Se zambulleron en la carne de los hombres. Se hundieron y emergieron de la piel de los consejeros, vaciándose en la materia orgánica, nadando en sus entrañas mientras sus víctimas, sus nuevas moradas, parecían aturdidas un momento y empezaban a hincharse espantosamente y durante unos instantes se arañaban el pecho o el cuello o el lugar por el que hubiese entrado el proasma antes de explotar o implotar en un húmedo eructo de sangre y piel, del que emergía el proasma, acrecentado, reconstruido con carne ajena, antes de proseguir su ataque. Atravesaron la línea de los consejeros arrancando las entrañas a los hombres y dejándolos reducidos a sanguinolentos jirones, más grandes y más erizados de huesos cada vez que lo hacían.
—Que Jabber nos ayude —dijo Cutter.
Movió el espéculo y notó resistencia. Cañas Gruesas y él estaban tirando del espejo a velocidad diferente y la criatura que había entre ellos empezó a dividirse, a deshacerse a regañadientes, dejando hebras de materia lumínica entre sus pedazos como regueros de mucosa. Cutter gritó:
—¡Atrás, vuelve atrás, hay que rehacerlo! —Trataron de reagregar el gólem de luz.
Los latigazos de los gnosazotes de la milicia llegaban mucho más lejos de lo que parecía. A varios metros de distancia, los luftgeists chillaron y reanudaron su ataque siguiendo las órdenes de los elementarii. Descendieron, invisibles, y atacaron a los consejeros, que respondieron a tiros y tratando inútilmente de golpearlos. Ellos se introdujeron en sus pulmones y los hicieron reventar desde dentro.
Una salva de ataques, más bombas, una descarga de débil taumaturgia y la milicia se reagrupó. Uno de los elementalistas fue alcanzado. Fue el único muerto. Los yags llegaron junto al primero de los gólems, una figura enorme hecha de piedra y de trozos de riel. Los yags lo atenazaron, estiraron los brazos y sus núcleos de fuego se reformaron, lo envolvieron y empezaron a fundir el negro y duro metal que lo formaba con la intensidad de su calor. El gólem fue transformándose en un charco de materia deshecha, aunque no dejó de luchar un solo momento. Se deshizo en una llovizna, en regueros de gólem fundido.
Los consejeros seguían luchando, pero los elementales pasaban entre ellos y los masacraban sin ningún esfuerzo, correteando como perros, como niños. Era terriblemente peligroso convocar elementales, aquellos animales, materia convertida en carne predatoria y juguetona: domesticarlos era imposible. Pero los elementarii solo tenían que controlarlos para aquel rápido ataque. Los yags y los luftgeists seguían adelante, dejando huellas de fuego y rastros de aire destrozado, en dirección al tren perpetuo. Los gólems trataban de hacerles frente: intervenciones, la manifestación de un control consciente contra la animalización de las fuerzas de la naturaleza. Los elementales estaban ganando.
Pero aunque los elementales de aire pudieran destruir la sustancia de los gólems de tierra esparciendo sus partículas, tenían más dificultades contra los gólems de aire. Era una lucha extraña, casi invisible. Prácticamente la última de las líneas de defensa de Judah. Súbitamente se levantaron unas bocanadas de aire antinatural, que salieron al encuentro de los luftgeists, y se produjo una vaga tormenta en el escenario de su batalla. Lo creado y lo salvaje, la intervención y lo apenas controlado forcejearon y se hicieron pedazos.
Fragmentos de materia cayeron del cielo e hicieron temblar la tierra. Eran invisibles, coágulos de aire, comprendió Cutter, despojos de la batalla de los cielos, la carne de un elemental de aire arrancada por un implacable gólem de aire o las manos de un gólem separadas de los brazos por una dentellada de un frenético luftgeist. La carne-aire muerta permanecía un instante en el suelo y luego se desvanecía.
Los yags estaban escupiendo llamas. Los proasmae merodeaban entre los cadáveres, sorbiendo su última carne, pastando en los cuerpos de los muertos. Cutter tenía mucho miedo.
Del lecho hundido de un arroyo, en un flanco de la milicia, surgió una columna de jinetes. Con ellos, avanzando con sus poderosas zancadas, venía Rahul el hombre rehecho: y a su espada, con unas boleadoras en las manos y el sombrero calado hasta las cejas, estaba Drogon, el nómada, el susurrero.
Dioses
, pensó Cutter.
Ahí viene la caballería a salvarnos
. Le parecía estar delirando.
Los fusileros en sus caballos, algunos de ellos rehechos, llegados por los barrancos de los arroyos secos, desde Nueva Crobuzón o desde saben los dioses dónde, salieron a campo abierto y empezaron a disparar con gran puntería. Durante varios segundos, los milicianos estuvieron demasiado sorprendidos como para responder a este nuevo enemigo o no fueron capaces de hacerlo.
Aunque no eran muchos, los jinetes tomaron posiciones como cazadores y empezaron a disparar contra los milicianos desde lugares abrigados. Sus armas disparaban balas cargadas de embrujos que rugían como chispazos en el éter, que murmuraban mientras volaban. Abatieron a dos, tres, cuatro, un puñado de elementarii en cuestión de segundos, y los consejeros que pudieron verlo los vitorearon.
Entonces, muy deprisa, algunos de los milicianos se volvieron e hicieron restallar sus gnosazotes, que se expandieron por el aire como presencias serpentinas dotadas momentáneamente de vida y capaces de jugar con el espacio, y mordieron las grupas de los yags, quienes chillaron con voces que sonaban como chisporroteos y regresaron a terrible velocidad en dirección a los recién llegados. Los fusileros y artilleros y taumaturgos del Consejo de Hierro atacaron lo mejor que pudieron, pero los yags siguieron acercándose rápidamente.
—Contrólalo. Ahí, ahí —gritó Cutter, señalando con la cabeza el grupo de los milicianos, mientras Cañas Gruesas y él seguían tirando del tenaz gólem de luz con sus espejos.
Vamos
, pensó.
Vamos, joder
.
Volvió a tirar del gólem medio creado, mientras los yags se aproximaban a los recién llegados. ¿
Quiénes son
?, pensó. ¿
Amigos de Drogon
? Mientras se acercaban, Drogon se levantó sobre la espalda de Rahul, se llevó la mano a la comisura de los labios y debió de susurrar algo. Uno de los elementarii sacudió repentinamente su látigo, y la punta restalló sobre los yags, quienes gritaron, pero esta vez no con alegría sino con furia.
Drogon volvió a susurrar y otro miliciano hizo lo mismo, azotar a los elementales, quienes se volvieron y, amontonándose unos sobre otros, escupieron chorros de ardiente esputo sobre sus amos. Drogon susurró y susurró, enviando órdenes a los elementarii, obligándolos a provocar, a confundir a los animales. Los milicianos tuvieron que defenderse con los látigos de la furia de los elementales.
El gólem de luz nació. Empezó a existir. De repente. El espejo de Cutter se estremeció cuando, con sus primeros movimientos, la criatura se irguió emergiendo del feto de luz que había sido. Era un hombre, o una mujer, una ancha figura hecha de iluminación a la que era imposible mirar directamente, pero que no emitía luz sino que absorbía la luz que había cerca de ella y que devolvía a cambio un severo fulgor que, aunque pareciera imposible, no se propagaba más allá de sus propios límites. Se irguió y avanzó un paso, arrastrando los espejos consigo. Cañas Gruesas y Cutter estaban ahora siguiendo los dictados de sus movimientos, al menos en parte.
—Ahí —gritó Cutter, y giraron los espejos de modo que el gólem avanzara con movimientos de constructo, entre las últimas filas de los consejeros, quienes gritaron, ¿qué era aquello, un serafín enviado para salvarlos? Se miraron unos a otros con ojos momentáneamente ocluidos por su brillo, miraron sus pisadas, llenas de residuo brillante. El gólem de luz llegó hasta los yags. Se estiró ligeramente, como una criatura hecha de pasta, agarró a los elementales y empezó a brillar.
Cutter estaba exhausto. El gólem atenazó a sus adversarios, cuyo fuego no podía hacer nada contra la luz sólida, y fue volviéndose más y más brillante mientras luchaba, hasta convertirse en una estrella con forma de hombre, una figura que emitía una radiación fría que extinguió el calor de los yags y se volvió demasiado luminosa hasta para verse. Y entonces vieron que los yags con los que habían estado luchando habían desaparecido, engullidos en su luz, y la criatura era más fuerte. Siguió adelante en completo silencio, moviéndose con una especie de quietud.
El pánico se apoderó de los yags. Algunos de ellos escaparon con movimientos animales por la campiña y otros lograron controlarse y se abalanzaron contra el gólem, cuya fosforescencia los borró de la existencia. Los elementarii trataron de controlar a latigazos a los aterrorizados elementales de fuego, pero esto los enfureció, y algunos de ellos, al pasar, lanzaron petulantes y piróticas dentelladas a sus domadores, quienes murieron incinerados.
Los milicianos trataron de responder. Luftgeists menudos como flechas cayeron sobre los fusileros, atravesándolos y bebiéndose su sangre. Drogon susurraba órdenes, y los milicianos, incapaces de desobedecerlas, lanzaban destructivos latigazos a su alrededor. Para entonces ya habían averiguado que era su principal enemigo. Enviaron sus proasmae contra él.
Cutter y Cañas Gruesas dirigieron al gólem contra la milicia, hacia un grupo que se había reunido alrededor de una especie de cañón. Estaban sacrificando animales. ¿
Qué hacen
?
Mientras ellos seguían extrayendo algo del aire, sus proasmae, al fin alcanzaban a los tiradores y empezaban a nadar entre ellos. El gólem de luz siguió avanzando. ¿Qué estaban invocando los milicianos?
Un reguero de luminiscencia cayó del cielo, muy concentrado, una fina columna apenas visible. Descendió sobre el mecanismo que rodeaban. La luz provenía de la luna. La luna diurna, apenas visible, tenue a la luz del día. El rayo, alimentado por las apagadas emanaciones lumínicas del astro, se introdujo en la máquina, y al otro extremo del cañón, pareció abrirse un agujero.
En sus profundidades, algo hecho de radiación estaba moviéndose. Cutter lo miró fijamente.
Tardó un momento en comprender. Mientras trataba de dirigir el gólem de luz sobre los cráteres de las bombas que seguían cayendo, la devastación causada por los consejeros, que estaban avanzando ahora que los yags se habían ido, ahora que los proasmae estaban distraídos con los recién llegados, ahora que la milicia había perdido el control de sus luftgeists —quienes seguían sembrando el caos y la muerte, pero ya de una forma fortuita, haciendo pasadas sobre el tren y su nutrida guarnición— Cutter vio algo en aquella abertura. Algo que modificaba sus parámetros, que desafiaba toda taxonomía. Trató de encontrarle sentido.
Su forma se alteraba en cuestión de segundos. El esqueleto de un pez, unas costillas que engendraban ondas sobre un cuerpo como una cuerda de vértebras o como un tubo de goma. Y entonces tuvo algo de oso, y algo de rata, y tuvo cuernos, y un gran peso, y tripas y piel que resplandecían, huesos hechos de fósforo. Como si fuera frío y roca brillante todo él. Una libélula, una máscara fúnebre, un cráneo de madera.
Un fegkarion. Un elemental de luna.
Cutter había oído hablar de ellos, por supuesto, pero no podía creer que aquella acelerada esquelética criatura animal insecto que veía solo medio segundo de cada tres y que era un pliegue de espacio sugerido fuera el ser lunar del que existían tantas historias.
Oh, dioses, oh Jabber
.
—Cañas… Hay que mandar el gólem hacia esa criatura, deprisa.
Pero el gólem no era tan rápido. Atravesó las filas de la milicia a paso constante, extendiendo las manos mientras avanzaba. Se tomó su tiempo para tocar a cada hombre junto al que pasaba, pata envolver su cabeza con la mano y derramar su luz sobre él haciendo que estallara, que sus rayos escaparan por los agujeros de su casco, por sus orejas, su ano, su pene, por los rotos de laropa, convirtiéndolo en una estrella un segundo antes de dejarlo caer.
El fegkarion salía reptando de la nada.
—Vamos —dijo Cutter.
Los elementalistas estaban retrocediendo hacia los invocadores para protegerlos. Utilizando sus látigos, atacaron al gólem, cuya sustancia empezó a caer a pedazos. Cada latigazo restallaba sobre las cabezas de Cutter y Cañas Gruesas. Empezaron a sangrar. No se detuvieron.
Los proasmae habían sido olvidados. Los últimos cayeron rugiendo sobre dos fusileros más y luego se llevaron sus cuerpos de hueso y entrañas a los páramos, siguiendo a sus hermanos, alejándose de Drogon y Rahul. Drogon seguía susurrando, pero por alguna taumaturgia los milicianos ya no lo obedecían. Los látigos restallaban tratando de alcanzarlo; tratando de alcanzar al gólem.
—Vamos, vamos.
Las piernas de luz del gólem pisoteaban a los hombres que estaban atacándolo, quienes caían con un estallido de luz. El elemental de luna estaba ya cerca. Como un sacacorchos, estaba asomando el cuerpo helado, grisáceo y resplandeciente por el agujero que se había abierto, y era vasto, vio Cutter, era monstruoso, y entonces estiró el brazo y el gólem estiró el suyo para tapar el cañón lunar, se introdujo a presión por el agujero, fundiéndose con la materia del propio elemental y con el motor de la máquina, y gólem y elemental lucharon y una luz abrasadora —fría, caliente, grisácea y blanca como el magnesio— brotó de la nada como una capa de sudor.
Al ver que los proasmae habían desaparecido, los consejeros enviaron a sus pelotones pesados, los cactos y los grandes rehechos.
—¡Capturad a alguno con vida! —gritó alguien, mientras los cactos mataban milicianos conscientes y hombres a los que la luz había dejado en coma, y entonces hubo una detonación, un estallido, y la máquina lunar fue incinerada por arpones de luz de gólem y luz de luna.
La milicia estaba vencida. Derrotada por Drogon y sus hombres y por el gólem de luz. El suelo estaba sembrado de elementarii muertos e innumerables cadáveres del Consejo de Hierro, del ardiente residuo de los elementales de carne y sus víctimas, de goterones de luz que resbalaban luminosamente sobre la tierra. Los pocos milicianos que aún seguían en pie huyeron a los yermos de Rohagi, siguiendo las pegajosas huellas de los proasmae, convertidos en una fauna salvaje: criaturas húmedas rojas bulbosas que merodearían por los páramos.
Los milicianos que no habían huido habían sido inmovilizados por las balas, los chakris o la luz del gólem. Tirados por el suelo, escupían e insultaban a los consejeros que se aproximaban a ellos.