que la sustentaba, Zenort fundó una ciudad, Zenorta. La ciudad prosperó y sus habitantes lo nombraron rey. Zenort se casó con Igrandir, una joven rubia de hermosos ojos azules, y tuvo cuatro hijos con ella, algo que en Tártara habría sido impensable y casi blasfemo. Siguió practicando con la espada y creó una nueva arte marcial, el Tahedo, en la que instruyó a jóvenes seguidores.

Y en ningún momento se le pasó por la cabeza regresar a su ciudad natal.

(Derguín pasó páginas rápidamente. En otro momento leería la historia de los primeros años de Zenorta para enterarse de cómo civilizaron las tierras del este, navegaron por el mar de Kéraunos y colonizaron el sur de la isla de Bornelia. Pero ahora quería averiguar más sobre Tarimán y su lucha contra Tubilok. ¿Acaso Zenort no sabía nada más?

—¡Ah, aquí está! —exclamó Derguín en voz alta. Había encontrado el nombre de Tarimán, ya muy cerca del final del diario.)

Zenort tenía ya setenta años y la barba y el cabello blancos cuando una noche de verano salió a pasear por el adarve de la muralla que rodeaba la ciudad. Cada vez dormía peor. Con la edad, el sueño de los ancianos suele volverse más ligero. Él, además, sufría de insomnio por culpa del poder de Zemal, que le producía una especie de estado eléctrico que alteraba sus nervios y aceleraba tanto sus pensamientos que le resultaba casi imposible no ya dormirse, sino incluso cerrar los ojos.

(
¡Es lo mismo que me ocurre a mí!
, pensó Derguín.)

Quien no debía tener problemas de desvelo era el soldado que montaba guardia en aquel tramo del muro. Se había sentado con la espalda apoyada en una almena y dormía a pierna suelta. Zenort iba a reprenderlo cuando oyó una voz grave a su espalda.

—Su sueño es innatural, majestad. No lo castigues. Quería un poco de intimidad para charlar con un viejo amigo.

Zenort se volvió, y tuvo que levantar la cabeza para mirar a los ojos al gigantón de barba roja que le sonreía.

—¡Tarimán!

—Así me siguen llamando.

Se dieron un abrazo que casi le costó una costilla rota a Zenort. Después, el dios herrero le brindó muchas explicaciones sobre todo lo que había acontecido desde la última vez que se vieron.

Tal como le habían pedido los demás dioses, Tarimán había logrado encerrar a Tubilok. Lo había hecho rodeándolo con anillos de energía negativa de los que no podría huir mientras su cuerpo fuera de materia oscura, y derramando después sobre él toneladas de lava fundida para que no pudiera revertirse a materia normal.

Tarimán había cumplido su palabra. Pero, como se temía, los demás dioses no lo hicieron.

—¿Creías que yo, señor supremo de los Yúgaroi, me iba a considerar atado por una promesa hecha a un tullido como tú? —se jactó Manígulat.

Tarimán nunca había sido el más valiente de los dioses, pero la imagen que ofrecía desde su estancia en el Prates era la de alguien cuyo espíritu se había roto. Fingiendo humildad, abandonó la presencia de Manigulat cabizbajo y arrastrando los pies.

En realidad, no había pies que arrastrar. Lo que Tarimán había dejado en el Bardaliut era un fantasma lo bastante sólido como para engañar a todos los demás. Para darse cuenta tendrían que haberlo tocado con cierta insistencia. Pero los dioses evitaban el contacto físico entre ellos, a no ser que se tratara de sexo. Como a nadie se le pasaba por la cabeza acostarse con Tarimán, no se dieron cuenta de que no era más que un montón de partículas magnetizadas flotando unidas en el aire y proyectando sonidos.


Como puedes observar —me dijo Tarimán—, ahora tengo mucho mejor aspecto que cuando salí del Prates. Pero ellos no lo saben
.

Las mejillas del dios volvían a estar llenas, sus hombros y sus bíceps abultaban como calabazas y sus pectorales llenaban el mandil de cuero
.


Es cierto —le dije. Señalando a la pierna tullida, pregunté—: ¿Y eso?

Tarimán se frotó la rodilla con un rictus de dolor
.


Hay heridas que ni siquiera los dioses pueden curar
.


Hablando de los dioses, ¿cómo es que no hemos sabido nada de ellos, si no han respetado su promesa?

La razón era que Tarimán se había asegurado de que sí la respetaran. Para ello había llegado a un acuerdo con un viejo enemigo de los dioses, el único mortal en Tramórea que, protegido en la torre de Etemenanki, se mantenía a un nivel tecnológico equiparable al de los Yúgaroi: el anciano Undraukar, que durante los siglos posteriores sería conocido como el Rey Gris por el color plateado de la servoarmadura que protegía su cuerpo.

Durante los últimos años, Tubilok había dejado tranquilo a Undraukar a cambio de que no saliese de su encierro en Etemenanki, pues lo consideraba inofensivo. Pero Tarimán procuró que no lo fuese. Para hacerle más peligroso, le reveló conocimientos secretos con los que Undraukar podría acceder a ciertos sistemas del Bardaliut. No a todos ellos, pues no quería que llegara a convertirse en un nuevo tirano mundial como Tubilok. A cambio, el propio Tarimán se guardó algunos trucos, mecanismos y conjuros escondidos en Etemenanki para asegurarse de que su nuevo aliado no se desmandaba mucho. Lo que deseaba el dios herrero era un equilibrio de poder en que los bandos no se hiciesen la guerra y dejasen a los simples humanos en paz.

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