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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (69 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—Tengo que irme a casa. Me están esperando —dijo alguien.

, pensó Cutter.
Alguien te espera
.

No voy a quedarme
. Fue una certeza, repentina.
No voy a entregarme a ese perro, Drogon, pero tampoco le entregaré mi muerte
. ¿Qué vas a hacer? Le dio una voz a la pregunta.
Huiré
. ¿Adónde irás?
Adonde deba
. ¿Y Judah Low?
Si puedo. Si puedo encontrarlo
. Judah Low.

Oh, Judah oh Judah. Judah, Judah.

Llegó la noche como si la oscuridad espesara el aire, y no se detuvieron. La luz que salía de sus ventanas se proyectaba sobre la grisácea llanura y convertía el tren en un ciempiés con patas de luz.

Debían de encontrarse ya a pocas decenas de kilómetros. Súbitamente, las vías estaban limpias y despejadas. Puede que algún tren hubiera circulado por allí, pensó Cutter; puede que la ciudad tuviera trenes que recorrían aquel absurdo ramal de un lado a otro, llevando pasajeros fantasma a estaciones fantasma. Entonces, a la luz amarillenta del alba vio figuras en la oscuridad, a ambos lados de la vía, agitando azuelas y gruesas escobas de ramas, gritándole al tren «¡adelante, adelante!» y «¡bienvenidos a casa!».

Fugitivos del Colectivo de Nueva Crobuzón. Cada vez eran más numerosos en la negrura por la que avanzaba el tren, parpadeantes y paralizados bajo sus luces, agitando las manos. El día empezó a asomar. Desertores de la guerra del Colectivo que habían atravesado el bosque Turbio o las callejuelas del oeste de la Perrera, donde la milicia les daba caza y se cobraba venganza. Habían venido como una cuadrilla de peones para limpiar las vías.

Los crobuzonianos agitaban sus sombreros y sus bufandas. «¡Corred a casa!», gritó uno. Algunos estaban llorando. Arrojaban pétalos sobre las vías. Pero había otros que se levantaban y gesticulaban. «No» gritaban, «No, van a mataros», y otros que ostentaban una especie de orgullo pesaroso.

Echaron a correr y saltaron al Consejo. Arrojaron flores invernales y comida a los consejeros y a sus hijos, intercambiaron algunos mensajes a gritos, volvieron a bajar. La historia y la misión habían vuelto taciturnos a los pasajeros del tren, y fueron los que los seguían a pie quienes dieron la bienvenida a los refugiados, los abrazaron, se fundieron con ellos.

La gente corría junto al tren, siguiendo su marcha, gritando nombres. Familias separadas.

—¡Nathaniel! ¿Está ahí? Nathaniel Beshol, un rehecho, con brazos de madera. Se marchó con el tren perdido.

—¡Nariz Rota! Mi padre. Nunca volvió. ¿Dónde está?

Nombres y fragmentos de historia exhalados por aquellos para los que el regreso del Consejo de Hierro no era solo un mito convertido en realidad, sino una esperanza familiar dotada de nuevo de vida. Cartas arrojadas por las ventanillas, dirigidas a gente desaparecida durante mucho tiempo y que ahora, inesperadamente, tal vez hubiese vuelto. La mayoría eran para gente que había muerto o que simplemente había desertado: se leyeron y se convirtieron en mensajes para todos.

Ya era de día: el día en que el Consejo de Hierro llegaría al final de la línea. Estaba frenando, pues los conductores querían hasta el último momento del viaje.

—¡Low, el hombre-gólem! —gritó la voz cascada de una anciana mientras pasaban junto a ella—. ¡Ha estado por aquí, preparándolo todo! ¡Apresuraos!

¿
Qué
? Cuttervolvió la mirada. En su interior se alzó una sospecha. ¿
Qué
?

—No temáis —gritó alguien—. Escuchad, solo estamos ocultándonos, los colectivistas, estamos esperando, estamos tras las líneas de la milicia, esperándoos. —Pero Cutter estaba buscando a la anciana que había hablado de Judah.

Ya no queda mucho
. Estarían allí alrededor del mediodía, al final de la línea, entre milicianos posicionados en los apeaderos.
Solo quedan unos kilómetros. «Tengo un plan
», dijo Judah
. Dioses. Dioses. Está aquí
.

En las alturas, los dracos del Consejo de Hierro volaban en ambas direcciones. Los primeros estarían pronto en la ciudad.

Cutter marchaba a caballo, con el desenvuelto y largo galope que había aprendido durante los meses en que se había convertido en un hombre de las tierras salvajes. Cabalgaba casi tan deprisa como Ann-Hari, que montaba en Rahul, el rehecho.

Las zancadas de Rahul caían pesadamente sobre el suelo, y corría sobre la grava y los guijarros, con el firme elevado de la vía a un lado y una extensión de maleza y dientes de león al otro. Cutter cabalgaba por donde el viento era más furibundo y arrojaba polvo a los ojos. Lo ignoró. Apretó el paso bajo unas nubes que se movían con repentina urgencia y descargaban su lluvia cerca de allí. Miró un momento hacia los rieles, luego hacia delante. Se encontraba junto a la vía.

—Ven conmigo entonces si quieres —le había dicho a Ann-Hari—. Demuéstrame que me equivoco. Siempre puedes volver. Pero si estoy en lo cierto, lo que te digo… Lo que te digo es que Judah tiene algo planeado.

Y aunque sus palabras habían exasperado a Ann-Hari, había en su urgencia y en la incierta valentía de su preocupación —¿estaba excitado, ansioso, hambriento?— algo que la había conmovido, y había accedido a cabalgar con él. Le había fallado a Judah, y tenía que verlo, aunque no sabía lo que iba a hacer: si pedir a Judah que intentara disuadir al Consejo, si explicarse, si obligarlo a aceptar sus remordimientos por haber fracasado. Cuando lo detuvieron los centinelas montados, exigió que llamaran a Ann-Hari.

—Tenéis que dejarme ir —dijo—. Dadme un caballo, joder. ¡Judah está ahí delante! ¡Tengo que verlo!

Ella fingió impaciencia, pero Cutter vio que se sorprendía. Dijo que lo acompañaría.

—Como quieras. Escóltame si no confías en mí, me da igual. Pero solo quedan unas pocas horas y tengo que verlo, joder.

¿Qué está haciendo?

Entonces. En los aledaños de Nueva Crobuzón. Donde los ríos se cruzaban sobre la vía elevada y las piedras exhibían las cicatrices de la lluvia ácida. Bajo sus pies se extendían unas lomas con el suelo cubierto de hierba sucia, una tupidez alquitranada del bosque Turbio que, como un sarpullido negro y verdoso, reptaba hasta el camino del tren, secundada aquí y allá por algunos árboles. Cutter, Ann-Hari y Rahul pasaron entre árboles y sombras de árboles.

El tren perpetuo desapareció rápidamente tras ello, al final de la vía limpia y renovada, serpenteante. Cutter cabalgaba como si estuviera solo, junto al metal erguido como carne orgullosa, como un botón en el tejido de la tierra. Todavía quedaban algunos refugiados junto a la vía que los saludaron al pasar, pero la mayoría había huido al propio tren. Ignoró sus gritos —«¿Dónde está el Consejo?», «¿habéis venido a salvarnos?», «están ahí delante, muchacho, tened cuidado»—. Llevaba la mirada clavada en las vías, a su lado. El tren no marchaba más de una hora por detrás.

Sentía como si Nueva Crobuzón estuviera absorbiéndolo, como si su gravedad, —la densidad de ladrillos, cemento, madera, hierro, la vista de los tejados, moteada por el humo y las luces químicas— tirara de él. La tierra rocosa se alzó como un maremoto hacia la vía y el caballo de Cutter descendió más allá de un lugar en el que el firme y el suelo estaban a la misma altura. Rahul lo seguía. Junto a un prado lleno de pedruscos, Cutter vio pasar una barcaza. Estaban cerca de las granjas. Seguía mirando las vías. De vez en cuando veía algún mecanismo donde antes habría una señal, algún aparato para medir la velocidad o el paso de los trenes. Allí, un puñado de escombros de piedra y metal en la vía del tren o a su lado.

Nueva Crobuzón escupió una bandada de dracos que se dispersaron bajo las rápidas nubes y les chillaron:

—¡Os esperan! ¡Miles y miles y miles! ¡Montones! ¡No!

Cutter y Rahul cabalgaban por el lado oriental de la vía, devorando las distancias a tal velocidad que Cutter quedó hipnotizado por ella, hasta que, después de un último viraje entre varias rocas, las vías convergieron en un extremo de una tierra lisa, rocosa y repentinamente desapacible, un estanque cubierto de piedras y una ciénaga donde nadaban aves zancudas tan grises como el resto del paisaje. Al final de una perspectiva perfecta había una ciudad entera de apeaderos, donde los raíles se abrían en abanico. El humo de los talleres, el hierro acanalado y decolorado por el invierno de los garajes donde descansaban los trenes, la extensa terminal del extremo de Nueva Crobuzón. A Cutter se le escapó un gemido, y oyó otro procedente de Rahul, porque allí, convertida en una única masa en la distancia, un organismo de picas y cañones, reflejando la luz del cielo nublado a través de miles de máscaras, se encontraba la milicia.

—Oh, dioses. —
Judah, ¿dónde estás
?

Las tropas esperaron.

—¿Dónde está Judah? —dijo Ann-Hari. Estaba mirando fijamente a los soldados, a kilómetros de allí, y Cutter vio, buenos dioses, vio en ella un desafío, un hambre de lucha en sus ojos. Una sonrisa.

—No lo habremos visto. Vamos, juro que está aquí…

—No sabes nada, ¿verdad? No sabes nada…

—Maldita sea, Ann-Hari, podemos encontrarlo. —¿
Por qué lo estamos buscando? ¿Qué puede hacer él
?

El tren llegaría a aquella llanura en la que esperaba la milicia de Nueva Crobuzón desde la resguardada hondonada de piedra. Cutter lo vio. Llegando, saliendo, vio los rostros de todos los consejeros, pálidos al ver lo que estaba esperándolos allí, pero firmes en la certeza de que no podía haberse hecho otra cosa. Antes de que hubiesen apagado el motor, la milicia caería sobre ellos. Nada era posible ya, salvo una última demostración de valentía, una muerte dura y guerrera. La verdad se extendería sobre ellos, los rostros sudorosos y aterrorizados de los cientos de consejeros que llevaba el tren volverían a endurecerse, y el tren empezaría a avanzar. Aceleraría hacia el enemigo.

«Vamos, vamos, ya hemos vencido dos veces a la milicia, podemos volver a hacerlo», dirían los gritos. Mentiras que todos ellos fingirían creer de buen grado. Algunos susurrarían a sus dioses o a sus antepasados muertos o a sus amantes, besarían amuletos que no los protegerían. Gritarían, «¡Consejo de Hierro!» y «¡por el Colectivo!» y «¡rehechos!».

El Consejo de Hierro, el tren perpetuo, aullaría, el humo al viento, el silbato de la locomotora, el sonido de sus armas una tempestad de balas. El tren se pondría al alcance de las armas de Nueva Crobuzón, y entre el fuego abrasador y el metal destrozado y los gritos de agonía de los disidentes y librehechos incinerados, proferidos al hacer presa de ellos la muerte ardiente, el Consejo de Hierro dejaría de existir.

Dioses, dioses.

Los consejeros regresaron galopando unos cientos de metros. Cutter los obligó a aminorar un poco. Su mirada no se apartaba del metal.
Última oportunidad
. Doskilómetros, nada más, hasta el abrigo de la hondonada de roca. Los dracos volvieron a aparecer en el cielo, pero estos hablaban con acento diferente, eran dracos de la ciudad, que acudían a dar la bienvenida a los recién llegados.

—Vamos, vamos —gritaron—. Estamos esperando. Detrás de la milicia. A vosotros. —Viraron y volaron de regreso a una maquinaria que había junto a las vías. Cutter siguió cabalgando.

—¡Ann-Hari! —Un grito desde lo alto del barranco, unos siete metros más arriba. Cutter levantó la mirada y allí estaba a Judah.

Se le escapó un ruido. Detuvo a su caballo mientras Rahul frenaba y Ann-Hari y él levantaban la miraba. Judah Low estaba de pie. Se movía como agitado, tratando por todos los medios de llamar su atención.

—¡Ann-Hari! —gritó—. ¡Cutter! —Los llamó con enormes ademanes.

—¡Judah! —dijo Cutter.

—Subid, subid. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Qué estáis haciendo? Dioses, subid aquí.

El gran peso de su cuerpo de reptil impidió subir a Rahul. Se quedó esperando junto a las vías mientras Cutter y Ann-Hari, utilizando las raíces sobresalientes como asideros, ascendían y se erguían al llegar a su lado. Cutter mantuvo la cabeza gacha todo el tiempo posible, y solo en el último momento levantó el rostro, gris como el esquisto, y miró a Judah Low.

Judah estaba mirando a Ann-Hari con expresión opaca. La abrazó largo rato, bajo la mirada de Cutter. Cutter se pasó la lengua por los labios. Cutter esperó. Judah se volvió hacia él y con algo que era en parte una sonrisa lo abrazó también, y Cutter dejó que su peso, por un momento fugaz, descansara sobre Judah. Cerró los ojos, apoyó la cabeza y luego volvió a erguirse. Los raíles se veían desde allí.

Miraron, los tres, se miraron los unos a los otros. Allí estaba, el hombre alto flaco y cano, Judah Low. ¿
Qué eres
?, pensó Cutter. Alrededor de Judah había señales que indicaban que había estado esperando. Una botella de agua. Los arcanos residuos de su arte. Un catalejo.

En aquel lugar no había nadie a su alrededor. El último viraje antes de la ciudad. Los dracos volvieron a pasar sobre ellos, dando vueltas y lanzando avisos histéricos al pasar.

—¿Qué has estado haciendo? —dijo Cutter—. ¿Qué estás haciendo? No van a parar, Judah, no quieren dar la vuelta. Lo he intentado.

—Lo sé. Ya sabía que no lo harían. No importa.

—¿Qué ha pasado en la ciudad?

—Oh, Cutter: ha acabado, todo ha acabado. —Judah hablaba con una placidez acobardada. Su mirada pasó entre Cutter y Ann-Hari y se detuvo en la curva de las vías, en la dirección por la que llegaría el tren perpetuo. Volvió a mirarlos, volvió a mirar las vías. Su atención se desplazaba incesantemente.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Cutter.

—Ya no hay nada que hacer —dijo Judah—. Ya no es lo mismo. La ciudad… ha vuelto a cambiar.

—¿Por qué estás aquí, Judah? —dijo Ann-Hari—. ¿Para qué has venido aquí, Judah Low? —Había una expresión de complicidad en su rostro. Estaban sonriéndose. Con un pequeño jugueteo en la voz. A pesar de la carnicería que se avecinaba, a pesar de que había visto a la milicia, seguía habiendo algo travieso en ella. Alargó los brazos y lo tocó una y otra vez, y él a ella. Lo que estaban transmitiéndose era como un animal salvaje que pasaba del uno al otro. Judah se asomó sobre su hombro y luego volvió a mirarla.

—¡Judah! —gritó Cutter, y Judah se volvió hacia él.

—Sí, sí, Cutter —dijo—. Claro. —Estaba tranquilo—. ¿Por qué has venido?

—¿Qué has hecho, Judah? —dijo Cutter. Pero hubo un ruido y Judah soltó un jadeo de felicidad, igual que un niño pequeño y saltó sobre las puntas de los pies, también igual que un niño. Había lágrimas en sus ojos. Sonreía y lloraba.

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