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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (11 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—No lo suficiente.

—Pero está cambiando algo.

Ori respetaba a Curdin, había aprendido mucho de sus panfletos y de él, y no quería socavar su posición. Pero la complacencia del coordinador había empezado a enfurecerlo. El tío le doblaba la edad, y más aún… ¿Estaría haciéndose viejo? Permanecieron allí sentados, lanzándose miradas hostiles mientras los demás los miraban a su vez.

Después Ori se disculpó por sus malas pulgas.

—No es por mí —dijo Curdin—. Por mí puedes ser tan brusco como quieras. Pero te diré la verdad, Jack… —estaban solos y rectificó—. Te diré la verdad, Ori. Estoy preocupado. Tengo la impresión de que estás yendo por un camino muy concreto. Todas esas obras y marionetas… —sacudió la cabeza y suspiró—. No tengo nada en contra, te lo juro, me he enterado de lo que pasó en el Miserable Mendigo y te lo digo en serio, bien por tus amigos y por ti. Pero no basta con escandalizar y disparar. Permíteme que te pregunte una cosa. Tus amigos, los Titiriteros Flexibles: ¿por qué escogieron ese nombre?

—Ya sabes por qué.

—No. Sé que es un homenaje y me alegro por ello, pero ¿por qué él, por qué no Seshech o Billy le Ginsen, por qué no Poppy Lutkin?

—Porque nos arrestarían si hiciéramos eso.

—No te hagas el idiota, muchacho. Hay docenas de nombres que podríais haber elegido para enviar un mensaje, para burlaros del alcalde en su cara, pero tenéis que honrarlo precisamente a él. Al editor fundador del
RR…
No al de
La Lucha
ni al de
Trabajadores en Guerra
ni al de
El Punzón
. ¿Por qué él? —Curdin se dio unos golpecitos en el muslo con el periódico—. Yo te lo diré, muchacho. Porque, lo sepas o no, es a él a quien temen los poderes fácticos. Porque tenía razón. Sobre las facciones, sobre la guerra, sobre la pluralidad. Y Bill y Poppy y Cuello Frondoso y todos los demás… Toro, Ori, Toro y su banda y todos, incluso Jack Mediamisa, buena gente, chaverim, pero para este tipo de cosas, su estrategia no vale una mierda. Ben tenía razón y Toro está equivocado.

Ori detectó arrogancia, o compromiso, o fervor, o análisis en la voz de Curdin. Estaba tan furioso que no se molestó en desenmarañarlos.

—¿Ahora te vas a burlar de Mediamisa?

—Nada de eso, no estoy diciendo que…

—Esputo divino, ¿tú quién te crees que eres? Toro está actuando, Curdin. Está intentando que pase algo… Tú… tú solo hablas y el
doble R
sólo habla. Y Benjamín Flex está muerto. Lo está desde hace mucho.

—Eso no es justo —escuchó que decía Curdin—. Todavía no te ha salido casi la barba y te atreves a hablarme a mí de Benjamín Flex, por el amor de Jabber.

Lo dijo con voz que no carecía de afecto. No pretendía ofender, pero Ori estaba indignado.

—¡Al menos yo he hecho algo! —gritó—. ¡Al menos yo estoy haciendo algo!

8

Nadie parecía saber cómo había empezado la guerra con Tesh. Los que elaboraban el
Renegado
teníansus propias teorías, y luego estaban las historias oficiales y las invisibles maquinaciones que se ocultaban tras ellas, pero en el círculo de Ori nadie sabía muy bien qué la había provocado y, a decir verdad, ni siquiera cuándo había empezado.

Al inicio de la larga recesión, años atrás, los barcos mercantes de Nueva Crobuzón habían empezado a denunciar ataques piratas, actos de inesperada filibustería cometidos por barcos sin bandera. La exploración y el comercio de la ciudad estaban siendo atacados. La historia de Nueva Crobuzón estaba presidida por las oscilaciones entre la autarquía y el aperturismo, pero nunca, aseguraban sus ultrajados capitanes, había recibido tan inesperado castigo su emergencia al mercantilismo.

Tras siglos de incertidumbre y relaciones extrañas, la ciudad había llegado a un entendimiento con la Brujocracia, y la navegación por los estrechos de Fuegagua se había abierto para las naves de Nueva Crobuzón. Así que ahora existía una ruta marítima que unía la ciudad con los pastizales y las islas, los legendarios lugares del otro lado del continente. Los barcos volvían diciendo que habían llegado hasta Maru’ahm. Navegaban durante años y traían tortas enjoyadas desde miles de kilómetros de distancia, desde la dual-ciudad de los cocodrilos, llamada Los Hermanos. Y entonces habían empezado los ataques piratas, con dureza, y poco a poco, la ciudad había acabado por comprender que estaba siendo atacada.

Los barcos arcanos de Tesh, las goletas y laúdes filigrana, cubiertos de coloridos andrajos, cuyos tripulantes se teñían la piel con henna y se afilaban los dientes, habían dejado de recalar en los muelles de Nueva Crobuzón. Corrió la voz de que, empleando canales caídos en desuso desde hacía tiempo, el embajador secreto y oculto de Tesh había comunicado al alcalde que sus dos naciones se encontraban en estado de guerra.

Las noticias sobre depredaciones de Tesh en el estrecho de Fuegagua se hicieron cada vez más frecuentes y preocupantes, tanto en los periódicos como en los boletines del gobierno. El alcalde había prometido vengarse y contraatacar. El reclutamiento de marineros para la Marina de Nueva Crobuzón se intensificó, junto con, según oyó Ori, la actividad de los destacamentos de reclutadores forzosos.

Era algo distante, abstracto: batallas navales libradas a miles de kilómetros de allí. Pero había ido en aumento. Su presencia en los discursos de los ministros era cada vez mayor. El reciente aperturismo de la ciudad no había recibido recompensa. No se abrían mercados para sus exportaciones; la guerra bloqueaba las fuentes de abastecimiento de mercancías raras. Las naves partían y no regresaban. En la ciudad, las fábricas clausuradas no volvían a abrir, y otras cerraban, y en los carteles de las puertas crecía un moho que se mofaba de sus textos, que rezaban «suspensión temporal de la producción». La ciudad estaba estancada. Decaía y desesperaba. Los supervivientes empezaron a volver a casa.

Los soldados destrozados fueron abandonados en la Perrera y en Piel del Río para que mendigasen y relatasen sus experiencias a las multitudes. Cubiertos de cicatrices, con los huesos rotos, víctimas del enemigo o de la frenética cirugía de campaña, mostraban también extrañas lesiones que solo las tropas de Tesh hubiesen podido infligir.

Cientos de los supervivientes habían enloquecido, y en su delirio farfullaban en una lengua sibilante y desconocida, todos ellos, por toda la ciudad, las mismas palabras y al mismo tiempo. Había hombres cuyos ojos eran ahora sacos de sangre cubiertos de hemorragias pero que todavía veían, según le contaron a Ori, y que no podían dejar de gritar pues veían la muerte en todas las cosas. La gente temía a los veteranos, como si fueran una representación de su mala conciencia. Una vez, muchos meses atrás, Ori había pasado junto a un hombre que arengaba a la horrorizada multitud mientras le mostraba los brazos, que estaban teñidos de un gris muerto.

—¡Ya sabéis lo que es esto! —les gritaba—. ¡Ya lo sabéis! Yo estaba cerca de una explosión, ¿veis? Los serrahuesos quisieron cortarme los brazos, me dijeron que tenían que hacerlo, pero lo que pasa es que no querían que pudierais verlo…

Sacudió sus espectrales miembros como si fueran recortables de papel, y entonces apareció la milicia, lo amordazó y se lo llevó. Pero Ori había visto el terror de quienes estaban mirándolo. ¿Sería cierto que Tesh había reencontrado la perdida ciencia de las cromatobombas?

Un sinfín de incertidumbres, el descenso en espiral de la moral, terror en la ciudad. El gobierno de Nueva Crobuzón se había movilizado. Durante los últimos dos, tres años ya, había sonado la hora de la Ofensiva Especial. Más muerte y más industria. Todo el mudo conocía a alguien que había ido a la guerra, o que había desaparecido en un pub de los muelles. Los astilleros de Bocalquitrán, la ciudad satélite del estuario, habían empezado a vomitar acorazados de bolsillo y sumergibles, que habían desencadenado una especie de recuperación, secundada por los molinos y las fraguas de Nueva Crobuzón, la maquinaria de la guerra puesta al fin en movimiento.

Las cofradías y sindicatos eran ilegalizados de forma caprichosa, o sometidos a restricciones que los enmascaraban. Ahora había trabajos nuevos para algunos de los que se habían acostumbrado al pauperismo, aunque la competencia por ellos era feroz. Nueva Crobuzón se estiró hasta el límite, se tensó.

Cada era tiene sus bandidos sociales. Jack Mediamisa cuando Ori era niño, Bridling en la Semana del Polvo, Alois y su grupo un siglo antes. El propio Jabber, si se miraba en cierto modo. Alienados por su contexto, cruzados contra las normas: las multitudes que escupirían a un rehecho se hubiesen entregado a Mediamisa. Sin duda, algunos de ellos eran producto de la imaginación de la historia, bribones mezquinos embellecidos por el paso de los siglos. Pero otros eran reales: Ori lo juraría por Jack. Y ahora estaba Toro.

El día de la calavera, Ori corrió a ver a los novistas. Cobró el salario del día y se reunió con ellos en el pub Los Dos Gusanos, junto al puente del Carro, y a la vista de los tejados cubiertos de esputo de escarabajo de Kinken, al otro lado del río, jugaron y discutieron sobre arte. Los estudiantes y exiliados de los barrios artísticos siempre se alegraban de ver a Ori porque era uno de los pocos proletarios auténticos que había en su círculo. Por la noche, Ori y Petron y algunos más escenificaron un incidente artístico: vestidos como cerdos de pantomima, marcharon en comitiva hasta los Campos Salacus, pasando por el Reloj y el Gallo, caídos en desgracia hace tiempo, donde los nuevos ricos y los farsantes de la ciudad alta acudían a jugar a la bohemia. Los novistas gruñeron a los bebedores y gritaron, «¡ah, nostalgia!» con voces porcinas.

El día del polvo, Ori trabajó en los muelles, y dedicó la tarde a beber en un tugurio de proletarios de Vadoculto. Entre el humo y las carcajadas de los borrachos, echó de menos la extravagancia de Los Dos Gusanos. Una camarera se fijó en él y recordó que habían tenido un encuentro ilícito. La chica se levantó el delantal para que pudiera ver el
RR
que llevaba en el bolsillo, invitándolo a adquirirlo, y el resentimiento y la frustración que había sentido contra Curdin regresaron con redoblada intensidad.

Sacudió la cabeza tan bruscamente que ella pensó que se había equivocado de persona. Abrió los ojos de par en par. Pobre mujer, no pretendía asustarla. La persuadió de que no era peligroso hablar con él. La llamó Jack.

—Estoy cansado de esto —susurró—. Cansado del
RR
, siempre diciendo lo que son las cosas, pero sin hacer nunca nada, cansado de esperar a que se produzca un cambio que nunca llega. —Ejecutó una parodia ridícula de la jerga manual.

—¿Que no tiene sentido, eso es lo que piensas? —dijo ella.

—No, sé que lo tiene… —los dedos de Ori escarbaron en la mesa con fervor—. Llevo meses leyendo esto. Lo que digo… Pero es que la milicia está haciendo algo. Los calamitas están haciendo algo. Y en nuestro bando, los únicos que hacen algo son chiflados como la Liga del Exceso o bandidos como Toro.

—Pero supongo que no lo dirás en serio, ¿verdad? —Jack dejó que su tono descendiera lentamente—. O sea, ya conoces las limitaciones…

—Esputo divino y mierda, Jack, no me vengas ahora con lo de «los límites de la acción individual». Estoy cansado, nada más. A veces… ¿A veces no preferirías que te diera igual? Por supuesto que quieres que las cosas cambien, todos lo queremos, pero si las cosas no van a cambiar de ninguna manera, lo siguiente que más me gustaría es que me diese igual.

El día del pescado, Ori trabajó descargando en la estación Salpetra. Bajo el turbio crepúsculo, atravesó las miserables colmenas de ladrillo de Griss Bajo, entre amas de casa que barrían el residuo de los maquinofactores y las virutas de los aerosoles de pintura de los artistas del graffiti, mientras charlaban de ventana a ventana sobre las callejuelas. En un viejo establo, una cocina de beneficencia servía tazones de sopa a una fila de indigentes. Normalmente la caridad se dirigía desde Kinken, y para mantener el orden había un trío de khepris armadas a imagen y semejanza de sus diosas guardianas, las Hermanas Guerreras, con ballesta y pistola de yesca, lanza y red, y una de ellas, con una caja de espolones metamecánica.

Las khepri estiraron sus esbeltos y vívidos cuerpos femeninos. Hablaron sin intercambiar sonidos, moviendo las antenas y las patas de sus cabezas-escarabajo, los iridiscentes insectos de medio metro que tenían sobre el cuello. Expelieron chorros de sustancias químicas. Se volvieron hacia Ori —su imagen se reflejó en sus ojos compuestos— y, al reconocerlo, lo invitaron a acercarse a una de las ollas. Él empezó a servir sopa a pacientes mendigos.

El dinero de Kinken había puesto en marcha el servicio, pero era la gente del barrio quien lo mantenía en funcionamiento. Cuando el alcalde anunció que la ciudad no podía seguir encargándose de los necesitados, surgieron estructuras alternativas. Para avergonzar a los gobernantes de Nueva Crobuzón o por pura desesperación, varios grupos diferentes elaboraron sus propios programas sociales. Eran todos ellos inadecuados e insuficientes, y se solapaban unos a otros, como reflejo de la competencia entre las sectas.

En Hogar de Esputo eran gestionados por las iglesias: el cuidado de ancianos, huérfanos y pobres estaba en manos de hierofantes, monjes y monjas. Con sus sucedáneos de hospitales y comedores, sectas apostáticas y celotes, iban edificando una confianza que ni mil años de sermones les hubiesen proporcionado. Al darse cuenta de ello, el partido Nuevo Cálamo había organizado en Sunter su propio socorro, para uso exclusivo de los humanos y como complemento a su programa de acción callejera. Los insurreccionistas, que hubiesen sido arrestados en el mismo instante en que se hubiesen mostrado abiertamente, no pudieron responder.

Así que, en lugar de hacerlo, decidieron seguir al dinero de Kinken: venía, según oyeron, de Francine 2, la reina del crimen khepri. No era algo inaudito que los capitanes de la industria de lo ilícito patrocinaran obras de caridad: en el Barrio Oseo, según se decía, el Sr. Motley garantizaba la lealtad de sus residentes con inversiones de beneficencia. Pero, al margen de la procedencia del dinero, el refugio de Griss Bajo era dirigido por gente del barrio, y el Caucus intentaba por todos los medios que su implicación fuera del dominio público.

Con un reducido grupo de miembros de tendencias diferentes trabajando entre los no-afiliados, no resultaría fácil. Los activistas tenían que susurrar si querían hablar de sus inofensivas conspiraciones.

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