El corazón de Tramórea (51 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—No es Anfiún, señora.

Ahora Taniar se levantó de golpe, chorreando agua y espuma. ¡Sólo podía tratarse de Tubilok! Si había descubierto sus tejemanejes, estaba perdida. Corrió al vestidor. Un chorro de partículas enjuagó y secó su cuerpo, y varios aerosoles lo cubrieron de nanotejidos que automáticamente se trenzaron entre sí para formar un mono rojo ceñido a sus formas. En todo ello empleó apenas quince segundos, mientras pensaba qué hacer. ¿Luchar? Una retirada se antojaba más prudente. Cuando iba a ordenar a la cúpula que se abriese para salir disparada a toda la velocidad que permitía su anillo de vuelo, la IA dijo:

—Imagen del intruso, mi señora.

Un holograma se materializó sobre la mesa de estética y reparación. Esperando encontrarse la figura intimidante de Tubilok, a quien vio fue a un desconocido, por su aspecto un simple mortal. Era bajito, rechoncho y medio calvo, y vestía una larga túnica morada que le hacía parecer una campana con dos piececillos en lugar de badajo. Unos números parpadearon en el aire junto a su imagen: E
STATURA
147
CM.
M
ASA VARIABLE
. E
DAD INDETERMINADA.

¿Masa variable? Aquel tipo debía esconder más de lo que aparentaba, tal vez algún dispositivo multidimensional. A una orden de Taniar, sus placas de blindaje salieron del armero y rodearon su cuerpo.

Se dejó caer por el tubo magnético que atravesaba el centro de la torre. La aceleración seguida de una deceleración brutal habría aplastado las vértebras de un humano, pero los huesos reforzados de la diosa aguantaron sin rechistar. Después siguió las flechas holográficas que le indicaban dónde encontrar al intruso. Tenía prisa, de modo que no buscaba puertas y las paredes se abrían a su paso.

El hombrecillo se hallaba en el sitio más insospechado: la cocina. Aunque proviniera de una cultura atrasada, aprendía rápido. Había abierto el armario elaborador y estaba trasteando con los iconos que representaban los platos. Por el multihorno ya había salido un pollo asado con patatas y cebollas que humeaba y llenaba la cocina de jugosos aromas.

—¿Realmente existen tantos tipos de cerveza? —preguntó el intruso sin darse la vuelta mientras hacía girar en el aire un mostrador virtual—. ¿Cuál me recomiendas?

—Levanta las manos y date la vuelta muy despacio.

El hombrecillo lo hizo.

—¿Por qué quieres que levante las manos? No llevo nada en ellas, y como puedes ver mi túnica no tiene bolsillos.

—Tú déjalas ahí arriba, donde las vea bien. Te advierto que puedo matarte en menos tiempo del que yo misma necesito para pensarlo.

—No lo dudo. Eres la diosa de la guerra, la muerte se te debería dar bien.

—Veo que sabes quién soy. Dime quién eres tú.

—¿Cómo, que no me conoces? ¿Dónde está la omnisciencia divina?

—A veces se me olvida que la poseo. ¡Habla!

—Soy el gran Barantán. Mago, médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante. Añadiría que los ejes de mi carreta siempre están engrasados para viajar. Por desgracia, me la dejé ahí abajo.

Sería tal vez por el momento de pánico que había pasado mientras creyó que el intruso era Tubilok, pero a Taniar se le escapó una carcajada casi histérica. La verdad era que aquel gnomo gordezuelo que apenas le llegaba al ombligo tenía un aspecto muy cómico.

En teoría, debería haber alertado enseguida a Tubilok de que un humano había entrado en el Bardaliut. Pero quería averiguar por sí misma qué ocurría. De momento, Taniar estaba razonablemente segura de que nadie podía ver ni oír su conversación. Cuando limpió el Bardaliut de los dispositivos espía plantados por Tarimán, no los había destruido todos. Había unos minúsculos simuladores que cumplían dos funciones: detectar cámaras y micrófonos y adherirse a ellos para alimentarlos con una realidad virtual muy convincente. A Taniar le habían parecido tan útiles que los había instalado por toda su casa. Ahora, quien creyera estar viendo lo que pasaba en su mansión sólo vería imágenes falsas y perfectamente inofensivas.

Al menos, eso esperaba. Cuando se trataba de Tubilok, nunca se sabía.

—Así que mago —dijo Taniar—. Algo de magia debes conocer para aparecer en el Bardaliut sin invitación. ¿O es que a ti también te ha traído
él
?

—Cuando dices «también», supongo que te refieres a un jovenzuelo delgado de lánguidos ojos negros, un poco más alto que yo.

—¿El mortal llamado Mikhon Tiq?

—En efecto.

—A mí sus ojos no me han parecido tan lánguidos, y creo que eres bastante optimista en la estimación de tu propia estatura.

El hombrecillo sonrió. La dentadura la tenía perfecta.

—¡Ah! ¿Todos los dioses son tan inteligentes y poseen tanto sentido del humor como tú?

—La inteligencia no es un bien que abunde en ningún rincón del universo, y en cuanto al humor se me está empezando a agriar con tu presencia. Dime qué haces aquí. No tengo todo el tiempo del universo.

—Pensé que los dioses eran eternos.



vas a dejar incluso de ser efímero si no contestas —dijo la diosa.

El autodenominado Gran Barantán cambió el gesto de súbito, y su voz adquirió un volumen y un empaste insospechados en alguien tan pequeño.

—He venido a impedir un desastre.

—¿Qué desastre?

—Cuando las tres lunas entren en conjunción, vuestro rey pretende abrir las puertas del Prates, lo cual destruirá toda Tramórea.

—¿Y tú qué tienes que ver con eso?

—Dado que vivo en ella, comprenderás que tengo cierto interés en evitarlo.

—Me refería a cuál puede ser el papel que desempeñe alguien como tú.

—Detecto un retintín de desdén en tu voz. Por cierto, ¡oh diosa!, ¿puedo...? —añadió, señalando al pollo que seguía humeando en el mostrador.

¿Quién era ese mortal que se atrevía a irrumpir en su casa y, lejos de amilanarse ante ella, mostraba los arrestos de pensar en comida?

—Sírvete. Pero habla, aunque sea con la boca llena.

—Gracias. —El hombrecillo arrancó un muslo y, tomándose la venia que le otorgaba Taniar, habló mientras masticaba—. He llegado aquí desde Etemenanki.

—Creí que Undraukar estaba muerto.

—Así es. El Rey Gris es ahora mismo mojama enlatada en una armadura plateada. Yo mismo lo he comprobado. Pero tiene, o tenía, un sirviente llamado Barbán que conoce los secretos de Etemenanki.

—¿Cómo te ha hecho subir?

—Desconozco los detalles técnicos. «Cañón magnético» lo ha llamado él.

—¿Dónde está tu nave?

—¿Es que hace falta una?

—No abuses de mi paciencia, hombrecillo.

Él se puso la mano en el pecho, lo que dejó una mancha de grasa de pollo en su túnica.

—Te juro por ti misma que no miento, ¡oh diosa! He llegado aquí tal como me ves, y he entrado por la puerta que me abrió el propio Barbán desde abajo.

De modo que en Etemenanki aún conservaban cierto control sobre los sistemas del Bardaliut. Taniar tendría que depurarlos... o no. Quizá podría aprovecharse.
He de hacer yo misma una visita a Etemenanki
, pensó.

—Pero una vez aquí, necesito tu ayuda —prosiguió el Gran Barantán—. Yo solo no puedo sabotear los planes de Tubilok.

—Vaya, cualquiera que te viese pensaría que te bastas y te sobras —dijo Taniar, poniendo los brazos en jarras—. ¿Qué te hace pensar que yo estaría dispuesta a perjudicar a mi señor?

—Sé que fuiste la primera que se volvió contra él cuando el hombre de la Espada de Fuego le rompió la lanza.

No sólo eso. Fui yo quien le dijo que le rompiera la lanza
, pensó Taniar.

—¿Qué te hace creer esa patraña?

—Que leí hace tiempo el diario escrito por ese hombre. Se llamaba Zenort, por cierto.

—Aunque así hubiera ocurrido, la situación actual es muy distinta.

—Podría no serlo. Tuviste un aliado, Zenort, con un arma poderosa. Ahora me tienes a mí.

—¿Acaso tú eres un arma poderosa?

El hombrecillo se llevó una mano a la boca y se hurgó entre los dientes.
Qué repugnante
, pensó Taniar. Pero en vez de una hebra de carne, lo que sacó fue un pajarillo que salió volando entre agudos gorjeos.

—Ya te he dicho que soy un mago. Lo de excelso amante no me atrevo a repetirlo en tan augusta presencia.

Evidentemente, el Gran Barantán le ocultaba algo. Un simple charlatán mortal no podía aparecer sin más en el Bardaliut y colarse en su palacio.

—Aparte de sacarte pájaros de la boca, supongo que tendrás otros recursos.

—Para empezar, un aliado infiltrado en este lugar.

—¿Quién?

—Ya hemos hablado de él antes. Se llama Mikhon Tiq.

Taniar frunció el ceño. El joven había matado a Manígulat, pero gracias a que Tubilok le había prestado la lanza de Prentadurt. No parecía poseer otros poderes.

La IA de la casa, que sabía interpretar los gestos de su ama, la sacó de la duda:

—Mi señora, durante tu ausencia ese mortal llamado Mikhon Tiq tuvo una pelea con Anfiún y consiguió rechazar sus ataques. Fuente de información: varias conversaciones entre Anfiún y Shirta.

Taniar miró al hombrecillo.

—Por lo que veo, los humanos de hoy día estáis llenos de sorpresas. Vamos a desarrollar la hipótesis, tan sólo la hipótesis, de que yo estuviera dispuesta a ayudaros. ¿Cuál sería el plan?

—Matar a Tubilok. No soy partidario del derramamiento de sangre, pero muchos filósofos y pensadores aseguran que el tiranicidio puede ser moralmente justo.

—La moralidad me importa menos que una brizna de polvo interestelar. «Matar a Tubilok» no me parece un plan meticuloso ni refinado. Nuestro rey no resulta fácil de asesinar. Está bien blindado, tiene armas ofensivas y además puede convertirse en materia oscura a la que no hay forma de dañar. Un recurso cobarde, aunque eficaz.

El hombrecillo arrancó el otro muslo y lo mordió con fruición. El fino oído de Taniar captó el crujido de la piel al romperse entre sus dientes y sin querer empezó a salivar.

—Me produce cierto pudor contarte esto —dijo el Gran Barantán—, pero nuestro joven aliado...


Tu
joven aliado.

—El joven aliado Mikhon Tiq se ha convertido en... amante de Tubilok.

—Eso ya lo sospechábamos todos. La cuestión es ¿cómo lo sabes tú?

—Tenemos nuestros propios vehículos de comunicación —contestó el Gran Barantán, tocándose la frente.

—Entonces propones...

—Sé que es escabroso, pero propongo atacar a Tubilok cuando esté desnudo e indefenso.

—Tubilok nunca está indefenso.

—Desnudo y
relativamente
indefenso, entonces.

—Se convertirá en materia oscura y no podremos ni tocarlo.

—Mikhon Tiq se lo impedirá. Y si no lo consigue —añadió el hombrecillo, encogiéndose de hombros—, al menos supongo que mientras permanezca en tal estado Tubilok no podrá llevar a cabo sus planes.

Taniar se acarició la barbilla. Conspirar contra el dios supremo en su cocina y con un individuo que no alzaba metro y medio del suelo era de locos. Pero si él y el joven Mikhon Tiq habían conseguido infiltrarse en el Bardaliut, cada uno a su manera, sin duda poseían ciertos recursos.

De pronto fantaseó con la idea de un golpe de estado. Muerto Manígulat, ¿quién sería el dios supremo? Una diosa. Ella no ambicionaba universos enteros, le bastaba con el Bardaliut y Tramórea por el momento.

El hombrecillo arrugó la nariz.

—Qué extraño. ¿No te huele a azufre?

¡Azufre! Tubilok los había descubierto.
Estoy perdida
, pensó Taniar. Se volvió en derredor, buscando el punto donde se materializaría el dios loco. La espiral negra que precedía su llegada apareció junto a la pecera magnética.

Tenía que pensar rápido. Y lo hizo.

Lo siento, mi pequeño conspirador
.

Se volvió hacia el Gran Barantán y le miró a los ojos. Hubo un intenso destello rojo, y un segundo después el hombrecillo cayó al suelo con un aullido de dolor. De sus órbitas abrasadas subían dos espirales de humo maloliente.

Cuando la diosa se volvió, Tubilok ya se había materializado, y lo acompañaba Mikhon Tiq.

—¡Mi señor! ¡Qué oportuno que hayas aparecido! Tenemos un intruso en el Bardaliut.

Y, por lo que veo, el láser no ha bastado para matarlo
, pensó Taniar. Mucho se temía que se hallaba en un aprieto del que no le iba a ser fácil salir.

Las mentes de los Kalagorinôr podían comunicarse por medios que Mikhon Tiq antes consideraba mágicos. Ahora pensaba en ellos como dimensionales, pero su parte humana comprendía tan poco de la geometría de su syfrõn que, en el fondo, no dejaba de ser magia para él.

El mensaje de Kalitres fue muy conciso.
Estoy dentro. En el palacio de Taniar
.

Mikhon Tiq suspiró.

En aquel momento flotaba desnudo en la nada aparente del observatorio, rodeado de estrellas, con las rodillas encogidas contra el pecho, como un feto engendrado en un útero cósmico. A pocos metros, Tubilok, también desnudo, tenía la lanza aferrada entre ambas manos. Se oía un tenue zumbido que provenía del interior de la vara negra.

Dentro de ella se almacenaban almas. Cada una de ellas era una ecuación que describía a la vez el estado mental de cada persona en el momento de morir y la suma de los posibles estados que podían calcularse a partir de él, más todos los recuerdos, tanto los conscientes como los inconscientes. Llamar «compleja» a una ecuación de ese tipo era un eufemismo. Pero la capacidad de procesar datos de la lanza de Prentadurt era inmensa, y además se acrecentaba con cada nuevo espíritu aprisionado en su interior.

Entre esas almas cautivas se encontraban las de todos aquellos a los que los Aifolu habían sacrificado en las Torres de Sangre de Sattûk e Ilfatar. Unidas a las que había cosechado antes Tubilok, había más de ciento cincuenta mil, orbitando entre la cuerda cósmica que corría por el centro de la lanza y el cilindro de materia exótica que contenía y anulaba la inmensa masa de la cuerda.

Todas esas conciencias, esas inteligencias que habían sido humanas, trabajaban como esclavas para Tubilok. Privadas de preocupaciones y estímulos materiales, concentraban sus energías en calcular trillones de simulaciones posibles, escenarios multidimensionales de increíble dificultad matemática en los que el autodenominado Pionero se enfrentaba con las todopoderosas Moiras. Resultaba irónico que entre esas inteligencias estuviera también la de Manígulat. El antiguo rey de los dioses era ahora un operario más a las órdenes de su viejo rival.

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