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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (53 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Esto es lo que he visto ahí abajo.

El giro del cilindro hizo que Tramórea pasara ante sus ojos. Un gesto de Anfiún congeló la imagen. Era el mar de Kéraunos, cerca del estrecho de Zenorta. Al este, sobre el mar de los Sueños, se veía la línea oscura del terminátor, la frontera que separaba el día de la noche, por lo que allí debía ser más de media tarde.

Anfiún amplió la imagen. Encima del mar había una formación de nubes muy peculiar. Mikhon Tiq había aprendido que, vistas desde las alturas, las nubes tendían a dibujar curvas y espirales. Pero las que estaba señalando Anfiún con la garra metálica de su dedo índice eran rectas y alargadas, y trazaban una especie de carretera blanca.

—Esa formación lleva días moviéndose sobre el mar, de oeste a este —dijo Anfiún—. ¿No te parece extraño?

—Mi ciencia no puede compararse con la vuestra —dijo Mikhon Tiq—. ¿Podrías iluminarme, divino Anfiún?

El dios pulsó botones y movió mandos en el aire. Imágenes de varios días se unieron para formar una animación. El río de nubes, de unos veinte kilómetros de longitud, había partido de Pabsha y viajaba hacia el este siguiendo una línea impecable.

—A veces las nubes forman rectas —dijo Anfiún. Mikhon Tiq observó cómo sus pupilas se encogían y dilataban rápidamente. Era la señal que traicionaba cuándo un dios se comunicaba con las bibliotecas del Bardaliut—. Pero esas nubes son cirros, mucho más altas. Éstas se encuentran a menos de mil metros.

—Si no son nubes naturales, es que alguien las produce —intervino Pothine.

—Lo he descubierto yo, así que lo explicaré yo —dijo Anfiún—. Debajo de esas nubes hay algo.

—¿Y qué puede ser? —preguntó Mikhon Tiq en tono inocente—. En Tramórea no hay más que pobres humanos apenas civilizados. Nadie que pueda poneros en peligro.

Anfiún le miró a la cara y esta vez no se molestó en disimular su hostilidad. Por si acaso, Mikhon Tiq levantó un escudo a su alrededor. No quería que le abrasaran los ojos como a Kalitres. El escudo era invisible, pero emitía un tenue zumbido y olía a ozono.

—¿Tienes miedo de mí? —dijo Anfiún, sonriendo.

—¿Qué mortal no tiene miedo de los dioses?

—Tú no eres un mortal normal. Igual que tú has venido de allí abajo, puede haber otros como tú. Quiero enviar sensores.

Te han descubierto, Linar
, pensó Mikhon Tiq.

—Claro.

Pasó un largo rato, tal vez una hora, en que ninguno de los cuatro se movió ni dijo nada. En una reunión de humanos nadie habría aguantado tanto silencio e inmovilidad, pero los dioses estaban acostumbrados a desentenderse de todo y sumirse en sus mundos privados. Por fin llegó la información de los artefactos de espionaje mandados por Anfiún.

La imagen mostraba varios barcos. Según el informe que flotaba en el aire, eran veinte, pesaban entre doscientas y seiscientas toneladas, y el mayor medía treinta y cuatro metros de eslora. En las cubiertas, aparte de los marineros, se veían soldados y mujeres guerreras.

—¿Adónde irán esos infelices? —preguntó Shirta—. ¿Creen que yendo a los confines del mundo se librarán del fin del mundo?

—Muy ingeniosa, hermana —respondió Pothine.

—Mirad esto —dijo Anfiún, pellizcando una imagen con los dedos para acercarla y ampliarla—. Este tipo me suena.

Mikhon Tiq tragó saliva. En la proa del barco ampliado se encontraban Darkos, Baoyim y Kybes, y también Linar. Pero el hombre al que Anfiún señalaba con la garra era Kratos.

—¡Éste es el bastardo que se atrevió a desafiarme! ¡El gusano que dijo que iba a ver las tripas de los dioses ensartadas en sus lanzas!

—Te recuerdo que son vulgares humanos —dijo Shirta—. ¿Cómo pretendes que cumplan su amenaza?

—¿Es que no visteis la rapidez con la que se movía cuando rompió los visores de mi waldo? Esa aceleración no era natural. Ese hijo de perra tiene nanos en la sangre.

Los ojos de Shirta emitieron un chispazo verde.

—¡Tarimán! Esto es cosa del herrero —dijo.

—No estamos teniendo en cuenta al cojo, y eso es un error —dijo Anfiún intentando componer un gesto de astucia, cosa que no consiguió—. Yo digo que esa flota es un peligro —añadió, convirtiendo la ventana flotante que mostraba el barco en una bola y aplastándola en la mano—. ¡Yo digo que le arrojemos ahora mismo un pedrusco gigante y la enviemos al fondo del mar!

Una imagen inesperada se materializó frente a ellos. Era Tubilok. No olía a azufre, de modo que no se trataba de él teleportándose, sino de un holograma. Su yelmo se veía negro como la pez.

—¿Quién es ese hombre más alto que los demás que tiene un parche en el ojo? —preguntó a Mikhon Tiq.

Al final la curiosidad le ha podido y lo ha escuchado todo
, pensó el joven Kalagorinor.

Y entonces cometió la tercera traición.

—Se llama Linar —reconoció.

—¿Es como el otro?

—Lo es. —Recordó que estaba delante de dioses y debía mostrar respeto, y añadió—: Mi señor.

—Entonces, que lo destruyan. Que los destruyan a todos.

El holograma desapareció. Anfiún y Shirta se miraron con una sonrisa de delectación anticipada.

—Vamos a divertirnos —dijo el dios de la guerra. La imagen fantasmal del Cinturón de Zenort empezó a formarse en el aire.

—¡Un momento, mis veneradas deidades! —dijo Mikhon Tiq—. Si queréis divertiros de verdad, ¿por qué recurrir al mismo procedimiento de la otra vez?

—La otra vez nos lo quisiste impedir —respondió Anfiún. En el aire quedó flotando una palabra sin pronunciar. «Renacuajo.»

—Entonces no había sido aleccionado por mi señor Tubilok —dijo Mikhon Tiq, con una sonrisa que permitía a los dioses pensar todas las suciedades que quisieran—. Ahora comprendo mejor las cosas. Por eso, atendiendo a vuestro celestial placer, os sugiero una forma más creativa de hundir esa flota y que además os brindará una diversión más prolongada.

—¿Cuál?

—¿Qué tal si retiráis el tapón de la bañera?

MAR DE KÉRAUNOS

Y
o creo que esas montañas son incluso más altas que las de Atagaira —dijo Kybes.

—¿Cómo puedes saberlo si las de mi país sólo las has visto por debajo? —preguntó Baoyim—. No hay cimas más altas en Tramórea que las de Atagaira.

A babor de la
Lucerna
se divisaba una costa de montañas recortadas. Sobre los picos más cercanos se alzaban otros, y por encima de éstos una tercera fila de cumbres y luego otra más, cada una más elevada que la anterior, hasta que el blanco de la nieve se confundía difuminado con el azul del cielo.

—Según Linar, las montañas de Halpiam son más altas —informó Kratos, reuniéndose con ellos en la amura del castillo de proa.

—¿Y eso cómo lo sabe? —preguntó Baoyim.

—Porque ha estado en ambas cordilleras.

—¿Y qué? ¿Acaso tiene una plomada mágica para calcular alturas?

—¿La tienes tú, Baoyim? —preguntó Kybes.

—No digas bobadas —respondió la Atagaira.

—Empiezo a pensar que no sólo los hombres nos obsesionamos con el tamaño. ¿Creéis que por tener las montañas más altas del mundo sois mejores?

—¿Sabes que te digo yo? Que aunque te gusten los hombres, eres tan tonto como cualquiera de ellos.

Sin añadir más, Baoyim cruzó la cubierta dando zancadas. Los tacones de madera de sus botas resonaron como martillazos sobre la tablazón. Cuando llegó a la amura de estribor, se acodó junto a Darkos, que contemplaba el panorama desde allí.

Kybes y Kratos se miraron.

—Qué mal genio se gastan las Atagairas —dijo Kratos.

—¿Vamos con ella para hacerla rabiar un poco más? —preguntó Kybes—. Es de las pocas cosas divertidas que se pueden hacer en este barco.

Kratos se encogió de hombros. Ambos se dirigieron al otro lado del barco. A estribor empezaba a vislumbrarse el perfil de un litoral que poco a poco se iba definiendo. Playas de color claro alternaban con acantilados de un gris negruzco. Sobre ellos flotaban nubes bajas y espesas brumas blancas que le daban a aquella costa un aire misterioso y vagamente amenazador.

—Las Tierras Antiguas —les informó el capitán Mihastular—. Allí sólo hay pueblos bárbaros que en vez de vivir en ciudades se organizan en tribus y clanes. Pero son lo bastante refinados como para que les gusten la cerámica, el vino, la orfebrería y la ropa que les llevamos. A cambio nos venden marfil de tetradonte, pieles de pantera, pájaros que hablan y piedras preciosas.

Kratos observó divertido que Mihastular enumeraba los géneros con los que mercadeaba a toda velocidad; cuando hablaba de cuestiones comerciales se embalaba con sus retahílas como un charlatán de feria.

Empezaba a caer la tarde, pero todavía quedaban unas dos horas de sol. Con suerte, atracarían antes de anochecer. Kratos se preguntó si sería capaz de acostumbrarse a pisar de nuevo un suelo que no oscilase y crujiese bajo sus pies.

Frente a ellos, la costa montañosa que tenían a babor se prolongaba en un promontorio que se extendía hacia el sur y casi cerraba el estrecho. Kratos lo examinó con el catalejo del ojeador. Bran se había quedado en Nikastu, con una pierna rota por la batalla contra la estatua de Anfiún, pero le había dado de buena voluntad su mayor tesoro al general de la Horda.

—Es tuyo,
tah
Kratos —le había dicho el ojeador, tendido en un jergón y con la pierna entablillada—. Te vendrá muy bien allá donde vayas.

—Sólo se trata de un préstamo, Bran —respondió Kratos—. Pronto estaré de regreso y te lo devolveré.

Enfocando aquel tubo de cobre hacia el promontorio, Kratos pudo distinguir mucho mejor los detalles. Era un acantilado de roca oscura, con una ensenada. En ella parecía abrirse un puerto, pero sólo se veían dos barcos varados en la playa. Aunque todavía se encontraban lejos, a Kratos le dio la impresión de que estaban abandonados.

Por encima del puerto, sobre el farallón, había una ciudad rodeada por murallas.

—Zenorta.

Kratos apartó el catalejo y se dio la vuelta. Linar había abandonado por fin su plantón en el castillo de popa para unirse a ellos. Por detrás del Kalagorinor, las barandillas de ambas bordas se encontraban abarrotadas de soldados que contemplaban el paisaje. Tras seis días en altamar, ver pasar aquellas costas a ambos lados era para ellos como presenciar una exhibición de fuegos artificiales de Pashkri.

—Zenorta —repitió Kratos. El nombre de la ciudad evocaba relatos del pasado remoto, leyendas de brillantes caballeros y hermosas reinas, guerras épicas y oscuras traiciones—. ¿Qué encontraremos allí?

—Nada —contestó Linar—. Sólo el inicio de nuestra siguiente etapa hasta Agarta.

—¿Otra etapa? —se quejó Darkos. Por un momento Kratos pensó que iba a añadir su consabido «no tritures», pero el muchacho se lo debió pensar mejor—. ¿Es que vamos a viajar hasta el fin del mundo?

—Eso sería difícil. El mundo es una esfera. ¿Acaso una esfera tiene un lugar que puedas llamar fin y otro punto que puedas llamar principio?

—Era una forma de hablar —dijo Darkos, rascándose la cabeza.

—¡Mirad! —exclamó Baoyim, señalando hacia la proa.

Entre las dos hileras de barcos que dibujaban la V había aparecido de repente una ancha columna de luz, un inmenso cilindro azulado que bajaba desde el cielo. Kratos entrecerró los ojos para no deslumbrarse y miró hacia las alturas. Aquella luz subía y subía hasta perderse de vista más allá de las nubes que los cubrían.

Se oyó un trueno violento y prolongado y notaron en los rostros una bofetada de viento cálido y picante. Allí donde la columna luminosa había cortado las aguas se levantaron siseantes columnas de espuma y vapor. El asombroso fenómeno duró apenas unos segundos, y después desapareció.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el capitán de la
Lucerna
. Pero nadie, ni siquiera Linar, supo responderle.

El viento se calmó de golpe. Las velas, que llevaban siete días henchidas por el soplo del Soteral, empezaron a restallar y flamear, y poco a poco se desinflaron. Los barcos todavía conservaban impulso, pero empezaron a perder velocidad frenados por el agua.

—Esto no me gusta nada —murmuró Kybes—. ¿A cuánto estamos de la costa?

—No creo que haya más de ocho kilómetros —contestó Mihastular.

—Capitán —dijo Linar—. Diles a los tripulantes de los demás barcos que se agarren bien y que aseguren lo mejor que puedan la carga y los caballos. Vamos a tener mar muy revuelto.

—¿Así, de repente? Si el viento se ha encalmado...

—Mucho más de repente de lo que imaginas.

El capitán dio órdenes al contramaestre, que tomó la bocina de latón y desde la amura de babor repitió a gritos las instrucciones de Linar. No soplaba ya una brizna de aire y las velas colgaban flácidas, mustias. Seguía habiendo mar de fondo, olas largas que mantenían la inercia del viento y hacían cabecear los barcos, pero ellos se estaban quedando parados.

En el centro de la formación, donde había caído aquella luz del cielo, el mar empezó a picarse como si algo burbujeara por debajo de la superficie.

—¿Qué está pasando, Mihastular? —preguntó Kratos.

—No lo sé —respondió el capitán—. Que conteste tu amigo el mago. Esto no es un fenómeno natural.

Kratos miró a Linar. El Kalagorinor tenía su único ojo enfocado en las aguas.

—¿Qué hacemos? ¿Mando a los soldados que bajen a la bodega?

—No sé dónde estarán más seguros —respondió Linar—. Diles que se sujeten con fuerza y que estén preparados para cualquier cosa.

—Si va a haber problemas —dijo el capitán—, mejor que dejen la cubierta despejada. Necesito que mis hombres tengan las manos libres.

—Eso tal vez sirva de algo —repuso Linar.

—Unas instrucciones muy tranquilizadoras —dijo Kratos, tragando saliva. Le hizo un gesto con los dedos a Gavilán y éste bajó a la cubierta principal para dar órdenes a los Invictos.

Darkos miró a su padre con cara de temor. Delante de ellos se estaba formando en el agua una especie de ojo oscuro rodeado por espirales de espuma.

—¿Qué hago yo, padre?

—No lo sé, Darkos. Quizá deberías bajar.

—¿Tú te vas a quedar aquí?

—Sí.

—Entonces, prefiero estar contigo.

Kratos asintió. Si el capitán y su tripulación seguían en cubierta, él no pensaba esconderse.

Empezaron a notar un nuevo impulso, como una mano que los empujara por estribor. La nave se escoró y el capitán ordenó virar a babor para ponerse en línea con la corriente y disminuir las guiñadas y balanceos.

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