El corazón de Tramórea (46 page)

Read El corazón de Tramórea Online

Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
5.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Antes de zarpar de Teluria, Kratos le había preguntado a Baoyim si no prefería embarcar en alguna de las naves que llevaban a sus hermanas de raza. Ella había dudado unos segundos.

—No,
tah
Kratos. Cuando el Zemalnit estuvo en Acruria, la princesa Ziyam quería hacerle daño a Ariel, y yo le di un cintarazo para evitarlo.

—¿Muy fuerte?

—Tan fuerte que quedó inconsciente. Y no es mujer que olvide una ofensa.

—No es Ziyam quien está al mando, sino Kalevi. Parece una mujer cabal.

—Y lo es. Pero el brazo de Ziyam es largo. Cuando la golpeé y me puse de parte del Zemalnit, me desterré yo sola de Atagaira.

El
Zemalnit
. Baoyim no disimulaba la admiración con que pronunciaba aquel título. En la Torre de Sangre de Nidra, cuando Derguín desenvainó a
Zemal
para destruir a Aridu, el demonio dormido, Kratos se había fijado en que Baoyim no dejaba de mirar embelesada el brillo de la Espada de Fuego.

—Antes de llegar a Atagaira, soñé que se me aparecía Tarimán —soltó Kratos de pronto.

—¿Y qué te dijo? Tarimán siempre fue un dios benefactor. ¿Está de nuestra parte o también se ha convertido en nuestro enemigo?

Me prometió mi propia espada de poder
. Las palabras murieron antes de brotar de sus labios. Mencionar el sueño había sido un arrebato pueril. ¿Qué pretendía, ganarse así la admiración de la Atagaira? Eso era algo que podría haber hecho su hijo con Rhumi.

—Creo que está de nuestra parte —contestó—. Pero prefiero callar lo que me reveló.

—Si cuentas los sueños, no se cumplen. Es lo que decimos en Atagaira. —Baoyim rozó con sus largos dedos el brazo de Kratos—. Espero que Tarimán te dijera cosas buenas, y que se cumplan. Falta nos hará.

Qué razón tienes
, pensó Kratos, mirando hacia el este. El horizonte seguía siendo tan liso y monótono como los días anteriores, pero ya intuía tierra más allá. Y, por alguna razón, se la imaginaba oscura, abrupta y hostil. ¿Les estarían aguardando allí los dioses, con sus ojos incandescentes y sus armas casi indestructibles?

Todos los días, Kratos hacía una hora de ejercicio en el reducido espacio que le ofrecían las cubiertas de la
Lucerna
: saltaba, hacía flexiones de brazos, abdominales y estiraba los músculos para no perder elasticidad. Poco antes de ponerse el sol, también practicaba técnicas de Tahedo y libraba combates con Kybes, un espectáculo que pasajeros y tripulantes aguardaban con impaciencia, y en el que tan sólo apostaban si el mestizo de Aifolu conseguiría tocar alguna vez el cuerpo de Kratos con su espada. Su hombro, gracias al ungüento de Baoyim, apenas se resentía de la luxación que había sufrido cuando embistió con una pica contra la estatua viviente de Anfiún.

Gracias a la gimnasia y el Tahedo, consumía el exceso de energías, evitaba que la impaciencia lo consumiera a él y dormía a pierna suelta. Sin embargo, la noche del 21 —que, si todo se cumplía, sería la última de travesía— le costó conciliar el sueño. Como buen guerrero, Kratos estaba acostumbrado a pasar de la somnolencia a la vigilia con rapidez y aprovechar cualquier momento y lugar para descansar. Sin embargo, aquella noche sentía que las piernas le hormigueaban, como si quisieran abandonar al resto del cuerpo, marcharse por sí solas y salir del encierro en aquel recinto de madera y lona.

Otras noches los movimientos de la nave lo acunaban. Ahora, cada vez que cerraba los ojos, un nuevo cabeceo le hacía abrirlos, y sonidos que había dejado de escuchar, como los crujidos del maderamen y el viento en las jarcias, se convertían de pronto en ruidos obsesivos e insoportables.

Desesperado de dormirse, se vistió y salió del pequeño camarote que compartía con Darkos en la toldilla. En el pasillo se oían los estridentes ronquidos de Mihastular; con esa cintura tan oronda, el capitán debía pasar boca arriba toda la noche, para tortura de los que escuchaban su entrecortado resuello. Urusamsha, confinado en un camarote contiguo, le había pedido a Kratos que lo trasladase a proa. «Entiendo que me guardes rencor por algunos malentendidos del pasado, pero ¿es necesario que me tortures de este modo?» Por supuesto, Kratos no le había hecho caso.

Al otro lado del estrecho pasillo se encontraba la puerta de Baoyim. La mano de Kratos se posó en el pomo sin que su mente hubiera dado tal orden. ¿Qué estaba haciendo? Apartó los dedos al momento como si los hubiera metido en un brasero encendido.

Pensó que quizá esas energías que le sobraban tenían que ver con ciertas necesidades de su cuerpo, al que había malacostumbrado. Desde la muerte de Shayre, apenas había catado carne femenina durante más de dos años. Pero una vez que Aidé y él se convirtieron en amantes oficiales, no recordaba haber pasado un solo día de abstinencia, y a veces las sesiones de lecho eran tan largas y fogosas que Kratos terminaba más agotado que tras un combate de espada.

Sintió una oleada de nostalgia de Aidé. Echaba de menos el tacto de su piel, la presión de sus pechos pequeños contra sus costillas, el olor a enebro de su pelo, el azul de sus ojos cuando se quedaban mirándose sin decir nada, el cosquilleo de su aliento cuando le susurraba al oído: «¿Sabes que siempre he estado loca por ti,
tah
Kratos?».

¡Maldición, soy el general de la Horda, no un jovenzuelo enamoradizo como mi hijo!
Abrió la puerta de la toldilla y salió a la cubierta. Se veía abarrotada de sombras y bultos, soldados que dormían arrebujados en sus mantas, pues en la bodega no había sitio para todos. El marinero de guardia pasaba entre ellos procurando no pisarlos, alumbrándose con un luznago verde que, por lo mortecino de su brillo, debía estar somnoliento o era ya demasiado viejo. Más allá, a proa, las luces de los demás barcos parecían levitar sobre las aguas como espíritus errantes.

Kratos trepó por la escalera que subía al castillo de popa. El piloto de guardia manejaba el timón con gesto amodorrado. Kratos le saludó, y después se acercó a la balaustrada. Allí estaba Linar, inmóvil, insomne, siempre apoyado en su vara.

—El rumbo va bien, Kratos. No te preocupes —le dijo el Kalagorinor.

—¿Cómo pueden orientarse en medio de la nada?

Linar señaló a las alturas. Kratos siguió el movimiento de su báculo. El Cinturón de Zenort dibujaba un arco que atravesaba el cielo de lado a lado, hasta hundirse en la negrura del mar. En esa dirección se encontraba el este, y hacia el este debían ir.

Durante un rato permanecieron en silencio. Kratos se asomó por la borda y observó la estela que dejaba el barco. En la oscuridad, la espuma irradiaba una luz tenue, de un verde fantasmal. Según le había explicado el capitán, eran algas fosforescentes, minúsculos luznagos de las aguas.

—Deberías dormir, Kratos. Necesitaremos tus energías en los días venideros.

—Ahora mismo tengo energías de sobra, te lo puedo asegurar. No soporto este encierro.

—Pronto visitarás lugares mucho más amplios que este recinto.

—¿Qué país es Agarta, Linar? Nunca había oído hablar de él.

—Ya te dije que los recuerdos vuelven a mí muy despacio. He visitado muchos lugares, he hollado casi todos los senderos de Tramórea y también he pisado las arenas ardientes de Aifu. Pero cuando pronuncio el nombre de Agarta, las imágenes que me vienen son neblinosas como en un sueño. Hay un sol rojo...

—¿Un sol rojo? ¿Es que hay países que tienen otro sol distinto del nuestro?

Linar meneó la cabeza, como si aventara algún pensamiento inoportuno, y no contestó. Volvieron a guardar silencio otro rato.

—Es tan difícil sacarte respuestas como conseguir que un Pashkriri te preste dinero —dijo Kratos.

—¿Te refieres a nuestro diálogo anterior o tienes más preguntas?

—Lo segundo.

—Pregunta y te responderé. Si está en mi mano.

O si tú quieres
, pensó Kratos.

—Cuando te despediste de Kalitres hablasteis de la Hermosa Luz...

—El Kalagor. Es la luz que nos guía.

—Háblame de ella.

—No es una luz como las que tú conoces, Kratos. Ni como la de ese luznago verde ni como la del fanal de proa. Tampoco como la de las algas que contemplabas hace un instante, o la del sol o las estrellas. Es una luz inefable. No hay palabras humanas para expresar el Kalagor. Por eso...

Linar se quedó un instante con la boca entreabierta, como si se esforzara por encontrar la frase adecuada. No debió hallarla, porque no añadió más.

—Ya te había oído mencionar el Kalagor antes —dijo Kratos—. Pero Kalitres comentó algo que me intrigó. Habló de que regresaríais a otro mundo si os lo permitían las Moiras.

—Eso dijo, cierto.

—Nunca había oído hablar de las Moiras. ¿Qué tipo de númenes o criaturas son?

—Tú las conoces tal vez por Kartine.

—La diosa del destino...

—Es a la vez una diosa y tres, una entidad que está tan por encima del resto de los seres, dioses y humanos, como tú puedes estar por encima de una minúscula lombriz. Las Moiras deciden el destino de los mundos.

—¿Los mundos? ¿Hablas en plural porque te gusta sonar más solemne?

Linar lo miró de reojo y levantó la comisura de la boca un milímetro, lo más parecido a una sonrisa en él.

—Hay casi infinitos mundos,
tah
Kratos. Más que gotas de agua en este mar que hemos de cruzar. Pero confórmate ahora con pensar en la mejor forma de salvar éste. Deja que sean las Moiras quienes decidan la suerte de los demás mundos.

Aquello parecía zanjar la conversación, pero Kratos no se conformó.

—¿Por qué nunca te he oído hablar de las Moiras? Cuando nos contaste aquel mito sobre el pasado lejano e insinuaste que los dioses eran nuestros enemigos...

—Te refieres al Mito de las Edades. Y no lo insinué.

—Cierto. Lo afirmaste. Yo me negué a aceptarlo y te dejé allí plantado con Mikha y con Derguín.

—Reacción visceral, pero comprensible.

—El caso es que hablaste del libro del destino. Pensé que te referías a ése en el que Kartine escribe con una pluma de águila mojada en sangre. ¿Por qué no mencionaste a las Moiras?

Linar apartó la mirada de él. Kratos pensó que no le iba a contestar. Pero al cabo de un rato, el Kalagorinor dijo:

—En aquel entonces sabía menos cosas que ahora, o sabía otras cosas diferentes. Conforme se acerca nuestro momento, despiertan en mí recuerdos que no sabía que había olvidado.

Linar volvió a guardar silencio durante unos minutos. Alumbrados por el fanal de proa, sus rasgos se recortaban afilados como los de una estatua de piedra. Kratos pensó que, si lo pinchaba, ni siquiera sangraría.

No era cierto. Lo había visto sangrar. A orillas del mar Ignoto, el traidor Aperión le había clavado su diente de sable en el corazón y Linar había caído fulminado.

Para levantarse un momento después.

Es más poderoso que un dios
, se dijo Kratos. Era un pensamiento que debería haberlo reconfortado, y sin embargo sintió un escalofrío en la nuca. Aún no sabía si los intereses del gélido y distante Kalagorinor coincidían con los del resto de los humanos.

—Éramos los que esperaban a los dioses —dijo Linar con aire ausente—. Los dioses han vuelto. Hemos dejado de esperar. Ahora nos corresponde actuar.

—¿De qué manera?

—Debemos actuar como lo que fuimos y olvidamos. Guardianes del destino, centinelas del tiempo.

AL OTRO LADO DE LA PUERTA SEFIL

¿Q
ué demonios ha pasado? —preguntó El Mazo, mirando en derredor con los ojos como platos. Un minuto antes estaban abrasándose bajo el sol del desierto de Guinos. Ahora una suave brisa acariciaba su piel y las olas del mar bañaban una playa de arenas oscuras.

—El atajo... —murmuró Derguín.

—¿Cómo?

—Es lo que nos dijo Tarimán, ¿recuerdas? «Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino.»

Levantó la mirada. Asombrado, comprobó que no sólo no era el mismo lugar, sino ni tan siquiera la misma hora. El sol se hallaba mucho más alto en un cielo que se veía rasgado por algunas líneas de cirros. Por la posición del astro, Derguín dedujo que se hallaban mirando al este.

Desplegó en su mente el mapa de Tarondas. ¿Dónde podrían estar? En Guinos no, desde luego. Pero podían encontrarse en alguna de las islas de la Barrera, asomados al mar de Ritión. O en la orilla este del mar de Kéraunos. O quizá incluso —aunque le resultaba inconcebible haber llegado tan lejos— estaban asomados a la inmensidad del mar de los Sueños, en los confines orientales de Tramórea.

—Date la vuelta, Derguín —le dijo El Mazo.

Por encima de la cúpula se levantaba un acantilado de casi cien metros de altura que cerraba la playa por el norte y el oeste. La roca era oscura, de un gris negruzco. Pero lo más llamativo era su forma: la pared se corrugaba en tubos verticales, cilindros casi regulares de más de un metro de diámetro, apiñados como los tubos de un gigantesco órgano de Malirie. Si Derguín hubiera sido uno de los afamados paisajistas de Pashkri, sin duda habría sacado allí mismo sus carboncillos para dibujar un boceto.

Durante un rato se quedó extasiado contemplando el acantilado y preguntándose qué fuerzas o caprichos de la naturaleza podían crear aquel fascinante paisaje.

Un paisaje que también quedaría destruido cuando se desencadenaran las fuerzas del Prates. No sólo las obras de los hombres iban a caer en el olvido.

—Tú que eres una persona leída, ¿has oído hablar de este sitio? —preguntó El Mazo.

—Jamás en mi vida.

Volvió su atención a la cúpula. Los caballos, la armadura de Derguín, las mudas, las provisiones, los odres de agua ya casi vacíos: todo se había quedado en aquel cráter yermo.

—¡Mierda! ¡Somos estúpidos!

Corrió hacia la cúpula y empezó a palpar la pared con gestos nerviosos, mientras se maldecía por no recordar el lugar por donde habían salido. Luego cayó en la cuenta y se dio una palmada en la frente. ¡Las huellas!

Allí estaban las de ellos dos, mezcladas con las mismas que habían visto en el desierto. Derguín, pese a su adiestramiento en Uhdanfiún, no era un gran batidor. Pero resultaba casi imposible no distinguir los rastros de los dos grupos en la playa: ambos seguían el único camino posible, el que llevaba al sur. El resol que cabrilleaba en las olas deslumbraba un poco, pero daba la impresión de que la playa describía un recodo hacia el oeste. Si no era así, si el acantilado la cerraba por entero y no había salida de aquel paraje, ¿qué sentido tenía construir la cúpula en ese lugar?

Other books

Malice by John Gwynne
The Black Echo by Michael Connelly
Let Me Whisper in Your Ear by Mary Jane Clark
Marriage Under Siege by Anne O'Brien
The road by Cormac McCarthy
Mind Your Own Beeswax by Reed, Hannah
Frannie in Pieces by Delia Ephron
Dame la mano by Charlotte Link