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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (12 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Ori llenó cuencos de sopa. Reconoció las caras de muchos de los desposeídos; conocía los nombres de algunos. Muchos eran rehechos. Una mujer a la que le habían extirpado los ojos como castigo, y cuyo rostro era ahora un sello de piel desde la nariz a la nuca, pasó arrastrando los pies, sujetándose a la andrajosa capa de su compañero. La mayoría de ellos eran humanos, pero no todos; en estos tiempos duros había también de las otras razas. Un viejo cacto, con las espinas marchitas y quebradizas. Hombres y mujeres cubiertos de cicatrices. Había algunos que habían perdido la cabeza, que canturreaban himnos o balbuceaban palabras absurdas y hacían preguntas que no tenían sentido

—¿Eres duplicador? —preguntaba a todo el que pasaba un anciano de pelo lacio con los vestigios de un antiguo acento aún audibles en su voz—. ¿Eres un duplicador? ¿Eres excesivo? ¿Estás proscrito? ¿Eres duplicador, hijo?

—Ori. ¿Vienes buscando redención? —Ladia era la trabajadora a jornada completa que estaba de guardia. Le gustaba provocar a los voluntarios que iban allí para aligerar su sentimiento de culpa. No era ninguna estúpida: sabía cuáles eran sus filiaciones políticas. Cuando Ori se tomó un descanso, se reunió con él y le sirvió un poco de licor en el té. Sabía que, con el ruido de los indigentes, nadie podría oír su conversación.

—Eres como Toro —dijo él—. Sois los únicos que estáis haciendo algo, haciendo que las cosas cambien, aquí y ahora.

—Lo sabía. Sabía que habías venido porque te sentías culpable —dijo ella. No era un reproche—. A poner tu granito de arena.

Ori terminó su descanso sin perder la paciencia. Cuchicheó con los que estaban momentáneamente a su cuidado. Algunos de ellos sonreían y le respondían. Otros lo maldecían con el aliento cargado de alcohol o té-plus.

—¿Eres excesivo? ¿Estás proscrito? ¿Eres un duplicador? —le dijo el insistente anciano. Ori se llevó su cuenco.

—Lo eres —dijo el viejo—. Sí, eres un duplicador. Eres un duplicador, pequeño terror. —El hombre sonrió como un santo mientras señalaba al vientre de Ori, donde la camisa se había salido dejando la cintura a la vista, y le metió allí un ejemplar doblado del
doble R
, el
Renegado Rampante
.

Ori volvió a meterse la camisa, procurando que no pareciera que actuaba de forma furtiva. Lavó los cuencos en la fuente (mientras el viejo se reía y se mesaba la barba y no paraba de decir «lo eres, eres un duplicador» a su espalda). Hizo otra ronda por la sala, con parsimonia, ofreciendo las últimas rebanadas de pan, y luego volvió con el risueño anciano.

—Lo soy —dijo, en voz tranquila pero baja—. Soy un duplicador, pero es mejor que te lo guardes para ti, colega. Preferiría que nadie lo supiera, ¿comprendes? Guárdame el secreto, ¿eh?

—Oh, sí. —La voz del hombre cambió de repente. La astucia de la locura se apoderó de él y bajó el tono—. Oh, sí, eso podemos hacerlo, ¿verdad? Los duplicadores son buena gente. Los duplicadores como tú. Y los excesivos, los libres y los proscritos.

La Facción del Exceso, el Sindicato Libre, la Liga de los Proscritos: no era solo el
RR
. El viejo estaba enumerando los diferentes grupos del Caucus.

—Son buena gente, aunque no dicen más que tonterías —dijo, y con un movimiento brusco, empezó a abrir y cerrar la mano como si fuera una boca locuaz—. Todo son tonterías. —Ori sonrió y asintió—. Les gusta hablar. Y, ¿sabes?, no está mal. Hablar es bueno. No siempre se dicen… tonterías.

—¿Quién es el abuelo? —preguntó Ori a Ladia.

—Espiral Jacobs —respondió ella—. Un pobre viejo. ¿Ha encontrado alguien con quien hablar? ¿Ha decidido que le caes bien, Ori? ¿Ha decidido que eres un proscrito, un libre o un duplicador? —Ori la miró fijamente, incapaz de saber si sabía lo que estaba diciendo—. ¿Ha empezado ya a hablarte de brazos y lenguas? —gritó—. ¡Brazos y lenguas, Espiral! —Agitó los brazos y sacó la lengua, y el viejo soltó un graznido y la imitó—. Es partidario de los brazos y va contra las lenguas, si no recuerdo mal —dijo a Ori—. ¿Ya te ha cantado su canción? «Basta de palabras, a las barricadas».

Aquella noche, cuando Ori se marchaba, otro de los voluntarios, un tipo estúpido y amable, lo abordó en la puerta.

—Te he visto hablando de Espiral Jacobs con Ladia —dijo. Sonrió. Susurró—: ¿has oído lo que cuentan de él? ¿Lo que hacía antes? ¡Estaba con Jack Mediamisa! Lo juro por Jabber. Estaba en el grupo de Jack, conocía a Cara Cortada, y se escapó.

9

La noche siguiente Espiral Jacobs no fue al refugio, ni tampoco la otra. El placer y la sorpresa con los que Ladia recibía a Ori empezaron a transformarse. Se dio cuenta de que lo vigilaba para asegurarse de que no estaba traficando con drogas o estraperlo, así que se esmeró en el trabajo y ella no pudo hacer otra cosa que seguir sorprendida.

El día de la calavera, mientras Ori barría el suelo del refugio, oyó:

—¿Estás proscrito? ¿Eres un duplicador? —Espiral Jacobs lo vio, le sonrió y dijo—. Aquí está el chico. Aquí estás, ¿eh?, eh… —parpadeó, levantó un dedo y le guiñó un ojo. Se inclinó hacia él y susurró—: duplicador.

Un intento
, pensó Ori. Se había obligado a ser escéptico. Un poco de indulgencia con aquella casualidad. Solo cuando terminaron de repartir la comida y las primeras familias de mendigos empezaron a regresar de sus jornadas de mendicidad o latrocinio para dormir, se acercó a Espiral.

—¿Te invito a un trago en algún sitio? —dijo—. Parece que tenemos intereses comunes. Podríamos charlar un poco. Sobre duplicación. Sobre nuestro amigo Jack.

—Nuestro amigo, sí, Jack.

El hombre se tumbó en una manta. Ori empezó a perder la paciencia. Espiral Jacobs sacó algo, un trozo de papel, con los dobleces incrustados de mugre. Se lo enseñó a Ori con una sonrisa de niño.

Hacía fresco cuando Ori regresó a su casa. Siguió la ruta del tren, junto a las vías tendidas sobre las techumbres de ladrillo en bucles, y los arcos parecidos a serpientes marinas. Una luz que parecía luz de gas o luz de vela brotó de las ventanas sucias de un tren y cubrió de sombras convulsas el anguloso paisaje de tejados, pero tras la estela del motor, la oscuridad volvió a salir reptando de detrás de las chimeneas.

Ori caminaba deprisa, agachando la cabeza y metiendo las manos en los bolsillos cuando se cruzaba con la milicia. Sentía sus ojos encima. No eran fáciles de ver, pues sus uniformes estaban hechos de fibra de trog, que devoraba toda la luz que recibía y excretaba oscuridad. De noche, lo más visible de ellos era su armamento: estaban equipados, se hubiese dicho, al azar, y en la tenue luz se vislumbraban sus bastones o sus cajas de aguijones, sus puñales, sus pistolas rotatorias.

Su memoria se remontó doce años en el pasado, hasta antes de la depresión, hasta la Guerra de los Constructos, cuando por primera vez desde hacía un siglo, la milicia había abandonado su tradición de actuación encubierta —redes de espías, informadores, oficiales de paisano y temor descentralizado—, había salido a la luz y se había uniformado. Ori no recordaba las raíces de la crisis. Un niño más, se había encaramado con su banda de alborotadores a los tejados de la Aduja y la Ciénaga Brock, en la orilla norte del Alquitrán, y desde allí había presenciado el bombardeo de los vertederos del Meandro Griss.

Con pueril agresividad se habían sumado a la purga de los constructos de la ciudad, aquel momento de furia ciega en el que los aullidos de pavor de los limpiadores mecánicos y a vapor se habían transformado inesperadamente, a los oídos de todos, en gritos de hostilidad. Las turbas habían arrinconado y destruido a las metálicas criaturas. La mayoría de los constructos no habían hecho otra cosa que aguardar pacientemente mientras los hacían pedazos, pisoteaban sus cristales en el suelo y les arrancaban los cables.

Algunos habían luchado. La razón de la guerra. Infectados por una consciencia viral, un programa que no hubiese debido existir, que se había propagado entre los constructos de Nueva Crobuzón y que había inducido a sus motores analíticos a adoptar configuraciones heréticas que habían acabado por enhebrar una fría inteligencia cibernética. Motores pensantes para los que el instinto de conservación era el predicado, que alzaban sus miembros de metal, madera y tuberías contra sus antiguos amos. Ori nunca llegó a verlo.

La milicia había arrasado la jungla de basura del Meandro Griss. La habían bombardeado con una lluvia de fuego y luego habían avanzado con equipos de demolición por un paisaje de metal fundido y cenizas. Había allí una especie de fábrica de programas perniciosos, donde la monstruosa mente responsable de todo aquello había sido destruida. Era un demonio o algo parecido, o un consejo formado por los constructos concientes y sus seguidores de carne y hueso.

Aún quedaban algunos constructos y motores de diferencia en la ciudad, pero eran muchos menos y estaban sometidos a un estricto sistema de licencias. Una economía de gólems los había remplazado en la medida de lo posible, enriqueciendo a unos pocos taumaturgos. Los vertederos del Meandro Griss seguían siendo una ruina ennegrecida y denudada. Era un lugar prohibido, donde los niños de Nueva Crobuzón entraban trepando o reptando por algún agujero, recogían algún trofeo y se decían unos a otros que estaba maldito por los fantasmas de las máquinas. Pero la consecuencia de mayor calado de la crisis, creía Ori, era que la milicia seguía actuando abiertamente. Pocos meses después de la Guerra de los Constructos, habían estallado las revueltas provocadas por la recesión, y después de eso, muy pocos milicianos habían vuelto a vestirse de paisano.

Ori no sabía si era mejor o peor. Entre los rebeldes había opiniones para todos los gustos. Algunos opinaban que la emergencia de la milicia era una expresión de debilidad y otros lo contrario.

El papel que Espiral Jacobs le había enseñado era un heliotipo, muy antiguo, en el que se veía a dos hombres en los tejados de las casas que rodeaban la estación de la Calle Perdido. Estaba en muy mal estado, desteñido por acción de la luz y arrugado por el paso del tiempo, y los personajes estaban rodeados por un halo de movimiento borroso, provocado por una exposición demasiado prolongada. Pero eran reconocibles. Espiral Jacobs con barba blanca, con aspecto de viejo incluso entonces y la misma sonrisa de loco. Y junto a él un hombre cuyo rostro borroso estaba volviéndose hacia la cámara, con los brazos alzados en la misma dirección y los dedos de la mano izquierda extendidos. El brazo derecho, que estaba desplegándose en aquel momento, era una brutal y enorme pinza de mantis.

A primera hora de la mañana siguiente, mientras sacaban a los mendigos del centro, Ori estaba a la puerta.

—Espiral —dijo al ver al hombre, que salía rascándose y embozado en su manta. El viejo parpadeó bajo la luz del sol.

—¡Duplicador! ¡El duplicador!

Le costó la paga de un día entero. Tuvo que tomar un taxi para que llevara al viejo hasta Tábano, donde nadie conocía a Ori. Espiral parloteaba en voz baja. Ori compró algo de desayunar en una plaza, bajo la torre de la milicia de Tábano, comunicada con el corazón de la ciudad por medio de vías suspendidas a decenas de metros de altura. Espiral Jacobs comió durante largo rato sin decir nada.

—Basta de palabras, a las barricadas, Espiral. ¿No es así? Mucho de esto —Ori sacó la lengua— y muy poco de esto otro. —Apretó el puño.

—Barricadas y no palabras —asintió el mendigo mientras devoraba un tomate a la parrilla.

—¿Es eso lo que decía Jack?

Espiral Jacobs dejó de masticar y levantó una mirada maliciosa.

—¿Jack? Ya te daré yo Jack —dijo—. ¿Qué quieres saber? —Por un segundo, el acento, ese rastro indefinido de algo forastero, resonó con mayor fuerza.

—Él luchaba, no hablaba, Jack digo, ¿no? —dijo Ori—. ¿No es así? A veces quieres que alguien se lance a las barricadas, que haga algo, ¿no?

—Con Jack tuvimos media misa —dijo el anciano, y, por un momento que borró toda su locura, sonrió con una enorme tristeza—. Era el mejor de nosotros. Lo quiero, a él y a sus hijos.

¿Sus hijos?

—¿Sus hijos?

—Los que vinieron después. Bien por ellos.

—Sí.

—Olé por ellos, por Toro.

—¿Toro?

En los ojos de Espiral Jacobs, Ori vio una demencia real, una oscura aflicción de soledad, frío, licor y drogas. Pero todavía nadaban en él algunos pensamientos, astutos como barracudas, cuyos movimientos se revelaban en los tics de la cara del mendigo.
Me está sondeando
, pensó Ori.
Me está poniendo a prueba por alguna razón
.

—Si yo hubiese sido un poco mayor, habría sido hombre de Jack —dijo—. Es el jefe, siempre lo fue. Lo habría seguido. ¿Sabes?, lo vi morir.

—Jack no ha muerto, hijo.

—Yo lo vi.

—Sí, bueno, puede que así sí, pero, ya sabes, la gente como Jack no muere.

—¿Y entonces dónde está?

—Creo que Jack está sonriendo y mirándoos a todos los duplicadores, pero hay otros, amigos nuestros, colegas míos, y está pensando, «¡bien por ellos!».

El anciano se rió con voz cascada.

—¿Amigos tuyos?

—Sí, amigos míos. ¡Con grandes planes! Lo sé todo. Cuando has sido amigo de Jack, lo eres para toda la vida, y también de todos los que son como él.

—¿Con quién están tus amigos? —quiso saber Ori, pero Jacobs no soltó prenda—. ¿Qué planes? ¿Quiénes son tus amigos? —El viejo se terminó la comida pasando los dedos por los restos de huevo y chupándoselos a continuación. Ni se fijó en Ori ni parecía importarle que estuviera allí. Se reclinó y descansó un momento y luego, sin mirar a su acompañante, salió al día nublado arrastrando los pies.

Ori lo siguió. No en secreto. Simplemente lo siguió hasta su casa, caminando unos pasos detrás de él. Una ruta lenta y lánguida. Por los restos del mercado de la calle Shadrach hasta el clamor de Galantina, donde algunos fruteros y carniceros tenían sus tenderetes.

Espiral Jacobs hablaba con mucha de la gente con la que se cruzaba. Le daban comida y unas pocas monedas.

Ori observó la sociedad de los vagabundos. Mujeres y hombres de rostro gris, vestidos con ropas que parecían capas de piel muerta, saludaban a Jacobs o lo maldecían con fervor fraterno. A la sombra carbonizada de una oficina incendiada, Jacobs pasó más de una hora bebiendo con los vagabundos de Galantina, mientras Ori trataba de entenderlo.

En una ocasión, un grupo de chicos y chicas, matones todos ellos, con una vodyanoi e incluso un joven garuda urbano entre sus filas, se acercaron para tirarles piedras. Ori se levantó, pero los mendigos empezaron a gritar y a sacudir los brazos con agresividad casi ritualizada y los niños no tardaron en marcharse.

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