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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (20 page)

BOOK: El consejo de hierro
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No se sorprendió cuando, al día siguiente, Qurabin se presentó ante ellos cuando estaban levantándose y les dijo que no viajarían solos. Que no podía decirles dónde estaba el Consejo de Hierro, pero se lo mostraría.

Quiere descansar
, pensó Cutter.
Y estar solo. Con nosotros. Haciendo acopio de valor. El monje irá desvelando más y más, le cueste lo que le cueste. ¿Qué más le da? ¿Para qué vive? ¿A qué le es leal
?

Empezó a llover, pero una lluvia diferente. Los rayos del sol quedaban congelados en cada gota como insectos en ámbar, así que era como si lloviese luz. Puebloculto se despidió de ellos.

Susillil sonrió a Cutter y asintió.

—Nunca nos hemos entendido bien, ¿eh, muchacho? —dijo Cutter con genuina alegría. La voz de Qurabin, aquel extraño ululato andrógino, declamó una despedida. A nadie parecía preocuparle que su dios se marchara.

Naturalmente, Cutter no sabía lo que Qurabin estaba diciendo. «Ahora sois vuestro propio pueblo, ya no necesitáis dioses», pensó. O, «sed fieles a mi memoria o volveré y os dejaré ciegos con mi cólera», o «no soy un dios y nunca lo he sido. Soy un desgraciado como vosotros, que se perdió por culpa de una religión estúpida».

Los viajeros marcharon hacia el noreste y hacia el norte. Un día, y luego otro, por el bosque, que seguía enfriándose lentamente. El suelo ascendía y las copas de los árboles descendían.

Los árboles empezaron a desaparecer. A los estanques acudían a beber criaturas que parecían osos altos y flacos y avispas serradas, grandes como gatos. Cutter creía ver cosas; pensó que los observaban.

En la invisible compañía del monje se movían de forma muy diferente. Fue Drogon el primero en percatarse.
Nos movemos demasiado deprisa
, le dijo a Cutter. Señaló un viejo árbol en forma de «Y» que crecía aislado por completo.
No lo perdáis de vista
, susurró.

Cutter trató de mantener sus pies vigilados, pero se desorientó; el terreno cambiaba de forma extraña, como si el propio camino fuera impredecible. Casi un kilómetro por delante de ellos vio el árbol, junto a un río. Oyó que Qurabin se movía y hablaba en voz alta y se agachó bajo una rama llena de espinas, y cuando la soltó, todavía caminó dos pasos antes de detenerse al oír que Drogon susurraba:
te lo dije
.

El agua estaba tras ellos. Cutter podía verla entre el follaje, y allí estaba también el árbol, con su corteza negra, y las ramas desplegadas y alzadas al cielo como brazos suplicantes. También había quedado detrás.

No había sentido ninguna dislocación. Solo había caminado. Todos sus compañeros parecían consternados, salvo Judah.

—¿Qué te cuesta —preguntó el golemista a Qurabin— encontrar estos caminos?

—Hay caminos ocultos, atajos…, sendas perdidas —dijo el monje—. A veces el Momento me deja cogerlas. A veces. —El monje parecía cansado—. Os dije que os llevaría.

¿
Por qué tanta prisa, monje
?, pensó Cutter.
No es necesario viajar así. ¿Qué está costándote todo esto, todos estos secretos
?

Así que marcharon cada vez más deprisa sin dejar de caminar, con las mochilas al hombro, arrastrándose al mismo paso de siempre. El mundano misterio de las sendas del monje les transportaba a velocidades cada vez mayores. Rodeaban unos pilares de roca en mitad de unos árboles y al salir al otro lado aparecían en una llanura reseca. Los árboles estaban perdiendo la corteza; era como si caminasen por un viejo tapiz cada vez más desgastado.

—Por… aquí, creo —decía Qurabin, y las agujas de su brújula se movían sin orden concreto mientras ellos iban recorriendo leguas. Viajaban más veloces que caballos.

Qurabin caminaba, comprendió Cutter, por la senda de un apóstata. Estaba sustrayendo cosas del dominio de cosas perdidas y ocultas del Momento. Cada día que pasaba hablaba con menos fuerza.

—Quieres desaparecer. —Cutter lo dijo con un susurro. El monje era un ser desplazado, renegado, abandonado por la historia y por su hogar.
Quieres desaparecer. Con cada ruta perdida que desvelas, pierdes algo… Algo se te oculta. Estás harto. Y es así como pretendes acabar. Haciendo algo que tenga un significado
. Su viaje era el dilatado suicidio de Qurabin.

—Ya sabes lo que está haciendo el monje —le dijo a Judah—. Esperemos que no lo oculte o pierda todo antes de que lleguemos adonde queremos.

—Está cerca —dijo Judah. Entonces sonrió, con una expresión de júbilo tal que a Cutter no le quedó otro remedio que sonreír también.

La tierra estaba cubierta de hierba. Los surcos abiertos por los glaciares, los lodazales y los guijarrales se sucedían sobre las bajas laderas. Habían sido muchas semanas de viaje. Vieron bosquecillos de mesquite y ruinas. Cuando soplaba el viento, la vegetación salvaje se movía como el mar. El monje estaba cada vez más fatigado, más oculto, pero a pesar de ello continuó perseverando, guiándolos, entre cursos de agua, entre rebaños de animales y ciempiés del tamaño de pitones que se enroscaban a los troncos de los árboles.

Un día vieron unas criaturas que dejaban un rastro de polen y agitaban la hierba como ballenas en aguas poco profundas. Borinaces, trancos, los nómadas ungulados de las llanuras. Un clan familiar, con los jóvenes al frente y la reina detrás. Los trancos eran mucho más altos que un hombre. Corrían con un galope cimbreante, bamboleando sus rígidas patas como si fueran muletas.

Una de las criaturas volvió hacia ellos un rostro bestial y amigable, los vio y los saludó con un gesto al pasar. Las manos de los borinaces se movían de forma extraña. Era como si el miembro apareciera y desapareciera.

El viaje había endurecido a los viajeros. Tenían músculos nudosos. Eran expertos tiradores. Los cortes de Pomeroy se habían teñido por dentro, así que lucía una espléndida máscara de cicatrices oscuras. Elsie se recogía el desordenado cabello con un pañuelo. Los hombres llevaban largas barbas y coletas que se ataban con cintas de cuero. Solo Drogon se resistía a esto, afeitándose en seco cada pocos días. Racionaban su menguante suministro de balas y llevaban lanzas endurecidas al fuego. Parecían, pensaba Cutter, un grupo de aventureros, los filibusteros mercenarios del continente.

Pero no lo somos. Hay una buena razón para todos nuestros viajes.

—Debe de quedar poco para Sinn, ¿no? —dijo—. ¿O estamos ya? He perdido la cuenta. —Trató de contar las semanas con los dedos.

Una noche, Judah creó cuatro figurillas de tierra y susurrando pequeños hechizos las hizo bailar mientras sus compañeros ponían la música dando palmas. Al acabar, saludaron con reverencias; luego volvieron a la tierra.

Dijo él:

—Quiero deciros a todos que os estoy muy agradecido. Quiero que lo sepáis. —Hicieron un brindis con agua—. Quiero deciros… Llevamos tanto tiempo viajando que es como si lo importante fuera el viaje. Pero no es así.

»Ni siquiera sé con seguridad si creéis en el Consejo de Hierro. —Sonrió—. Creo que sí. Pero es posible que para algunos de vosotros eso ya sea lo de menos. Creo que tú estás aquí por el tiempo que pasamos en el cuarto de las reuniones, Elsie —dijo. Sus ojos se encontraron y ella asintió—. Sé por qué estás tú —dijo a Cutter.

»Hasta tú, quizá, Drogon… Un extravagader como tú… Los mitos y las esperanzas son tus mercancías, ¿verdad? Es tu negocio; lo que mantiene en movimiento los caballos vagabundos. ¿Estás aquí porque crees que el Consejo de Hierro es como el Palacio de Mazapán? ¿Buscas un cielo?

—Yo no estoy aquí por eso, Judah Low —dijo Pomeroy. Judah sonrió—. Eres muy importante para mí, Judah, moriría por ti, pero no en este momento. No con lo que está ocurriendo en Nueva Crobuzón. Hay demasiado en juego. Estoy aquí por lo que dijiste que iba a pasarle al Consejo. Y porque creo que puedes impedirlo. Por eso estoy aquí.

Judah asintió y suspiró.

—Eso es lo que quería deciros. Esto nos supera a todos. El Consejo de Hierro… —permaneció un largo rato en silencio—. Es duro, porque así es como debía ser. Pero es el Consejo. Es el Consejo de Hierro. Y los gobernantes de Nueva Crobuzón, no sé cómo, lo han encontrado. Mi contacto, mi viejo amigo, tenía razones sobradas para no habérmelo contado, pero lo hizo, gracias a Jabber. Lo han encontrado después de todo este tiempo. Tanto tiempo, de hecho, que muchos ciudadanos ni siquiera están convencidos de que haya existido en realidad, y muchos miles más creen que desapareció hace mucho.

»Chaverim…, amigos… Vamos a salvar al Consejo de Hierro.

Al día siguiente, Qurabin mantuvo una larga conversación con el Momento. El indefinible monje lloró, suplicó y emitió un sonido desolado.

Finalmente, habló Cutter:

—Monje —dijo—. Monje, ¿qué ha pasado? ¿Estás ahí? ¿Te has ido?

—Ya no está oculto —dijo Qurabin con voz amortiguada—. Sé dónde encontrarlo. Pero el precio… He perdido mi idioma.

Ya solo le quedaba el ragamol, la tosca y pueril lengua de los viajeros.

—Me acuerdo de mi madre —dijo en voz baja—. Recuerdo las cosas que me susurraba. Pero ya no sé lo que significan. —No había horror en su voz. Solo una constatación desapasionada—. Una cosa se pierde. Otra se encuentra. Sé adónde debemos ir.

Siguieron rutas misteriosas. El color de los cielos fluctuaba.

Era día de la cadena cuando la llanura desapareció y comprendieron que llevaban mucho tiempo ascendiendo; el suelo se había empinado y caminaban bajo el aire enrarecido de una loma cubierta de peñas. Frente a ellos se extendía una depresión de lateritas rojas, un cañón que se ensanchaba formando una región demasiado vasta para ser un valle, donde el continente se había abierto con indiferencia. Tras una larga aleta de roca, varias columnas de humo negro mancillaban la atmósfera.

Judah se acercó al borde del acantilado y dirigió la mirada hacia aquellas fumarolas, que no procedían de fogata alguna, y lanzó un aullido. Un sonido de tan puro deleite animal que fue como si se remontara a lo largo de toda la historia, como si ningún ser humano, ninguna criatura dotada de raciocinio, hubiera podido sentir una emoción tan absoluta. Judah aulló.

No se detuvo. Descendió a toda prisa, sin esperar a sus compañeros, siguiendo tenues huellas en la pradera. Cutter lo alcanzó pero no trató de hablarle. Una luz espesa como la mermelada recorría la sierra.

Alguien les gritó, y varias voces lanzaron un coro de ecos hostiles contra ellos. Una pregunta, una orden en varias lenguas diferentes, en rápida sucesión. Y entonces en la suya. Ragamol, a más de tres mil kilómetros de su hogar. Cutter se quedó boquiabierto. Tres figuras salieron de su escondite.

—Alto, alto —gritó una—. ¿Habláis ragamol?

Cutter les enseñó que no llevaban armas. Sacudió la cabeza con extraño deleite. El joven hablaba con un acento híbrido, y algo moldeaba sus fonemas aparte del familiar gruñido de la parte sur de la Perrera, de los barrios bajos de Nueva Crobuzón.

Judah estaba corriendo hacia los tres: una mujer, un hombre y un nudoso cacto. El sol estaba poniéndose tras ellos, así que estaban a oscuras y Cutter solo podía ver sus contornos. Judah, que estaba aproximándose a ellos con paso tambaleante y los brazos en alto, debía de estar bañado en luz crepuscular, envuelto en ella, con todas las arrugas del rostro perfiladas, teñido de amarillo. Estaba riéndose y gritando.

—¡Sí, sí, sí, hablamos ragamol! —dijo—. ¡Sí, somos de vuestro grupo! ¡Hermanas! ¡Hermanas! —Volvió a lanzar aquel grito, y tan evidente resultaba que no representaba ninguna amenaza, tan obvio era que estaba sumido en un delirio de alegría y alivio, que los guardias humanos avanzaron un paso y abrieron los brazos para recibirlo como a un invitado—. ¡Hermanas! —dijo—. ¡He vuelto, estoy en casa, soy yo! ¡Larga vida al Consejo de Hierro! Por los dioses y por Jabber y, y, y en el nombre de Uzman… —Se sobresaltaron al oír esto.

Judah los abrazó uno a uno y entonces se volvió, con los ojos brillantes, y sonrió sin mediación alguna, sin rostro, una sonrisa que Cutter nunca había visto en él.

—Hemos llegado —dijo Judah—. Larga vida, larga vida. Hemos llegado.

ANAMNESIS
El tren perpetuo

Con cada paso que da, el agua y las raíces de los juncos tratan de frenarlo. Hace muchos años, y Judah Low es joven y está en los humedales.

»Otra vez, dice. Eso es todo. No hay por favor, y tampoco es necesario. La cortesía está profundamente enraizada en la superestructura de esta lengua. Para ser maleducado hace falta esforzarse y utilizar declinaciones irregulares.

»Otra vez, dice y el joven lanzancudo le muestra lo que ha hecho. Dobla las cejas esbozando lo que Judah sabe que es una sonrisa y abre una mano y hay un juguete de lanzancudo hecho de barro y nenúfares entre sus dedos. El muchacho le da forma con dos dedos y le canta con un minúsculo gorjeo carente de palabras que hace que se mueva. La figurilla solo sabe hacer un movimiento, flexionar y estirar los tallos que son sus patas. Lo hace varias veces antes de reventar.

Se encuentran al borde de un amplio espacio tapizado de una nudosa vida vegetal y recorrido por vías de agua cubiertas de intrincadas frondas, canales fortuitos. Las ramas ocultan los caminos y la vegetación es tan tupida y densa, está tan saturada con el agua de la ciénaga que es glutinosa, como un líquido viscoso que rezumara de las ramas y se coagulara fugazmente adoptando forma de hojarasca.

La ciénaga imita todos los paisajes. Se abre para formar prados y puede ser un bosque. En algunos lugares, el barro se solidifica hasta el punto de formar ciénagas-montañas. Hay túneles bajo las raíces, inundados de agua, negros y laberínticos. Hay lugares muertos donde los árboles descoloridos emergen de las aguas estancadas. Tribus de mosquitos y moscas negras acuden a Judah y lo sangran terriblemente.

Para Judah, el aire del pantano no es opresivo. Es como un mesenterio. En los meses que lleva viviendo allí, ha aprendido a sentirse protegido por él. A pesar de que todas las picaduras se le infectan y a pesar de la diarrea, ama la ciénaga. Levanta la mirada hacia el sol de la tarde, más allá de unas nubes diluidas que parecen hechas de leche aguada. Se siente reverdecido, enmohecido y habitado por infusorias, un anfitrión, un paisaje además de una forma de vida.

El muchacho sumerge la mano con la gracia propia de su raza. Tiene dedos radiales dispuestos alrededor de una pequeña palma, una estrella. Se pliegan hacia él: las falanges se engoznan como los pétalos de una flor que se cierra, hasta quedar reducidas a un punto. Las uñas se concatenan, la mano se convierte en una punta de flecha.

BOOK: El consejo de hierro
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