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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (70 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Un espectro de humo apareció a un kilómetro de allí. El tren perpetuo. Ascendió reptando, la descarga, como una oruga de hollín saliendo de una tumba, cada vez más rápida, dando un giro brusco entre restos de barricadas y aproximándose. Un viento se levantó delante del tren y les azotó la cara, mientras Cutter y Ann-Hari se volvían para mirar los faros, que brillaban débilmente a la luz del día, desdibujando la piedra y las vías, y entonces el Consejo de Hierro llegó al último recodo.

No
. Cutter no sabía sí lo había dicho en voz alta. No creía que hubiese revolucionarios escondidos detrás de la milicia. Miró y gritó, en voz alta o en su cabeza, mientras veía cómo salía el Consejo de Hierro de la grieta y aceleraba en dirección a la muerte.
No
.

El quitapiedras convertido en dentadura, la locomotora, una cabeza de fetiche, tallado de historias, cubierto de despojos animales, abarrotado por los guerreros más duros, los rehechos más grandes, los cactos con las escramasachas preparadas, gritando, jaleados por los refugiados de Nueva Crobuzón que corrían a su lado, que los aclamaban desesperadamente y arrojaban confeti. La segunda locomotora, y todos los vagones que la seguían, el techo entero del tren convertido en militante, convertido en su arma, el Consejo de Hierro convertido en una ciudad guerrera. Sus ruedas golpeteando el hierro, sus chimeneas eructando humo, todo el mundo preparado para luchar, sin otro plan que la estúpida valentía del «adelante».

Uh uh, uh uh
. Cutter lo escuchó, las ruedas, el traqueteo de las vías. Corrió hasta el borde de la hondonada y gritó, aunque era imposible que lo oyeran. Vio que Judah estaba llorando pero todavía sonreía, y que Ann-Hari solo sonreía. El tren, más rápido que nunca, pasó junto a Rahul, que saludó con sus manos humanas y sus manos de lagarto.

Cutter tropezó, y oyó que, tras él, Judah murmuraba, oyó que repetía aquel doble ritmo, el repetitivo latido del tren. Estaba cantando con el tren, y había en él algo expectante. Cutter se inclinó, dirigió la vista hacia el tren y hacia los consejeros que se preparaban para la guerra, su última guerra, acercándose de nuevo a su ciudad. Vio delante de ellos un extraño patrón de obstrucciones entre los raíles, nada lo bastante pesado como para hacer que descarrilara la locomotora o se detuviera, sino una serie precisa de interrupciones, que vistas desde arriba parecían las puntas de un pictograma, tendidas sobre unos pocos metros de vía.

—Uh uh, uh uh —dijo Judah, y debajo de ellos, al mismo tiempo, sonó un «uh», y la cabecera del Consejo de Hierro pasó por encima de un mecanismo que Cutter había visto, aunque lo había tomado por una señal vieja o algo a medio acabar; y mientras las ruedas lo tocaban y le transmitían un traqueteo, empezó a moverse, y Judah gimió y cayó de rodillas. Su piel se estiró; su misma carne pareció absorbida por algo. Cutter percibió la fuerza de su catexis, el brusco tirón de la energía.

Escuchó la síncopa del tren y vio otra cosa, una compleja e interferente percusión en antifase. El Consejo de Hierro pulsó el interruptor que Judah había preparado para él y el circuito que había dejado, absorbiendo la energía de Judah, cobró vida, y solo Cutter pudo verlo. Judah parpadeó y gimió delante de él.

La pequeña barricada que cruzaba las vías, que el primer grito de Judah había impedido ver a Cutter o a Ann-Hari, encajada en la grava, apoyada en las traviesas —una barricada hecha de clavos, de varillas de metal, de bloques— fue derribada por el Consejo de Hierro: cada una de sus piezas cayó al suelo con fuerza, sobre los contactos que Judah había colocado, y su extraño y preciso orden, sus materiales, hicieron que cada una de ellas emitiera un sonido propio. Se combinaron en una cuidadosa y exacta sinfonía de desplome, una serie de chasquidos y tintineos que se añadieron al ritmo perfecto del tren; y durante varios segundos, durante un fragmento de tiempo, hubo ritmo-magia, un tempo-palimpsesto, y en ese momento de complejidad, en el que cada acentuada unidad de sonido intervino al unísono, moldeando la forma del tiempo a la vez que la enorme cabeza de cazador del Consejo de Hierro salía a campo abierto entre los pliegues y sinclinales de roca, los propios momentos recibieron el asalto de aquel sonido, que los obligó a adoptar forma a hachazos, una intervención accionada por el mecanismo que succionaba la energía a Judah Low, el gran somaturgo autodidacto de Nueva Crobuzón y, tosca, vigorosa, ineluctable, la precisión de este tiempo parcelado moldeó el tiempo, se convirtió en un argumento en el tiempo,

transformó el propio tiempo y lo convirtió en

un gólem

un gólem de tiempo

que se levantó propulsado por su a-vida, un gólem de sonido y tiempo, se levantó e hizo lo que se le había ordenado, sus instrucciones se convirtieron en él, sus instrucciones su existencia, una orden que era solo «sé», y así, él fue. Una figura animada creada con el propio tiempo, hecha de segundos informes y momentos aplastados en los bordes como virutas, imperfecciones de su creación e instantes perdidos donde los miembros de tiempo se unían al cuerpo de tiempo. Fue. La forma de una figura extendida entre dimensiones inaprensibles hasta para su creador, invisible para todos mientras sus contornos, vistos de otro modo, envolvían al tren.

El gólem de tiempo se levantó y fue, ignorando la linealidad que lo rodeaba, solo fue. Era un acto de violencia, una terrible intrusión en la sucesión de los momentos, un coágulo en la diacronía, y con la estúpida arrogancia de su existencia, no prestó a la indignación de la ontología la menor atención.

Con el rostro ensangrentado, moviéndose como un pez sacado del agua, mientras se arrastraba y rociaba el suelo con su sangre, tratando de ponerse en pie como un borracho, destrozado por el esfuerzo de la taumaturgia, Judah Low bajó la mirada hacia el recodo y sonrió. Cutter lo observaba.

Hubo un ruido espantoso. El desgarro y el crujido de un poderoso impacto. Ann-Hari estaba chillando. Descendió corriendo por la gravilla, envuelta en una nube de polvo. Tropezó, rodó, y se levantó, con la ropa desgarrada. Los consejeros y los ciudadanos, de pie, estaban esperando, llenos de incertidumbre. Todo el mundo miraba el tren.

El tren perpetuo. El propio Consejo de Hierro. El renegado, regresado, o regresando, y ahora a la espera. Absolutamente quieto. Absolutamente inmóvil dentro del cuerpo del gólem de tiempo. El tren, su momento fosilizado.

No siempre podía verse con claridad. Los toscos desgarros en el tejido de lo temporal de los que estaba hecho el gólem le daban caras como facetas, una opalescencia de tiempo herido. Desde ciertos ángulos costaba verlo, o costaba concebirlo, o era difícil de recordar, instante a instante. Pero estaba inmóvil.

Los primeros metros por encima de sus chimeneas, las columnas de humo de las locomotoras parecían formas de humorroca, totalmente sólidas, hasta que llegaban a los límites de la grieta en el tiempo, el cuerpo del gólem, y por encima de aquella barrera fortuita se alejaban impulsados por las corrientes, los últimos efluvios escapados a la historia. Los consejeros seguían preparados, sus armas seguían prestas, el tren seguía avanzando como un cohete hacia las llanuras que había delante de la ciudad, y ya no se movían.

El último vagón, una de las dos locomotoras que empujaban en lugar de tirar, había quedado fuera de la protección de aquel capullo de no-tiempo, había permanecido dinámico, y había descarrilado al chocar contra la súbita crisis de la materia ajena al tiempo. Había reventado, esparciendo carbón ardiente y restos e ingenieros agonizantes. Delante de él, el final del vagón estaba estrujado y retorcido, y allí donde se encontraba con el interminable gólem de tiempo, la frontera se veía como una línea.

Ann-Hari estaba gritando. Los seguidores del Consejo acudían en gran número desde detrás de la roca, y se contaban unos a otros lo que había pasado, transmitiendo la noticia: «el Consejo de Hierro ha… ¿que?».

Ningún sonido llegaba desde allí. Era un enorme silencio con forma de hombres y mujeres en un tren. El Consejo de Hierro estaba hecho de silencio. Ann-Hari gritó y trató de agarrarse a él, subirse a él, y el tiempo viscoso resbaló entre sus dedos en los bordes del gólem e impulsó su mano o la desvió o hizo momentáneamente que el Consejo no estuviera allí para que ella no pudiera tocarlo, y no pudo tocarlo. Ella estaba en el tiempo. El Consejo no, y estaba más allá de su alcance. Podía verlo, y podía ver el instante de todos sus camaradas, pero no podía alcanzarlo. Los demás que habían quedado rezagados en el tiempo estaban reuniéndose a su alrededor. Ann-Hari estaba gritando.

A la cabeza del tren, con su poderoso y espinoso brazo estirado, se encontraba Cañas Gruesas. Miraba la milicia congregada en la lejanía. Estaba sonriendo, con la boca abierta. A su lado un hombre lanzaba una risotada acompañada por un reguero de saliva que estaba a punto de desgajarse de su boca. El tren estaba envuelto en polvo suspendido e inmóvil. La luz de los faros era absoluta y constante. Ann-Hari rugió y trató, de nuevo en vano, de reunirse con Cañas Gruesas y el Consejo de Hierro.

Cutter estaba contemplando aquella imposibilidad. Cuando Judah le puso una mano encima, dio un salto.

—Vamos —dijo el somaturgo. Su voz no era la de Judah. Era un sonido desgarrado y ruinoso que brotaba con sangre y esputos, aunque todavía estaba sonriendo—. Vamos. Los he salvado. Vamos.

—¿Cuánto? ¿Cuánto durará? —Cutter percibió el temblor de su propia voz.

—No lo sé. Puede que hasta que las cosas estén preparadas.

—Ellos han muerto. —Cutter señaló la retaguardia del tren. Judah apartó la mirada.

—Es lo que es. He hecho todo lo que he podido. Dioses, los he salvado. Ya lo has visto. —Se levantó. Tenía una mano en el estómago. Soltó un gemido. Se tambaleó y dejó un reguero de salpicaduras a su alrededor. La luz del día pareció estirarlo. Alargó el brazo y Cutter le dio la mano. Judah empezó a descender, bamboleándose como si estuviera hecho de tela vieja, hacia las rocas, invisibles desde las vías. Cutter fue con él. Los sonidos que llegaban desde lejos indicaban que la milicia estaba acercándose. Habían visto que algo no salía como esperaban y acudían a investigarlo.

Cutter y Judah bajaron y se alejaron.

Décima Parte
El monumento
34

Aunque estaban arrastrándose a trompicones por pequeñas sendas de zorros, y tenía que sujetar a Judah y apartarle el pelo del rostro avejentado para que no se manchase mientras vomitaba bilis, Cutter no hubiese querido que el momento terminase nunca. En un riachuelo poco profundo le limpió la sangre. Judah Low no le prestó la menor atención mientras lo hacía, se limitó a respirar hondo y estirar los dedos. Mientras el momento no terminara, Cutter podía disimular, podía hacerse creer que pensaba que todo iba a acabar bien.

Por una pequeña barranca fueron acercándose muy lentamente a Nueva Crobuzón. Cutter marchaba siguiendo una trayectoria muy alejada a la de la milicia, que podían ver y oír acercándose al tren congelada. Pensaba en los cientos de consejeros que debían de estar huyendo, buscando escondrijos en las rocas, dirigiéndose hacia el interior del bosque. Con los refugiados de la ciudad ente ellos. El laberinto de formas de roca debía de estar lleno de gente asustada.

—Judah —dijo. Exhaló el nombre. No supo qué sentimiento lo acompañaba. Estaba pensando en los que habían muerto por culpa de lo que había hecho Judah—. Judah.

No fueron muy sutiles ni muy discretos; dejaban lo que, creía Cutter, debía de ser un visible rastro de pisadas, sangre y ramas rotas. El marchaba encorvado debajo de Judah, cargando con todo el peso de su alta figura. Otros consejeros debían de haberse refugiado en aquella barranca antes de salir a campo abierto, pero por algún capricho de la geografía o de la casualidad, Judah y él, caminando entre el tojo y la reseca maleza del invierno, parecían solos. Estaban solos en aquella tierra. Espíritus. Cuando salían a campo abierto, miraban y, a varios kilómetros de distancia, veían el avance de la milicia. Una vez, Cutter divisó el tren perpetuo. Lo vio, un poco fuera del mundo, como si la realidad se combara bajo su peso. Como si estuviera en el fondo de un pozo. Estaba inmóvil…

Con el lento movimiento de las sombras, Cutter vio que aquel día de invierno se hacía viejo. Sabía que las cosas debían de estar cambiando, que el tiempo debía de estar reptando alrededor de los que habían escapado a él.
Yo estoy aquí, bajo el brazo de Judah. Estoy llevándolo de vuelta a Nueva Crobuzón
. La certeza de que no duraría era como una espina clavada en su carne.

No voy a preguntarte nada. No voy a preguntarte por qué has hecho lo que has hecho. No tenemos tiempo
. Pero sin necesidad de que se lo pidiera, Judah empezó a hablar.

—No había nada que pudiera hacerse, en realidad. Nada que pudiera salvarlos. La historia había seguido su curso. Era el momento equivocado. —Estaba totalmente en calma. No le hablaba a Cutter, sino al mundo. Como si estuviera delirando. Seguía muy débil, pero hablaba con fuerza—. La historia había pasado y fue… ¡No lo sabía! No sabía si podría conseguirlo. Era muy difícil, toda la planificación, la concepción, tantas cosas por aprender, y fue tan… tan… —sacudió las manos en su cabeza— tan agotador…

—Está bien, Judah, está bien. —Cutter le dio unas palmaditas y no apartó la mano. Sostuvo a Judah. De repente se sintió lleno, cerró los ojos, parpadeó hasta contener el sentimiento y obligarlo a remitir.
Menuda pareja estamos hechos
, pensó, y se echó a reír, y Judah se rió también.

Nueva Crobuzón está por ahí
. Cutter dirigió sus pasos.

—¿Adónde vamos a ir, Judah?

—Llévame a casa —dijo Judah, y Cutter volvió a sentir ese momento de plenitud.

—Sí —dijo en voz baja—. Deja que te lleve a tu casa.

Su pequeño disimulo, la idea de que pudieran conseguirlo. Un largo y sinuoso viaje, primero hacia las lomas que se levantaban más allá de la estación, donde podrían encontrar un camino al norte de los apeaderos de la FT para llegar a los suburbios de Nueva Crobuzón. A Campanario, por ejemplo, y cruzando las colinas, hasta el Alquitrán y las barcazas nómadas y los mercaderes de bajura con los que podrían comprar un pasaje que los llevara más allá de la puerta del Cuervo, más allá de Ensenada y los restos del gueto khepri, por debajo de los raíles, hasta el Meandro de las Nieblas, hasta las entrañas de Nueva Crobuzón. Cutter dirigió sus pasos hacia el norte, como si ese fuera su plan.

BOOK: El consejo de hierro
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