El consejo de hierro (68 page)

Read El consejo de hierro Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
11.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por eso regresó Drogon. En misión para Wrightby, el loco cabrón. ¿Y los demás jinetes, todos hombres de la FT? Buenos dioses. Necesitaba que llegásemos. Tenía que saber que habíamos hecho el camino entero. Tenía que ver nuestra ruta. Se ha enfrentado a la ciudad. Ha matado a los putos milicianos para que pudiéramos regresar.

—Y ahora estáis aquí.
Shhh
, quieto.

Quieto
, dijo Drogon, y la lenta resistencia de Cutter cesó.

—Ahora estáis aquí. Mañana estaréis otra vez en las vías. Y volveréis a la ciudad. Habéis hecho lo que debíais. Ya tengo la ruta para atravesar el continente. Por la mancha cacotópica. El camino que habéis creado con vuestros cuerpos y vuestra necesidad. Os damos las gracias.

Drogon, sin burla ni demostración alguna, inclinó la cabeza.

—Ten por seguro que la utilizaremos. Construiré el camino de hierro. Este continente volverá a ser creado, rehecho, más hermoso. —Cutter miró fijamente a aquel visionario del dinero y el hierro. Lo miró fijamente y fue incapaz de hablar, de moverse, de decirle a Weather Wrightby que estaba loco. Wrightby ya podía cruzar el continente, después de tantas intentonas y fracasos. Tendería una hebra fina como un tren y la usaría para bombear dinero al oeste y extraerlo de nuevo desde allí. Cambiaría el mundo y cambiaría a Nueva Crobuzón.

¿Es posible? Es un camino muy largo. Larguísimo, joder.

Pero ahora lo conoce.

—Esto es lo que va a pasar. Os están esperando. El Colectivo ha caído. Ya lo sabes, ¿verdad? Y la milicia sabe que venís. Os están esperando. Saben por dónde llegaréis. Por los apeaderos, la terminal que construimos en su día. Habrá muchos esperándoos.

Habría batallones. Habría brigadas enteras. Alineadas, con sus armas, con una paciencia de genocidas. Estarían esperando a que su presa llegase, entrase en el fuego y el hierro, el infierno de taumatúrgica carnicería, a su propio ritmo. Ni el gólem de luz, ni la moho-magia, ni el valor de los librehechos y sus parientes, ni el salvajismo de los cactos, ni el poder de los chamanes podría derrotar a aquella masa.

—Vais a morir. Estoy aquí para decírtelo. —No lo dijo como una advertencia, sino simplemente como parte de una conversación.

No volverá a interceder. Este cabrón nos ha ayudado por algún disparate religioso, una demencia mercantil. Contra su propio gobierno. Pero ahora que hemos vuelto, ha terminado. Estamos en casa, hemos hecho lo que hacía falta, ya tiene el camino. Puede hacer lo que siempre ha querido. Está todo en la cabeza de Drogon, el muy cabrón, en las vías que hemos dejado
.

—Quería que supieras que sois magníficos. Lo que habéis hecho es una proeza de valor, de fuerza… Como nada que yo haya visto. Bien hecho, bien hecho. Ya podéis acabar.

»Voy a decirte por qué te cuento todo esto.

»No sería apropiado que no lo supieras. Debes saber en qué os habéis convertido. Cuando dobléis esa última curva y veáis la estación y a la milicia.

Cutter se estremeció. Drogon lo observaba.

—O puedes irte.

El corazón de Cutter empezó a latir más deprisa, como si solo al decirlo Wrightby se hiciera posible. Como si estuviera dándole permiso para escapar.

—Puedes irte. Drogon quería que tuvieras esa alternativa. Por eso estoy aquí.

¿
Drogon? ¿Es cierto
? Cutter tuvo la fuerza justa para mover los ojos y mirar a su antiguo compañero. El asesino ranchero no levantó la mirada. Una muestra de camaradería atenuada. ¿Qué era aquello? Una última oportunidad, ofrecida a Cutter.
Siempre he tenido esa alternativa
, pensó, pero no pudo evitar sentirse como si Drogon le hubiera hecho un regalo.

—Has recorrido las estepas de Rohagi a lomos de la Historia. Has hecho realidad el nombre de la FT, que hasta ahora había sido una mentira. Lo has hecho…, has atravesado un continente. Ahora puedes irte.

»O… o podrías ayudarnos. Podrías ayudarnos a hacerlo de nuevo. Una vez más. Esta vez dejando las vías a nuestro paso. —Wrightby lo miró, pero Drogon no—. Drogon me ha hablado de ti, me ha contado cómo has aprendido a viajar, a nivelar, a explorar. Y siempre has sido tu propio amo. Eso lo sabemos. Podrías ayudarnos.

Dioses, Jabber, Jabber y mierda, esputo divino, mierda divina, no puedes estar diciendo eso. No puedes
. La auténtica verdad. Una revelación.
Ahí
. A pesar del embrujo paralizante de Drogon, Cutter esbozó una sonrisa despectiva.

¿
Es eso
? Trató de hablar pero fue incapaz. La expresión que se dibujó en su rostro lo decía todo. ¿
Qué te has creído, qué te has creído
?

¿Qué te crees que soy? ¿Crees que estoy tan apartado de ellos, con los que he luchado y viajado y follado, como para marcharme, como para abandonarlos por ti? ¿Por tu cruzada del dinero? ¿Toda esa mierda religiosa se reduce a esto? ¿Era un discurso de reclutamiento? ¿Me quieres en tu equipo? ¿Porque conozco el camino? ¿Porque lo he hecho? ¿Me quieres en tu equipo? ¿Qué te crees que soy?

Estaba hirviendo de repugnancia, erguido en la parálisis del susurro-embrujo, con las manos a los lados.

—¿Qué me dices? —dijo Wrightby.

En lo más hondo del oído de Cutter habló la voz de Drogon:

Habla
.

—Que te follen —dijo Cutter al instante. Wrightby asintió y esperó—. Alejaos de mi tren. Bastardos… Tú, bastardo chaquetero, Drogon, nunca escaparás de nosotros… —cogió aliento para gritar y Drogon volvió a silenciarlo.

—¿Que no escaparemos de vosotros? —dijo Wrightby. Parecía sorprendido—. No estoy tan seguro. En realidad, creo que sí. Ahora nos marchamos. Estaré en la estación. Cuando llegue el tren, estaré allí, esperando. Ven a verme si quieres, si cambias de opinión.

Drogon volvió a susurrar. Un doloroso agarrotamiento atenazó a Cutter. El susurrero señaló una vereda de las colinas y se llevó a Weather Wrightby por allí. Volvió la mirada atrás y le susurró una vez más a Cutter.

Solo para que lo sepas
, dijo.
No creo que suponga la menor diferencia. Pero, por si acaso. Porque esto tiene que terminar ya. Tus espejos están rotos. Por si acaso
.

Weather Wrightby miró a Cutter a los ojos.

—Ya sabes dónde encontrarme.

Y se marcharon, dejando a Cutter allí, luchando. ¿
Por qué no me habéis matado, cabrones
?

Levantó el brazo. Lo mismo daba. No era una amenaza. Lo que le habían dicho no importaba. «La milicia os está esperando». Llevaba semanas diciéndoselo. Todo el mundo lo sabía. Aunque ahora lo sabía con total certeza, es lo que siempre les había dicho. ¿Por qué iba a cambiar aquello los mesiánicos planes del Consejo de Hierro?

Había otra razón por la que Drogon y Wrightby lo habían dejado con vida. Todavía creían que podía cambiar de idea. Creían que podía huir, abandonar al Consejo para que se precipitase hacia la masacre y la muerte, mientras él se unía a ellos. Y los detestó por ello, pero también pensó, ¿
qué soy? ¿Qué soy yo para que piensen eso de mí
?

Gritó. No sabía si por el esfuerzo de romper el embrujo o por otra causa. Se vio tal como Drogon debía de haberlo visto: convertido en un traidor en potencia por su cinismo y su soledad.

Habían sacado los espejos de los estuches protectores donde se guardaban, en el vagón armería. El cristal estaba cubierto de grietas. Cutter quería contarle a alguien lo que había ocurrido, pero temía la amargura de su interior, la miserable certidumbre de una expectativa confirmada: temía que, a pesar del golpe recibido, pareciera que estaba alardeando de ello. Detestaba eso de sí. Sabía que Drogon lo había percibido. Por eso lo había abordado a él.

Llevó los espejos rotos a Ann-Hari y se lo contó.

Los viejos raíles reflejaban la luz de la luna. Al filo del horizonte, al este, había una mancha más oscura: el bosque Turbio, cada vez más cerca. Las luces del tren y sus fogatas creaban minúsculas auras.

—¿Y bien? —dijo Ann-Hari.

—¿Y bien?

—Sí.

—¿Qué vais a hacer?

—¿Qué harías tú?

—Yo daría media vuelta, por el amor de Jabber. Daría la vuelta y me dirigiría al sur siguiendo las vías, no al norte.

—¿A las ciénagas?

—Para empezar sí. Si es lo que hace falta para escapar. Para vivir, por los dioses, Ann-Hari. Para vivir. Están esperándoos. Mañana, puede que pasado mañana, estarán allí.

—¿Sí? ¿Y?

Cutter gritó. En mitad de la noche.

—«¿Y?» ¿Pero es que estás loca? ¿Es que no me has escuchado? ¿Y qué significa ese «¿Sí?»—. Se detuvo de pronto. Se miraron—. No me crees.

—No lo sé.

—Crees que estoy mintiendo.

—Vamos, vamos —dijo ella—. Vamos. Eres un buen amigo del Consejo, Cutter, todos lo sabemos…

—Oh, buenos dioses, crees que estoy mintiendo. ¿Y eso qué significa? Dioses, piénsalo. ¿Crees que yo he roto los puñeteros espejos?

—Cutter, venga.

—Dime.

—Cutter. No has roto los espejos. Eso ya lo sé.

—Entonces, ¿crees que miento sobre Drogon?

—Nunca has querido que regresáramos, Cutter. Nunca has querido que estuviéramos aquí. Y ahora me dices que la milicia nos está esperando. ¿Cómo sabes que Drogon o ese hombre no te han mentido? Ellos saben cómo piensas. Saben lo que tienen que decirte. Puede que quieran que nos asustemos y huyamos.

Cutter se detuvo. ¿No podía Weather Wrightby estar tratando de asustarlos?

Puede que el Colectivo hubiese ganado. Que los refugiados de las tierras rocosas estuviesen todos equivocados, y el Colectivo estuviese estableciendo una democracia nueva, hubiera acabado con la lotería electoral, hubiese desarmado a la milicia y armado a la población. Y hubiesen levantado estatuas a los caídos. Y el Parlamento estuviera siendo reconstruido. Y ya no hubiese furgones de la milicia, ni dirigibles sin distintivo alguno entre las nubes, solo dracos, globos y verderones. Puede que Weather Wrightby no quisiera que se unieran a una Nueva Crobuzón así.

No
. Cutter lo sabía. Sabía la verdad. No era así. Sacudió la cabeza.

—Tienes que decírselo a los consejeros —dijo.

—¿Qué quieres que les diga? —dijo Ann-Hari—. ¿Quieres que les diga que alguien a quien no conocíamos y en quien nunca hemos confiado ha traído a otro hombre para decirles que lo que siempre hemos creído que podía ser verdad es verdad, pero sin ofrecer ninguna prueba? ¿Quieres eso?

Cutter sintió que algo se alzaba en su interior, una desesperación trémula.

—Oh, dioses —dijo—. Te da igual.

Ella le sostuvo la mirada.

—Aunque —le dijo— aunque estuvieras en lo cierto…, aunque ese fuera Drogon y el otro fuera Weather Wrightby, aunque hubiese diez mil milicianos esperándonos, esto es lo que somos, esto es lo que somos. Aquí es donde tenemos que estar.

¿Era esta su locura?

—Somos el Consejo de Hierro —dijo—. Nunca volveremos a dar la vuelta.

Cutter pensó en salir corriendo a la noche y gritarles la verdad a aquellos disidentes a los que había terminado por coger cariño —sus camaradas, sus chaverim, sus hermanos— y hacer que dieran la vuelta, suplicarles que dieran la vuelta, contarles lo que les estaba esperando, lo que sabía, lo que Ann-Hari sabía. No dijo nada. No gritó. No sabía si era por culpa suya —estaba seguro de que no era por debilidad— pero no podía anunciar la verdad. Porque sabía que no supondría ninguna diferencia, que ninguno de ellos daría la vuelta.

33

El tren avanzaba lentamente sobre los viejos raíles, precedido constantemente por las cuadrillas que acudían a reparar los desperfectos del firme y a limpiar los obstáculos para que nada interrumpiera la marcha. Soldaban el metal roto y volvían a clavar los remaches viejos levantando nubecillas de herrumbre. Pero no era tanto el estado ruinoso de las vías lo que frenaba su avance como la incredulidad, la constatación del lugar en el que se encontraban, lo que estaban haciendo. A quince, veinte kilómetros por hora, el tren perpetuo, el Consejo de Hierro, avanzaba hacia el norte, rodeado de barrancas, protuberancias de roca y diabasas, en busca de Nueva Crobuzón.

Las ventanillas estaban erizadas de armas: los furgones abiertos, el pequeño cementerio, las torres, las tiendas de los tejados, todos estaban llenos de consejeros armados. Agazapados, entonaban canciones de guerra.

—Háblanos de Nueva Crobuzón —decían los jóvenes, los que habían nacido de las putas cuando el Consejo era todavía un tren privado, o de las mujeres libres en el interior de Bas-Lag, o de las consejeras de hierro.

Tras el tren venían los consejeros que no podían luchar. Los niños, las embarazadas, aquellos rehechos cuyas peculiaridades les impedían hacerlo. Los viejos. Formaban una larga línea extendida detrás de las vías, y cantaban sus propias canciones.

Los dracos sobrevolaban el tren, iban y volvían graznando lo que habían visto. Con el paso de las horas el firme de la vía fue ascendiendo, hasta que el tren estuvo sobre un risco, jalonado por sendas laderas cubiertas de granito pedregoso. Los árboles se alzaban cuando entraban en algún bosquecillo, y las criaturas que vivían en ellos chillaban en las copas. Mucos kilómetros al oeste, esta miasma de árboles se transformó en el bosque Turbio.

Las horas pasaban veloces con el hipnótico ritmo de las ruedas, que Cutter ya había olvidado, que se habían llevado de su mente los meses que el Consejo de Hierro había pasado reptando con demasiada lentitud como para alcanzar ritmo alguno. El tren se movía a la velocidad justa para crear el ruido. La percusión de las ruedas, el ritmo de los pistones. El
uh uh, uh uh
, como si te dieran unos golpecitos en el hombro, una vez tras otra, recordaban a algo, a un ruido nervioso. Cutter marchaba sobre la ansiedad del tren.

Lo sabré, dentro un momento lo sabré
, se decía en su fuero interno.
Dentro de un momento lo decidiré
. Y el tren perpetuo no se detenía y seguía acercándolo kilómetro a kilómetro a Nueva Crobuzón, antes de que hubiese tenido, se diría, tiempo para pensar.

¿
Qué va a ocurrir
?

Tenía un arma preparada. Iba en el furgón de cola, con los forasteros y los refugiados, quienes estaban excitados y terriblemente asustados por lo que se avecinaba. La vía se curvaba y se curvaba, como si tratase de ocultar su terminal.
Aún faltan varios kilómetros
, pensó Cutter, pero el final de la línea parecía estar allí, brillando siniestramente un poco más allá de donde alcanzaba la vista.

Other books

Blood and Kisses by Shah, Karin
Avoid by Viola Grace
The Awakening by K. E. Ganshert
The Lazarus Effect by H. J Golakai
Invitación a un asesinato by Carmen Posadas
The Vine of Desire by Chitra Banerjee Divakaruni