El corazón de Tramórea (61 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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No, Teanagari no cometería el error de engendrar una hija que pudiera cultivar ambiciones propias. Cuando ella muriera —si es que no le quedaba otro remedio que morir—, que las Atagairas lucharan entre sí para buscarle una sucesora. De ese modo, cuando se debilitaran en guerras intestinas, echarían la vista atrás y recordarían con añoranza la época dorada de Teanagari la Grande.

Mientras los sirvientes preparaban la sala para el banquete, Teanagari disfrutaba de las últimas horas del día en su lugar favorito del palacio, un gran balcón que dominaba el puerto de Narday. Dicho balcón estaba orientado hacia el sur, de tal manera que el puente de Kaluza quedaba a su espalda. Ella lo prefería así. El tamaño de aquella estructura era un recordatorio de que existían cosas más grandes que la propia Teanagari. Por supuesto, si levantaba la vista lo suficiente podía ver cómo, más allá del sol, el puente seguía subiendo hasta alcanzar el Reino Celeste. Pero no tenía la costumbre ni la afición de torcer tanto el cuello como para eso.

En un rincón de la terraza, una niña tocaba un arpa y otra la acompañaba con una flauta doble. Varios incensarios quemaban barras de resinas aromáticas mezcladas para la ocasión por la maestra perfumista. Teanagari estaba sentada en un diván tallado en madera de silandro, contemplando cómo una patrulla de galeras entraba en el puerto. Desde allí las naves de remos, pintadas de vistosos colores, parecían escolopendras gigantes agitando sus patas en el agua.

A la reina le bastaba extender la mano cargada de anillos para que el esclavo blanco, un soberbio ejemplar capturado allende las fronteras, le tendiera un batido de anilada espolvoreado con canela y servido en copa de electro. Mientras, el macho negro, otro magnífico espécimen, la abanicaba con un flabelo de plumas de terón azul. Ambos estaban depilados y ungidos de aceite; la luz de las lámparas arrancaba reflejos untuosos a su piel y resaltaba sus músculos. Tan sólo vestían unos sucintos taparrabos, tan ceñidos que revelaban que el verdadero motivo de Teanagari para escogerlos como esclavos personales no era la habilidad con que manejaban el abanico o le servían la copa. Un tercer varón atendía a la reina, pero éste no era de raza animal, sino Atagairo. Arrodillado ante la tumbona, el hombrecillo terminó de hacerle la pedicura en el pie izquierdo y pasó a las uñas del derecho.

Todo era perfecto. Sin embargo, cuando la visir Kadmal se presentó ante ella para anunciar que una capitana del 13
er
batallón solicitaba audiencia, aquel estado de beatitud se estropeó.

Para siempre.

—¿Ahora recibimos a capitanas? —preguntó Teanagari.

La madre de Kadmal había sido visir de la anterior reina. Para demostrar su lealtad a Teanagari, Kadmal la había estrangulado con un pañuelo de seda. Tenía treinta y cinco años, pero parecía mayor por una afición a los dulces que la había hecho engordar como un manatí.

—Majestad, se trata de un asunto grave e inesperado.

—¿No puede esperar hasta mañana? Estoy muy ocupada.

Era difícil saber si Kadmal la estaba mirando, porque tenía los mofletes tan gordos que le apretaban hacia arriba los ojos y los convertían en dos rendijas.

—El 13
er
batallón ha sido aniquilado, majestad.

—¿Aniquilado? —El corazón de Teanagari dio un vuelco.

—Sólo han sobrevivido veinte guerreras y la capitana que quiere informarte.

Teanagari se retrepó en el diván y bajó los pies al suelo. El varón se apresuró a apartarse a un rincón, cerca de las niñas que tocaban, y adoptó la actitud callada e inmóvil de un mueble. Los dos machos animales retrocedieron unos pasos.

—Ese batallón se encontraba acantonado en la frontera de Surdumbria —dijo la reina—. ¿Cómo ha podido ocurrir?

Lo que Teanagari quería decir era que Surdumbria había sido uno de los primeros reinos en caer bajo su égida, y estaba más que pacificado. Otra cosa bien distinta habría sido que el incidente ocurriera en las fronteras exteriores con las Tierras Salvajes.
2

Precisamente por su labor como pacificadora se la conocía como Teanagari la Grande. Una labor que había durado siete agotadores años. Todo había empezado cuando, a los treinta y tres, la entonces princesa decidió solucionar la enojosa cuestión de la salud de su madre llenándole la boca y la nariz de algodón y pegándolo con esparadrapo, todo ello mientras dormía. Aquella forma de ascender al trono tuvo su pizca de originalidad: más de una monarca Atagaira había fallecido ahogada en el lecho, pero lo más habitual era recurrir a una vulgar almohada. Teanagari siempre había destacado por una inteligencia inventiva y audaz, nunca entorpecida por las cortapisas de la moral o los escrúpulos, y no le complacía en absoluto recorrer senderos ya trillados por otras mentes.

Después del matricidio, su primer acto de gobierno había sido invitar a su palacio a la reina de Surdumbria, aliada en su guerra contra Ristal. Una vez allí, la había asesinado. No como sugería Kadmal, recurriendo al viejo procedimiento del accidente de caza, sino ejecutándola en la plaza mayor de Bearnia.

Desde ese día, Teanagari había iniciado una larga serie de campañas contra los demás reinos de las Atagairas. Primero cayó Surdumbria, luego Uliria, Ristal y, por fin, el levantisco Yr. Siete años de guerras para convertir los Cinco Reinos en uno solo.

Por eso se celebraba esta noche el banquete: para festejar que Teanagari se había convertido en soberana absoluta de las Atagairas. Eso venía a significar que era la única gobernante verdadera de Agarta, puesto que el resto de sus habitantes eran animales, escoria que sólo servía para recibir latigazos y llevar una argolla al cuello.

Las jóvenes convocadas a la cena se convertirían esa noche por edicto real en la nueva aristocracia de Atagaira. El número de asistentes no era azaroso. Esa misma mañana, Teanagari había hecho ahorcar a novecientas mujeres, tantas como invitadas debían sustituirlas.

La ejecución había resultado un éxito. Todas las condenadas habían sido ahorcadas a la vez en un enorme cadalso y de una forma innovadora. En el método tradicional, se abría una trampilla en el patíbulo para que la caída repentina de la víctima le partiera el cuello por su propio peso. Pero Teanagari había dispuesto que, tras ceñirles el dogal al cuello, izaran a las condenadas mediante poleas. Eso había exigido una verdugo por cada reo. Pero el espectáculo de tantas mujeres pataleando en el aire había merecido la pena. Además, había proporcionado una diversión más prolongada a las miles de súbditas que se agolparon en la plaza para presenciar la justicia de la reina.

El delito de aquellas novecientas mujeres consistía en tener algún grado de parentesco con las casas reales y nobles de los cuatro reinos conquistados por Teanagari. Lo habían pagado deleitando a la concurrencia con sus rostros purpúreos, sus gorgoteos, sus lenguas tumefactas y, en muchos casos, los chorros de orina que habían caído por sus piernas desnudas. Pues, por supuesto, Teanagari había ordenado que las despojaran de todo ropaje antes de la ejecución, como si en lugar de Atagairas fueran carne de argolla.

—Majestad...

El carraspeo de Kadmal sacó a Teanagari de sus pensamientos. A veces se quedaba abismada en ellos durante unos segundos, pero en otras ocasiones sus lapsus podían durar varios minutos sin que ella fuera consciente, y sin que nadie de la corte real osara decírselo.

—Sí, Kadmal.

—Te contaba que lo sucedido con el 13
er
batallón es de lo más extraño. Tal vez prefieras que la misma capitana te lo cuente. Trae prisioneros con ella. Son un macho carne de argolla y una hembra que habla el idioma de las mujeres.

Aquello llamó la atención de Teanagari.

—¿Una hembra que habla como una Atagaira? Eso sí que es algo inusitado. ¡Tráelos a todos ahora mismo!

Minutos después, quince guardias con capas y armaduras verdes subieron la escalinata que conducía a la terraza desde el nivel inferior del palacio, y se unieron a las cinco que vigilaban junto a la balaustrada. Con ellas traían a los cautivos, vestidos con túnicas de arpillera. Los dos venían descalzos, con las manos atadas a la espalda y argollas de hierro en el cuello. El macho animal tenía el blanco de los ojos tan amarillo como la yema de un huevo, una peculiaridad que Teanagari no había visto jamás. La hembra era alta, de piernas y brazos musculosos como una Atagaira; pero no podía ser una de ellas, pues tenía la melena negra y la piel morena.

Las guardias hicieron arrodillarse a los prisioneros. La captora de éstos se presentó como la capitana Zíndira. Al cuadrarse ante la reina, las placas de madera lacada que formaban su armadura resonaron como un xilófono. Era una mujer joven, de estatura mediana y ojos entre azules y verdes, con los brazos tan delgados que los bíceps se le marcaban como pequeñas manzanas.

—¿Qué tienes que decirme, capitana Zíndira? —preguntó la reina sin más preámbulos.

—Majestad, es mi triste deber informarte de que el 13
er
batallón ya no existe. Tan sólo quedamos vivas las veinte guerreras que me han acompañado hasta aquí y yo.

—El deber es el deber, capitana, y no tiene nada que ver con la tristeza. Ese batallón era mío. Es a mí a quien toca consternarse por su suerte, no a ti.

Zíndira se ruborizó, algo que complació a la reina. La capitana había entrado con los hombros muy altos y zancadas demasiado largas para su gusto. Sin duda su seguridad había sufrido un buen revolcón con aquella reprimenda.

—¿Y bien, capitana? ¿Piensas informarme de cómo ha podido ocurrir algo así?

—Fue ayer mismo, majestad, por la mañana, horas antes del sol naranja. Yo me encontraba en las caballerizas cuando apareció una luz extraña en el centro del campamento. Era como un gran cilindro azulado que brotaba del suelo y subía a las alturas.

—¿No podría ser que esa luz bajara de las alturas? La luz tiene esa costumbre, venir del cielo.

—Es posible, majestad, pero si lo interpreto así es por lo que ocurrió luego. Ese cilindro era muy grande, medía más de cien metros de diámetro. Cuando se apagó la luz, descubrimos que donde antes se hallaba el pabellón de mando sólo quedaba un agujero enorme, tan ancho como el cilindro de luz. Todo lo que había en ese perímetro había desaparecido.

Aquello despertó el interés de Teanagari, aunque fuera a su pesar. Observó a la hembra morena. Ésta, en lugar de tener los ojos gachos como correspondía, la estaba mirando.
Es guapa la condenada
, pensó Teanagari. Pero ¿acaso esa inepta de Zíndira no la había amaestrado para que se presentara ante una reina de Atagaira con la actitud dócil que cabía esperar de la carne de argolla?

—Desaparecido. ¿Quieres decir que había ardido, se había derrumbado?

—No, majestad. Simplemente ya no estaba allí.

—Explícate.

—Fue de lo más extraño. Había edificios y barracones partidos en dos: las partes bañadas por la luz del cilindro faltaban, mientras que el resto seguía intacto. Lo mismo había ocurrido con varias guerreras. Encontré a una compañera, la capitana Guwe...

—Los nombres no me interesan, capitana. Remítete a los hechos.

Zíndira volvió a enrojecer y sus ojos de aguamarina destellaron de rabia.
Esa Guwe era amiga tuya, ¿verdad?
, intuyó la reina.

—Esa oficial estaba de pie cuando la alcanzó la luz. Su mitad derecha desapareció. La vimos en el suelo, al borde del pozo, partida en dos desde la cabeza hasta el vientre.

—Qué espectáculo más desagradable —dijo la reina—. Espero que no tuviera los intestinos muy llenos, por bien de vuestras narices. ¿Tenía también la cabeza partida?

De nuevo ese destello furioso. La reina sospechó que Zíndira y la tal Guwe habían sido incluso algo más que amigas.

—Sí, majestad.

—Tengo una curiosidad. ¿Los sesos se le habían esparcido por el suelo?

—No me fijé demasiado, majestad, pero diría que el cerebro seguía en su sitio.

—La mitad del cerebro, dirás. Sigue, capitana.

—Me asomé al pozo. Era tan profundo que no se alcanzaba a divisar el final. Entonces se oyó un sonido grave que provenía de allí abajo y que se acercaba poco a poco. Pensé que podía ser un Arcaonte, así que me alejé y ordené a todas las guerreras a las que encontré que me siguieran.

Teanagari asintió. Todas sabían que bajo la superficie de Agarta moraban los Arcaontes, criaturas de fuego o de lodo que removían la tierra y que de vez en cuando provocaban terremotos como el que había destruido la ciudad de Bindurâh cuando ella era niña.

—Muchas mujeres del batallón se negaron a seguirme, pues querían saber si sus conocidas habían desaparecido en aquel pozo o estaban en alguna otra parte. Yo, acompañada por unas cuantas guerreras, corrí a las caballerizas. Allí tomamos nuestras monturas, las ensillamos a toda prisa y nos alejamos a una distancia prudencial.

—Continúa.

—El suelo había empezado a trepidar. No era un temblor tan fuerte como para derribar edificios, pero se sentía bajo los pies como un rumor sordo que inquietaba a los unicornios. Subimos a una colina cercana, y desde allí presenciamos todo lo que ocurrió.

Zíndira se interrumpió.

—¿Sucede algo, capitana?

—No, majestad. Sólo trato de ordenar los hechos en mi cabeza para contártelos mejor. Lo que sucedió luego fue un caos. El ruido del que te había hablado sonaba cada vez más fuerte. De pronto, por el pozo brotó agua.

—Suele ocurrir con los pozos —dijo la reina, y durante un rato se rió de su propia ocurrencia. Por supuesto, la visir y las guardias acompañaron sus carcajadas. Zíndira también lo hizo, aunque no con la convicción que debería demostrar una súbdita leal.

—Sí, majestad. Pero es que las dimensiones de ese pozo no eran normales. Medía más de cien metros de ancho, así que cuando empezó a salir agua fue impresionante. Los surtidores de espuma saltaban por encima de los árboles más altos y rugían como una tempestad. El agua se esparció en todas direcciones, formando olas que arrastraron los barracones y la empalizada y lo inundaron todo. Ahora el valle donde estaba el campamento se ha convertido en un lago de tamaño considerable.

—¿Qué más pasó? ¿Qué tiene que ver lo sucedido con esos animales? —dijo la reina, señalando a los prisioneros.

La hembra morena, que miraba al suelo sin tener la cabeza lo bastante agachada, hizo un rictus al oír la palabra «animales». De modo que era cierto que entendía el idioma de las Atagairas. Otro hecho singular.

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