En la colina Mog, situada bastante cerca del territorio del Colectivo, pero fuera de los límites de la zona militarizada, Cutter encontró alojamiento. Dio su nuevo nombre. Pagaba con lo que ganaba durante el día trabajando en sitios que no había frecuentado en toda su vida.
Nueva Crobuzón estaba en ruinas. Sus estatuas rotas, los barrios teñidos y chamuscados por el fuego, calles enteras reducidas a fachadas, edificios destripados. Casas, iglesias, fábricas, fundiciones tan vacías y quebradizas como viejos huesos. Pecios flotando en los ríos.
Sabía cómo sumarse de nuevo a la red de rumores, aun quebrada como estaba, incluso ahora, cuando nadie hablaba con confianza, cuando los ciudadanos hacían esfuerzos por no verse los ojos al pasar, él sabía cómo. Incluso ahora, cuando cerrar rápidamente el puño podía interpretarse como jerga manual y el responsable se arriesgaba a que llamaran a la milicia o a que algún vigilante lo matara para salvar a la zona de los insurgentes y de los escuadrones de la muerte que atraerían. Dos semanas después de su regreso se encontró con Madeleina.
—Ahora las cosas han mejorado —le dijo ella—. Pero las primeras semanas, dioses…
»Cuerpos amontonados junto a las paredes. Todos se habían «resistido», según decían, al arresto. Se resistieron tropezando, o pidiendo un momento de descanso, o escupiendo, o caminando más despacio de lo que debían.
»Junto a las minas Arrowhead, en las colinas —le dijo—. El campo Sutory. Es donde tienen a los colectivistas. Miles. Nadie sabe cuántos. Hay un anexo: el que va allí no regresa, según dicen. Cuando han terminado de hacerle preguntas.
»Algunos conseguimos escapar.
Enumeró a todos los que conocía, y la suerte que habían corrido. Cutter reconoció algunos nombres. No sabía si Madeleina confiaba en él o es que ya todo le daba igual.
—Hay que contar lo que ha pasado —dijo—. Es lo que tenemos que hacer. Pero si decimos la verdad, los que no estaban allí pensarán que estamos mintiendo. Que exageramos. Así que… ¿dulcificamos las cosas para que nos crean? ¿No sería absurdo?
Estaba muy cansada. Cutter le pidió que le relatara toda la historia, todo lo referente a la caída del Colectivo.
Cuando le contó el tiempo que había pasado, lo más fácil habría sido decir, «nadie hubiese luchado por el Consejo», pero no lo hizo. No lo hizo porque nadie sabía lo que podría haber ocurrido, porque no se había permitido que ocurriera. Nunca sabrían lo que había hecho la intervención de Judah.
Corrían miles de rumores sobre el Consejo de Hierro.
Cutter visitaba a menudo el parque de Prado del Señor, y se sentaba entre las esculturas sedimentarias del pequeño dios de la paciencia. El parque estaba en ruinas. Entre los setos y macizos asomaban enormes rocas recubiertas de vetas y grietas, objeto cada una de ellas de una compleja preparación previa: pequeñas cavidades excavadas y rellenas con agentes cáusticos que producirían una tenue y lentísima disolución de la roca en planos muy precisos, de tal modo que con el paso de los años, la roca fuera deshaciéndose capa a capa, fuera descascarillándose con la lluvia y el viento, hasta que al final adoptaban la forma que había sido concebida para ellas tantos años atrás. Los escultores nunca revelaban lo que habían preparado, y su arte se manifestaba por sí solo mucho tiempo después de su muerte.
Él siempre había detestado el sosiego de aquellos parques, pero ahora que estaban en ruinas le inspiraban una especie de consuelo. Algunos colectivistas o simpatizantes del Colectivo habían trepado la pared semanas atrás, antes de la caída de la Perrera, llevando consigo escoplos y cinceles. Con jubilosa imprecisión e irreverencia, habían tallado algunas de las piedras más grandes, convirtiéndolas en figuras toscas, rápidas y vulgares, vehementes y feas, con la superficie cubierta de groserías y eslóganes disidentes.
Habían arruinado el meticuloso, lento y ácido trabajo de los artistas transformando las futuras obras de la meteorización en payasadas pornográficas. Cutter se sentó y se apoyó en una de ellas, una figura nueva que acariciaba un enorme pene, tallada encima de lo que seguramente se concibiera como un cisne, un bote, una flor o cualquier otra cosa.
No recordaba mucho de lo ocurrido aquella vez en las colinas. Los brazos de Rahul, sujetándolo con fuerza mientras él… ¿gesticulaba? ¿Lloraba? Sospechaba que sí, que había gesticulado y había llorado. Lo había hecho hasta que lo había vencido el agotamiento.
Recordaba a Ann-Hari mientras se alejaba y se marchaba, sin mirarlo. Recordaba haber visto cómo montaba a Rahul y señalaba las rocas.
—Volvamos —le había dicho—. Al Consejo. —Y lo que había querido decir con estas palabras, él no lo había entendido. De hecho, en aquel momento ni siquiera la escuchaba. Solo después lo recordaría, cuando terminó de llorar.
¿Había escapado? ¿Había buscado y encontrado la muerte? Él los había visto desaparecer, a Ann-Hari y al rehecho Rahul, en dirección a las rocas donde esperaba el Consejo de Hierro. Aquella había sido la última vez.
Cuando había podido, Cutter había tratado de llevarse a Judah. Quería enterrarlo. Había procurado no mirar su cara destrozada. Finalmente lo había sacado de aquella senda de animales. Sin mirar, tanteando, le había cerrado los ojos. Le había sostenido la mano mientras se iba enfriando, y no había sido capaz de tocar los labios de cuero con los suyos a pesar de que quería hacerlo, así que en su lugar había depositado un beso en su propia mano y la había dejado largo rato sobre la boca inmóvil de Judah. Como si, si esperaba el tiempo suficiente, Judah tuviera que moverse.
Lo cubrió con piedras. Sólo podía pensar en él durante momentos fugaces.
El Consejo no se había movido. Cutter no había ido aún a verlo, aunque sabía que lo haría, pero todo el mundo en Nueva Crobuzón conocía su estado. La muerte de Judah no lo había liberado de su jaula sincrónica. Los periódicos formulaban extravagantes teorías sobre lo ocurrido. La causa a la que más se aludía era la influencia de la Torsión, provocada por su paso por la mancha cacotópica. Cutter estaba seguro de que en el gobierno había gente que conocía la verdad.
Iría a verlo cuando pudiera. Pensó en Ann-Hari, acercándose allí, montada en Rahul.
Cutter le habla a Madeleina de Judah Low, y ella escucha con una simpatía muda que a él le inspira una inmensa gratitud. Una noche lo lleva al matadero de Páramo del Queche. Van con cuidado, siguiendo rutas sinuosas. Un gato maúlla cuando se acercan. Los animales están volviendo, ahora que ya no los cazan. Una vez allí, en la oscuridad del matadero, Cutter camina con di Farja sobre manchas de sangre coagulada, y entre los ecos que parecen de iglesia, los tintineos de los ganchos vacíos, a la luz de las pequeñas calderas de las trituradoras, le muestra la puerta secreta y la pequeña imprenta que hay al otro lado.
Trabajan juntos aquella noche, dando vueltas a las manivelas, asegurándose de que la tinta no se coagule. Imprimen muchos cientos de copias en la oscuridad.
R
ENEGADO
R
AMPANTE
, Lunero de 1806
«¡El orden vuelve a reinar en Nueva Crobuzón!». Estúpidos lacayos. Vuestro orden se levanta sobre un suelo de arena. Mañana el Consejo de Hierro volverá a moverse, y para vuestro espanto, proclamará con el rugido de su silbato: nosotros decimos, «fuimos, somos, y siempre seremos».
Ahora por las sendas entre los alambres esparcidos y los hierros retorcidos que tapizan esta llanura este paisaje abierto a las puertas de la ciudad que cruza una costura de hierro llegamos en gran número. Bajo la luna gris o sin ella reunidos en las sombras de la noche sin luz llegaremos.
Por allí. Por allí llegaremos hasta el Consejo de Hierro. Por allí llegaremos hasta el tren perpetuo, realmente perpetuo ahora quizá suspendido para siempre sobre las ruedas que están a punto de terminar su giro. Espera. Junto a sus ejes de hierro hay demonios del movimiento que aguardan un segundo eterno.
Hay una frontera patrullada por guardias. Donde hay surcos bajo las alambradas nos arrastramos por ellos, donde no los hay, los abrimos o trepamos con mucho cuidado, protegiéndonos el cuerpo con andrajos. Entre las ruinas de la historia y hacia ese momento transformado en lugar, este instante de historia convertido en una astilla del ahora, bajo la piel del ahora.
Somos incesantes a pesar de las dificultades. Viejas, jóvenes, hombres, humanos cactos khepri hotchi vodyanoi y rehechos, también rehechos. Aquí en las proximidades del tren estos rehechos que han completado la peregrinación reciben algo, son mientras estén a pocos metros de este momento iguales. Y niños a docenas. Pequeños y endurecidos niños del arroyo, huérfanos que viven como animales en las calles, organizados en grupos para venir a jugar a este extraño lugar. Entre trenes manchados de herrumbre, acumulaciones de industria en los apeaderos de la FT, que está reabasteciéndose de poder ahora que emprende su nuevo proyecto, por un yermo recorrido solo por escarabajos, por kilómetros y kilómetros de una nada grisácea y piedras, como los demonios del movimiento los niños de las calles acuden al Consejo de Hierro.
Hay un circuito. Hay rutas que pueden seguirse.
Trepa la ladera de gravilla y contempla el humo fosilizado de las chimeneas. Detente junto al mismo tirabuzón de las vías y observa el rostro del tren. Rodea lentamente el Consejo entero, es un paseo de pocos minutos. Nadie puede tocarlo. Todos lo intentan. El tiempo resbala a su alrededor. Vienen. Todo el mundo puede verlo. El Consejo de Hierro no se ha detenido está acelerando es inmanente y nosotros lo vemos solo en este único momento. Rodéalo.
La chimenea de la locomotora, colosal y erizada de estrías, expulsa un eructo negro que mantiene la forma empujado con fuerza por el viento embebido en aquel momento. Nos acercamos a los matojos de pelo de las protuberancias de cuernos de las cabezas de los animales y a las hojas de los guerreros que esperan, nos acercamos, miramos a los consejeros que se aprestan con gritos en los labios.
Ese es Cañas Gruesas. Ese grande, descolorido y viejo cacto, el de la ventana de la locomotora. Él fue uno de los que creó el Consejo de Hierro hace todo el tiempo del mundo. Ha venido para traerlo a casa.
Hay una ruta de consejero a consejero, una ruta de nombres. Este es Escupitajo, cuyo grito excitado ha dejado un reguero de saliva en una trayectoria parabólica alrededor de su boca. Ese es Sapo, ese que salta del techo de un vagón al siguiente y que flota sobre el espacio abierto que los separa, en lo alto de su arco. Ahí hay un fusilero, de cuyo rifle ha emergido una bala, a escasos quince centímetros del cañón. La tradición exige que uno se detenga y pase la mano entre el inmóvil proyectil y el arma.
Algunos de nosotros conocimos a estos consejeros. Hay una mujer que viene muchas veces a hablar con el mismo hombre, su padre, que ha regresado a su lado, paralizado en la historia. No es la única que visita a su familia.
La torre tapizada de hiedra y cubierta de herrumbre y humo los vagones de ganado convertidos en barracones y manicomio los furgones laboratorio los comedores arsenales y la iglesia, allí un furgón abierto lleno de tierra, huertas y un cementerio con su cenotafio, un vagón hecho de madera de antiguos naufragios y el bulboso saco plasmático con el triple núcleo de los tres que atrapó la Torsión en su interior, la última locomotora con su dentadura de metal donde terminó el momento. Los vagones del Consejo esperan para rescatarnos.
Jugamos a su alrededor; acudimos a ellos. Algunos vienen para rezar. La tierra que rodea al Consejo de Hierro está cubierta de súplicas escritas.
La milicia y sus científicos y taumaturgos tratan de alcanzarlos con su violencia, pero el gólem de tiempo se limita a ser y sus toscos ataques no le hacen nada. Nosotros volvemos, una vez, y otra y otra.
Pasarán los años y contaremos la historia del Consejo de Hierro y de cómo fue hecho, cómo se hizo a sí mismo y escapó, y cómo vino, y viene, y aún sigue viniendo. Hay hombres y mujeres que están trazando una línea por la tierra polvorienta, y arrastrando la historia consigo desde el otro lado del mundo. Están inmóviles con gritos de guerra sedimentados en los labios y nosotros los llamamos con nuestros gestos. Están saliendo de las trincheras de roca y avanzan hacia la sombra de los ladrillos. Siempre están llegando
.