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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (16 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—¿Por qué? ¿Por qué? —dijo Elsie. Se estremeció—. Galaggi no es territorio de Tesh, es tierra salvaje. Estas tribus no pertenecen a Tesh.

—No, pero el perjudicado por este acto es Tesh —dijo Judah—. El vino y el aceite de Galaggi pasan por su territorio. Aún no son lo bastante fuertes como para atacar la ciudad, pero de este modo golpean su economía.

Se encontraban muy lejos del mundo delimitado por sus mapas. Tesh estaba allí, trescientos o cuatrocientos kilómetros al suroeste, en la llanura costera. Cutter pensó en ella y se dio cuenta de que no sabía qué debía imaginar. ¿Cómo debía pensar en ella? Tesh, Ciudad del Líquido Reptante. Con sus fosos y sus gatos de vidrio, y las llanuras del Catoblepas, y las traineras mercantes y los embajadores vagabundos y el Príncipe de las Lágrimas.

Miles de millas náuticas desde la bahía del Hierro hasta la costa lejana, hasta el enclave que Nueva Crobuzón había establecido al norte de Tesh. La milicia tenía que dejar Shenkell atrás, y mares infestados de diablos alados y piratas, y cruzar el estrecho de Fuegagua, donde el poder de la Brujocracia respaldaba a sus vecinos de Tesh. No había rutas terrestres por los interiores salvajes de Rohagi, no había atajos. Era una guerra de desesperada dureza. Nueva Crobuzón tenía que enviar sus naves por meses de aguas hostiles. Su brutal fortaleza asombraba a Cutter.

Aquella noche comieron los frutos todavía verdes que habían encontrado en un vinerraco muerto e hicieron chistes de dudoso gusto sobre la calidad de la cosecha. El segundo día en la tierra de los vinateros encontraron algunos restos de los merodeadores. No había sido un viaje de placer para la milicia de Nueva Crobuzón. Eran los restos de un nashorn, un rinoceronte acorazado, transformado en un tanque para la sabana. Tenía dos pisos de altura, una batería en la retaguardia y un cuello reforzado con pistones. Su cuerno era un sacacorchos, un enorme taladro. El cuerpo del nashorn, hostigado por incontables armas campesinas, había reventado. Los engranajes y entrañas yacían desparramados a su alrededor.

Había seis milicianos muertos. Cutter se quedó mirando los conocidos uniformes en aquel lugar extraño. Los habían matado a cuchilladas. Había hoces en el suelo.

La tierra estaba invadida de carroñeros. Criaturas zorrunas que se alimentaban de carne muerta arañaban el suelo. Aquella noche, Drogon despertó a los viajeros con un disparo.
Guls
, les susurró, uno detrás de otro. No lo creyeron, pero a la mañana siguiente, el cadáver estaba allí: con la palidez de la tumba y aspecto simiesco, una enorme boca erizada de dientes y una costra de sangre medio seca sobre una frente sin ojos.

Sintieron la llegada de los primeros fríos al dirigir sus pasos al norte, pero solo fue un espejismo. En aquel calor, entre los guls y los cadáveres y el mareante aroma de la fruta podrida y el humo, en una tierra convertida en un recuerdo devastado de sí misma, Cutter se sentía como si estuviera caminando por la antesala de un infierno.

Tras varios días recorriendo escabrosas laderas transversales, el contorno borroso de unas colinas arboladas apareció al norte, para gran regocijo de Judah.

—Tenemos que cruzarlas —dijo—. Es el final de la sabana; allí termina Galaggi.

Tras ellos, las huellas del paso de la milicia quebraban la tierra. Habían dejado atrás el devastado país de ganadería y vino salvaje, aquellas decenas de kilómetros que hasta hacía poco había tenido algún valor. Estaban en una región más húmeda, cubierta de colinas cálidas, cobrizas y resbaladizas. La lluvia era cálida, un calabobos que no llegaba a tocar el suelo.

Se encontraban en lugares que solo sabios y aventureros de la antigüedad habían hollado. Habían oído hablar de aquellos extraños parajes: campos de hielo en pleno verano, nidos de termitas grandes como perros, nubes que se fosilizaban, transformadas de pronto en granito. El día del polvo, un humo nuevo y un olor llegaron hasta ellos. Al coronar unas laderas de rocalla y breccia, se encontraron con varios kilómetros de monte bajo que se extendían hasta un bosque, y vieron que había algo ardiendo delante de ellos. Uno por uno, exhalaron sonidos de asombro.

A pocos kilómetros de allí. Una quelona. Tenía las titánicas piernas extendidas, y el plastrón pegado al suelo. Sus costados se elevaban colosalmente, y en su mitad se veían pliegues sólidos de caparazón modelados con el paso de las generaciones con la forma de salientes y torres, los muros de una aldea de queratina. La gran tortuga tenía mas de cien metros de longitud y a lo largo de los siglos de su vida, capa tras capa, había ido agregando a su espalda un asentamiento erizado, algo parecido a una dentadura. Esculpiendo frágiles excrecencias de su armadura, sus moradores habían tallado bloques, ziggurats y torres, de planos y líneas imperfectos, salpicados de ventanas, campanarios conectados por puentes de cuerda, recorridos por calles y túneles de cuerno; todo construido, pavimentado y amurado con la misma materia moteada que formaba el caparazón de la tortuga. La quelona había muerto y estaba ardiendo.

Apestaba a pelo quemado. Las paredes de la criatura escupían bocanadas de azufre. De la caverna que tenía por boca brotaba un goteo de cieno y vísceras.

Agolpado en su base había un enjambre de fortalezas con ruedas y orugas, cañones autopropulsados: un nuevo regimiento de Nueva Crobuzón. Había dos nashorn con sus respectivas tripulaciones, los capitanes en asientos rehundidos tras la cabeza de los rinocerontes, manejándolos por medio de controles cosidos directamente a los ganglios. Si habían abierto semejantes boquetes, los cañones de la milicia tenían que ser más potentes de lo que parecían.

Un grupo de milicianos avanzaba en dirección a los viajeros. Estaban siguiendo a una columna de refugiados que huía de las ruinas de la ciudad quelona.

Drogon y Judah abrieron la marcha por entre los chaparrales, hasta que sonó un brusco
cough-cough-cough
, y se alzaron unos gritos y varios disparos. Los viajeros se arrojaron al suelo y no se movieron hasta que quedó claro que no eran ellos los objetivos. Luego continuaron, agazapados hasta la base de una colina donde buscaron refugio detrás de una barricada de greda. Sobre ellos, a cielo abierto, había una fila de familias deshechas. No todos eran humanos. Algunos de ellos se habían ocultado detrás de un árbol caído o en alguna hoyada; otros estaban corriendo. Sus gritos de temor sonaban como arañazos.

En la cima de la colina, un cuerpo de la milicia tomó posiciones. Apenas se les veía desde allí abajo. Se arrodillaron delante de sus motocañones; hubo un monzón de ruido y balas y muchos de los refugiados cayeron.

Cutter estaba furioso. Llovieron más balas sobre la tierra y los moribundos se retorcieron y trataron de alejarse arrastrándose. Un habitante de la quelona se llevó algo a los labios, y hubo un sonido agudo, y en la colina se alzaron unos gritos y algunos de los milicianos se tambalearon, empujados por la potencia taumatúrgica de la trompeta.

Drogon estaba observando la cima de la colina con su catalejo. En respuesta a un susurro, Judah se volvió hacia él y dijo:

—¿Que está sacando el qué?

En lo alto de la cima se desenrolló una forma hecha de alambre y cuero negro, más alta que un hombre. Se transformó en un temblequeo de metal en expansión. Como un atril de música, se abrió varias veces. El zumbido de la taumaturgia hizo que el aire se enrareciera mientras un oficial de la milicia moldeaba la criatura y le daba una forma. Hubo un crujido y la criatura de alambre y cuero empezó a moverse.

Levantó una cabeza con ojos de vidrio, batió dos veces sus alas de cuero, se elevó y descendió sobre la ladera de la colina en dirección a los galaggitas. Sus miembros no eran brazos y piernas sino extensiones con filos cortantes, insectoides y esplendentes.

Los frotaba emitiendo un ruido parecido al de una amoladora.

La desagradable escultura voló hacia los refugiados. Judah, que tenía los ojos abiertos de par en par, habló con voz empapada de rabia y desprecio.

—Un prefabricado —dijo—. ¿Usáis prefabricados, joder?

Se levantó y echó a andar hacia la colina, y Cutter lo siguió y apuntó.

El asesino volador de la milicia pasó sobre los heridos y voló en busca del taumaturgo. Este lanzó otra nota aguda, pero la criatura carecía de vida y no sufrió el menor daño. Lo ensartó con sus bayonetas y el hombre, con un chillido, se desangró rápidamente.

Judah empezó a gruñir. Cutter disparó hacia la colina para protegerlo. Judah profirió un aullido y dirigió la mirada, no hacia el monstruo de alambre, sino hacia el oficial que lo controlaba. La criatura se apartó de la masa de carne a la que había quedado reducida su víctima y batió sus alas prefabricadas. Judah hinchó el pecho como un pugilista.

Nadie disparó. Todos observaron —hasta los galaggitas, asombrados por aquella extraña figura— mientras la letal ave de cuero se lanzaba sobre Judah con las alas desplegadas. Cutter disparó, pero no hubiese podido asegurar que había hecho blanco.

Judah recogió piedras y tierra del suelo. Su gruñido se hizo más fuerte y se convirtió en un grito mientras las sombras se precipitaban sobre él.

—¿Contra mí? —Su voz era espléndida—. ¿Utilizas un gólem contra mí?

Como un niño, lanzó la tierra embrujada de su mano hacia la criatura que se le echaba encima. Se produjo una tremenda detonación de energía. El gólem se desplomó al instante. La inercia de su vuelo se esfumó de repente y cayó a plomo desde el cielo.

Judah se situó sobre el metal caído, cuyo hálito de vida robada se había esfumado por completo. Durante varios segundos, no hubo el menor sonido. Judah temblaba de furia. Señaló la colina con el dedo.

—¿Utilizas un gólem contra mí?

El motocañón giró hacia él, pero sonaron varios disparos y el artillero chilló y cayó, abatido por la invisible mano de Drogon. De repente el aire se llenó de balas, disparadas por el susurrero, el trabuco de Pomeroy, Elsie, Cutter y los sorprendidos milicianos.

Judah avanzó en medio del tiroteo. Estaba gritando, pero Cutter ya no podía oír lo que decía, solo podía correr y tratar de protegerlo. La milicia de Nueva Crobuzón, a varios metros de allí, gritaba y disparaba a ciegas contra la base de la colina. Judah Low llegó junto a un montón de cadáveres de galaggitas.

El somaturgo pasó la mano entre los cadáveres y lanzó un grito ronco. Se produjo una fermentación mientras la energía del mundo era canalizada, y el momento se retorció y se hinchó y escupió un esputo de insólita rareza. Y entonces el montón de cadáveres adoptó una nueva configuración, se transformó en un gólem de carne que todavía se retorcía mientras los nervios que contenía iban muriendo.

Era un matadero hecho de muerte reciente, sanguinolento y chorreante. Se movía con la forma básica de un ser humano: cinco, seis cuerpos amontonados sin respeto alguno por su posición. Las piernas del gólem eran cadáveres agarrotados, uno de ellos invertido, con su muerta cabeza convertida en un pie, más aplastada e informe a cada paso que daba; el tronco, una aglomeración de brazos y huesos; los brazos, más muertos; la cabeza, más cadáveres de galaggitas; la totalidad de la forma empezó a ascender a terrible velocidad por la ladera, dejando un rastro de sí misma. Dejando los gritos de los vinateros que veían a sus seres queridos y a sus niños reanimados en aquella exhibición grotesca. Caminaba rápidamente seguida por Judah, quien emitía un chisporroteo de energía y permanecía unido a su monstruo por un funículo sobrenatural.

El tiroteo inmovilizó a los milicianos, y el gólem de carne muerta los alcanzó. La criatura iba desparramando materia a medida que ascendía la colina y los soldados de Nueva Crobuzón la desangraron y profanaron todavía más vaciando sus cargadores y motocañones sobre ella. Pero duró lo suficiente para acabar con ellos. Los aplastó con los golpes de los hombres y mujeres muertos que formaban sus puños.

Una vez que la cima de la colina quedó en silencio y el último de los soldados hubo caído, el gólem de carne se desplomó. Volvió a ser un montón de cadáveres antes de tocar el suelo.

Los milicianos muertos llevaban versiones andrajosas, guerrilleras, de sus uniformes convencionales, adornadas con orejas y dientes y símbolos extraños para contabilizar el número de muertes que se habían cobrado. Todavía llevaban sus máscaras, todos ellos.

Quedaban dos con vida. Uno de los que había derribado la trompeta deliraba, consumido por la fiebre sobrenatural que le había provocado la música del arma; el otro había recibido un disparo de Pomeroy en las manos y chillaba sin parar mientras se miraba los dos muñones rojizos.

Drogon registró los cadáveres. La fuerza principal que había atacado la quelona no tardaría demasiado en enviar exploradores tras el pequeño escuadrón de la muerte.

Judah estaba cansado. El gólem que había creado —tan grande, con tanta rapidez— le había costado mucha energía. Registró el cadáver de la capitana-taumaturga, cuyo gólem plegado había desactivado con tanta facilidad. Se guardó sus cosas: baterías, frascos con productos químicos y piedras cargadas.

Esquivaba la mirada de Cutter.
Está avergonzado
, pensó este.
Por su exhibición
. Judah de pie en la colina, avanzando como un espíritu indignado, infectando los cadáveres con una especie de vida. Judah era un golemista de poder y experiencia extraordinarios: desde que la Guerra de los Constructos obligara a los ricos a sustituir sus sirvientes a vapor, sus conocimientos lo habían hecho rico. Pero Cutter nunca había visto a Judah Low reconocer su poder ni hacer ostentación de él hasta el nacimiento de aquel gigante hecho de cadáveres.

«¿Usas un gólem contra mí?». Con qué facilidad se había inflamado su furia. Ahora, Judah Low estaba tratando de esconderse de nuevo.

Los refugiados estaban observándolos. Eran del pueblo de la quelona. Hombres y mujeres de razas diferentes, vestidos con ropa de asombroso diseño. Había escarabajos grandes como niños que caminaban a dos patas. Los miraban con ojos iridiscentes, con las antenas inclinadas hacia Cutter. Sus muertos tenían los caparazones agrietados y manchados de su propio icor.

Entre los humanos había algunos ataviados con ropa de colores naturales, colores de cazador. Eran más altos que los quelonianos y tenían la piel de un gris más intenso.

—Vinateros —dijo Cutter.

—Dos veces refugiados —dijo Elsie—. Huyendo de la milicia, debieron de refugiarse en la aldea-caparazón, y entonces tuvieron que huir de nuevo.

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