El corazón de Tramórea (45 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—No quema. Voy a entrar.

El círculo violeta medía unos seis metros de diámetro. Derguín entró entornando los párpados, pero la luz no deslumbraba.

—¡Qué raro se te ve! —dijo El Mazo, con una carcajada.

—¿Por qué?

—Mírame a mí.

Su amigo penetró también en el círculo. De pronto, los dientes y el blanco de los ojos le relucían como si tuviera luznagos dentro, mientras que su piel se había teñido de violeta.

En ese momento, la puerta se cerró. Derguín notó que algo se le movía en las entrañas, como si cayera por un barranco. Fue una sensación muy breve, pero inquietante.

El Mazo salió corriendo hacia la pared y empezó a aporrearla.

—¡Nos hemos quedado encerrados! ¡Hay que ser idiotas para entrar en un sitio sin saber si se puede salir!

La pared volvió a abrirse. Derguín tuvo la impresión de que lo hacía más por propia voluntad que obedeciendo a los golpes del Mazo. Éste se apresuró a salir.

—¡Por las sagradas tetas de Pothine! —exclamó.

Derguín le siguió y se quedó tan pasmado como él.

Cuando entraron, la cúpula estaba clavada en el centro de un cráter desolado.

Ahora se encontraban en una playa rodeada por acantilados negros, a la orilla del mar.

Detrás de ellos, la puerta de la cúpula había vuelto a cerrarse.

MAR DE KÉRAUNOS

N
avegar no era tan fatigoso como cabalgar, pero acababa resultando más tedioso. En la primera mañana de travesía los Invictos, la mayoría de los cuales no había visto el mar en su vida, disfrutaron del espectáculo del sol saliendo sobre el horizonte marino y se entretuvieron contemplando cómo las playas y promontorios de la costa de Pabhsa desfilaban a estribor. Pero cuando perdieron de vista el litoral y quedaron rodeados de azul por todas partes, el viaje dejó de ofrecer puntos de referencia, y daba la impresión de que siempre permanecían en el mismo sitio y eran las aguas las que se movían contra ellos.

Los veinte barcos navegaban desplegados en V. La nave capitana, la
Lucerna
, viajaba la última, en el vértice de la formación. A Mihastular, su capitán, le extrañó tal disposición, pero Kratos señaló con la barbilla a Linar, que no se movía de la popa.

—Quiere controlar desde ahí cómo sopla el aire.

—¿Me hablas en serio?

—Completamente en serio. ¿Por qué crees que cambió el viento?

Cuando llegaron a Teluria, Kratos se preocupó al comprobar que el aire soplaba del este, precisamente la dirección hacia la que se dirigían. Sabía que un buen marino es capaz de navegar casi con cualquier viento, pero temía que, si lo recibían de proa, después de extenuarse en una furiosa cabalgada ahora lo arruinarían todo viajando a paso de caracol.

Mas no fue así. Mientras los Invictos y las Atagairas embarcaban con los caballos en plena noche, el viento amainó. Los marineros, ya de por sí poco contentos con seguir trabajando a esas horas, empezaron a blasfemar y a maldecir esa calma chicha que ni siquiera iba a dejarles salir del puerto. Pero unos minutos después las aguas se rizaron con un céfiro fresco que soplaba desde las montañas.

—¡Es Soteral, el viento del oeste! —exclamaron los marineros.

Para cuando llegó el momento de levar anclas y soltar amarras, aquella brisa ya había cobrado fuerza suficiente para hinchar las velas.

—¡Los vientos están con nosotros! —exclamó Gavilán, que acompañaba a Kratos en la
Lucerna
.

Kratos sabía que no se debía a un impulso espontáneo de los genios que controlaban los vientos ni, por supuesto, a los dioses. Linar había ordenado despejar la toldilla de popa. Sólo se había quedado él con el timonel, un hombre fibroso y aún más calvo que Kratos, pues no tenía cejas. Su nombre difícilmente habría podido ser más breve: Yu.

Desde entonces, Linar apenas abandonó aquel puesto. Tripulantes y pasajeros miraban a popa y lo veían allí todo el rato, tan erguido e inamovible como el palo de mesana, empuñando su larga vara serpentígera. Aunque Linar no dio explicaciones —hacerlo habría violentado su naturaleza—, empezó a cundir el rumor de que era él quien había invocado ese viento que soplaba de popa.

Aquel Soteral era anormalmente estable: apenas rolaba ni racheaba. Los marineros parecían muy satisfechos con él, ya que les permitía navegar a ocho nudos, y a veces a más de nueve. Pero muchos de los Invictos no se sentían tan contentos. Mientras los lobos de mar se burlaban diciendo que el mar estaba como un espejo, ellos pasaban buena parte del tiempo acodados en la borda y vomitando una y otra vez. Kratos, que había soportado oleajes peores en el mar Ignoto, aguantaba bien. Pero el viento conjurado por Linar soplaba a más de veinte nudos y formaba unas olas que, sin poner en peligro las embarcaciones, lanzaban rociones de espuma y mantenían en constante agitación los estómagos de aquellos hombres tan veteranos en la guerra como bisoños en la mar.

Sobre sus cabezas flotaban en todo momento nubes bajas que formaban una hilera rectilínea, un gran río de algodón que seguía el trayecto de la flota. Por encima de ellas a veces se veían otras nubes, o el cielo despejado.

—Entre nosotros —le dijo Kratos a Linar, en voz baja para que ni siquiera Yu lo escuchara—, esas nubes no son naturales, ¿verdad?

—Debemos evitar miradas hostiles —contestó el Kalagorinor.

Kratos torció el cuello hacia arriba y se imaginó a los dioses, contemplándolos invisibles desde las alturas. Unas simples nubes no podrían protegerlos si los Yúgaroi les lanzaban el fuego celeste, pero se sintió más tranquilo resguardado al menos de sus miradas.

El tercer día de travesía, Mihastular le dijo a Linar que, a fuerza de navegar siempre en empopada y no tener que prestar demasiada atención al velamen, sus marineros se estaban volviendo algo holgazanes.

—¿No podrías invocar otro viento que no fuera el Soteral y que soplara de costado para que naveguemos en largo o de través? Me es indiferente si lo hace por babor o estribor, como más cómodo te sea.

—Es un detalle por tu parte dejarme elegir, capitán —respondió el Kalagorinor—. Si lo deseas, puedo hacer que ese aire que solicitas traiga un aroma de pino refrescante.

Kratos soltó una carcajada. Era el primer comentario semihumorístico que le oía a Linar, aunque sospechaba que no había pretendido ser gracioso. Mihastular carraspeó, dijo que tenía que revisar algo en la sentina y se marchó de la toldilla.

Por supuesto, el Soteral siguió soplando de popa.

Al cuarto día de travesía oyeron gritos en los barcos que navegaban en los extremos adelantados de la V. Al principio Kratos se alarmó, pero pronto comprobó que las voces se debían a que habían avistado a babor una manada de yubartas. Cuando pasaron cerca de las ballenas, se acodó en la borda con Darkos y contempló el espectáculo. Al principio sólo se veían sus cabezas sembradas de protuberancias y los surtidores que expulsaban por los orificios respiratorios. Pero luego un ejemplar de quince metros salió prácticamente entero de las aguas, quedó suspendido en el aire durante un instante y después cayó con un sonoro estampido, levantando grandes cortinas de espuma.

—¡Cómo alapanda! —exclamó Darkos—. ¡Qué fuerza debe tener para levantar así ese pedazo de cuerpo!

—Es su ritual de apareamiento —explicó Mihastular—. Se acerca el invierno, y los machos intentan impresionar a las hembras.

—Los machos somos igual de tontos en todas partes —dijo Gavilán.

Kratos miró a su alrededor. En la
Lucerna
viajaban cien Invictos, tan apiñados como los arenques en aceite que llevaban en los barriles de la bodega. Había tenido que mediar en varias peleas, en una de las cuales un soldado estuvo a punto de caer por la borda. Sin embargo, ahora aquellos guerreros contemplaban el espectáculo, se reían como niños y señalaban con el dedo cuando una enorme aleta pectoral o una cabeza llena de verrugas asomaban entre las olas.

Pensó que Tramórea era un hermoso lugar en el que se podían ver ballenas, y también terones, y dientes de sable, e incluso bestias asesinas como los coruecos. Admirar ciudades doradas como Malib, extravagancias arquitectónicas como la Torre de los Numeristas, cumbres majestuosas como las de Atagaira o rocas solitarias como el Kimalidú.

No sólo se trataba de salvar a su familia y a sus Invictos y de conservar la ciudad que acababan de fundar. De pronto Kratos se sintió protector de toda Tramórea. Ya que los dioses que debían velar por aquel mundo lleno de tesoros se habían empecinado en destruirlo, tendrían que ser los mortales quienes lo salvaran.

Sin darse cuenta, había rodeado los hombros de su hijo. Éste lo miró algo desconcertado. Luego, como correspondía a un muchacho de catorce años al que le avergonzaba cualquier efusión de cariño, se las arregló para escurrirse de su abrazo. Kratos sonrió. A su edad era igual de arisco. Y tal vez nunca había dejado de serlo. No obstante, habría dado cualquier cosa por que Darkos volviera a ser ese bebé rollizo al que podía coger en brazos y que desprendía un olor tan tibio y dulce como un pastel sacado del horno.

Se dio cuenta de que, en realidad, pronto tendría otro bebé al que abrazar. Tal vez ahora, con cuarenta años, sería mejor padre que a los veintiséis.

Ganaré esta guerra, sea contra quien sea, se prometió. La ganaré para volver contigo y con nuestro hijo, Aidé. Lo juro por mi brazalete de Tahedorán
.

No podía sospechar que Aidé se encontraba a muy poca distancia de él, viajando en el
Karchar Gris
. Y tampoco que a no mucho tardar un desastre inesperado los separaría con un mundo de distancia.

Linar nunca dormía. Habría parecido un mástil más de no ser porque, en lugar de seguir los cabeceos de la nave, se balanceaba ligeramente sobre los pies para compensarlos. Los tripulantes y los soldados se habían acostumbrado ya a su presencia muda, pero al principio no hacían más que señalarlo y cuchichear, y cruzaban apuestas entre ellos. Cuando Kratos preguntó qué se jugaban, Gavilán le contestó:

—¿No te has fijado que no se mueve de ahí ni para acercarse a la borda a orinar? Lleva ya cuatro días sin menearse. ¿Es que ese hombre no tiene vejiga?

—A lo mejor lo que pasa es que la tiene mucho más grande —dijo Ambladión, el soldado del pico de viuda, que se apresuró a añadir—: La vejiga.

—Dejadle en paz y no habléis de él —contestó Kratos—. Aunque parezca que está en trance, os aseguro que puede ver y escuchar todo lo que decís.

En la mañana del día 20, cuando cumplían su quinta jornada de navegación, divisaron tierra a babor. Muchos guerreros dieron vítores pensando que se acercaban a su destino, y de los demás barcos de la expedición les llegaron gritos similares. Pero Mihastular les informó de que no era el continente, sino una isla llamada Bornelia. En la costa sur vivían tribus que se dedicaban a pescar ballenas. Los comerciantes Pabshari les vendían cereales y vino, y también cerámica y ropas de calidad, y a cambio compraban carne y aceite de ballena, ámbar gris y dientes de karchar.

El norte de la isla era montañoso y selvático. Allí moraban pueblos caníbales que pasaban el tiempo guerreando entre sí, por lo que solían dejar tranquilos a los balleneros.

—¿A ésos no les compráis carne, capitán? —preguntó Gavilán.

—No quieras saberlo —contestó él.

—Que no quiera saber ¿qué?

—Se dice que en esas montañas de Bornelia aún quedan dragones, y por conseguir un huevo de dragón fondeé en una bahía del norte y comercié con una de esas tribus. El huevo resultó ser de una especie de terón que tiene la piel plumosa, pero para sellar el trato con el jefe de la tribu tuve que compartir la comida con él. Cuando me enteré de que los sesos que probé eran... —El capitán se llevó la mano a la boca—. Han pasado diez años y todavía me dan arcadas cuando lo pienso.

—¿Que te comiste los sesos de un...?

—Por favor, olvídalo. Me arrepiento de habértelo contado.

A Kratos le mortificaba no poder controlar la situación desde la
Lucerna
. Como general de la expedición, se decía, debería estar al tanto de lo que ocurría en las demás naves. Pero la información que recibía era escasa. Los barcos mantenían su formación sin trastocarla, de tal manera que los que navegaban más adelantados viajaban a varios kilómetros de ellos. Usando bocinas se transmitían información de una nave a otra, y también intercambiaban cayanes, pero Kratos no dejaba de pensar que estaba haciendo algo mal y que faltaba a su deber.

—No te atormentes,
tah
Kratos —le decía el optimista Kybes—. Todo va bien, y todo irá bien.

—Ya hemos tenido que sacrificar tres caballos —respondió él, tras leer una nota que le enviaban desde uno de los transportes.

—Teniendo en cuenta que llevamos mil, no es tan mala cosa. ¡Me parece milagroso que llegáramos con alguno vivo a Teluria!

El aburrimiento y la claustrofobia eran un problema tan preocupante en los demás barcos como en la
Lucerna
. Kratos no se lo confió a Kybes, pero otra nota le informaba de que en la
Mandrágula
habían tenido que ajusticiar a un soldado que, por una riña de juego, había matado a un marinero y herido a otro. Por supuesto, estaba borracho. Como sospechaba Kratos, pertenecía al batallón Jauría, el que siempre provocaba más problemas disciplinarios. Así había ocurrido cuando lo mandaba Ihbias y así seguía pasando con Abatón, que era un problema disciplinario por sí mismo.

—No te preocupes tanto,
tah
Kratos —le dijo Baoyim—. Ya queda poco.

La Atagaira desplegó ante él un mapamundi que habían traído de Nikastu. Como casi todos los mapas que corrían por Tramórea, era una copia del original de Tarondas. Baoyim clavó el dedo en la isla de Bornelia y después señaló el estrecho de Zenorta. En esa versión del plano, el nombre de la ciudad no aparecía entre interrogaciones, como si el copista quisiera decir: «¡Yo sé cosas que el sabio Tarondas ignora!».

—Si todo va bien, llegaremos mañana —dijo Baoyim, calculando la distancia con los dedos.

—Espero que así sea —respondió Kratos.

—Cuando pongamos los pies en tierra, todo irá mejor. ¡Es innatural pasar tantos días encerradas entre paredes de madera! —Como todas las Atagairas, Baoyim tenía tendencia a utilizar adjetivos femeninos aunque se refiriera a grupos en que predominaban los varones—. Si al menos el suelo dejara de moverse, todo el mundo estaría más tranquilo.

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