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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (71 page)

BOOK: El consejo de hierro
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¿
Qué es, Judah? ¿Qué es lo que has hecho
? Recordaba haber oído hablar a Judah sobre gólems incorpóreos, sobre los lanzancudos y su arcana golemetría.
No sabía que pudieras hacer eso, Judah
.

Vieron gente.

—Vais en las dirección equivocada, amigos —les dijo un caravanero. Cutter y Judah siguieron adelante. Los carromatos se alejaron arañando la tierra. Cutter levantó la vista y vio pájaros.
Más. Un poco más. Un momento más
. No sabía a quién o a qué estaba suplicándole. Judah se apoyaba en él, y él lo sostenía.

—Mírate —le dijo—. Mírate. —Le limpió la mugre de la cara con su propia ropa—. Mírate.

Un segundo y minúsculo grupo de refugiados se aproximaba. Esta vez eran muy variados. Humanos con carromatos, un vodyanoi que jadeaba lejos del agua. Una gruesa hembra cacto llevando un prodigioso garrote. Lo levantó al ver a Cutter y Judah, pero volvió a bajarlo cuando estuvieron más cerca. Había dos khepri, con los flacos cuerpos femeninos envueltos en un pañuelo que las obligaba a caminar con pequeños pasos, conversando con sus cabezas-escarabajo, con la flexión de las patas de los iridiscentes insectos y las connotaciones de las emisiones químicas. Tras ellas, como una especie de signo de puntuación para aquel variopinto Colectivo, había un constructo.

Cutter se quedó mirándolo. Hasta Judah lo miró en medio de su agotamiento. Caminando con el anadeo de un pato, se aproximó a ellos y luego se alejó.

Miembros, un tronco y una cabeza con una configuración vagamente humana, un tubo de hierro por torso, la cabeza de peltre y cristal. Uno de los brazos era el original, y el otro un añadido más reciente, de acero más liviano. Por una tubería que parecía un puñado de cigarrillos emitía bocanadas de humo. Levantaba sus piernas cilíndricas y volvía a bajarlas con inhumana precisión. Colgando de lo que debía de ser su hombro llevaba un bulto sujeto por una vara.

¿Uno de los pocos constructos legales de la ciudad, el criado o el juguete de algún millonario? ¿Una máquina clandestina, un ilegal, oculto durante años? ¿
Qué eres
? ¿Seguía a su propietario al exilio, era su meticuloso y ruidoso avance simple obediencia a una regla matemática de su motor analítico? Cutter lo observó con la curiosidad de alguien que se había educado tras la Guerra de los Constructos.

El constructo giró la cabeza con una zumbido metálico. Lo miró con ojos lechosos y melancólicos, y aunque era absurdo pensar que una mente viral auto-organizada se moviera entre los engranajes que había detrás del vidrio, por un momento Cutter llegó a creer que, con la caída del Colectivo, Nueva Crobuzón se había vuelto un lugar tan terrible que hasta las máquinas estaban huyendo. El constructo siguió su camino y Cutter se llevó a Judah de allí.

Todavía les quedaban muchos kilómetros de camino. Hubo un ruido.
La milicia
, pensó Cutter,
debía de llevar horas junto al pausado Consejo de Hierro
. El ruido se aproximó. Cutter apretó los ojos con fuerza. El tiempo estaba acabándose, como él esperaba.

En un pequeño claro pedregoso, Judah y él se encontraron cara a cara con Rahul y, montada sobre su espalda de animal, con Ann-Hari. Llevaba una pistola repetidora.

—Judah —dijo. Desmontó—. Judah.

Cutter buscó su arma a tientas y trató torpemente de sacarla. Rahul corrió hacia él con veloces zancadas reptiles y lo sujetó con sus brazos de saurio. Su torso humano se inclinó y le arrebató el arma. Le dio unas palmaditas en la cara con brusca amabilidad. Retrocedió, arrastrando a Cutter como si fuera su progenitor. Cutter protestó, pero tan débilmente que fue como si no hubiese dicho nada. Estaba casi seguro de que su arma no habría disparado. De que estaría estropeada o descargada.

Judah, tambaleándose, miró a Ann-Hari. Le sonrió con la calma de un adivino. Ann-Hari estaba temblando. Cutter trató de decir algo, de impedirlo, pero nadie le prestaba atención.

—¿Por qué? —dijo Ann-Hari y se adelantó. Se plantó frente a Judah Low. Había lágrimas en sus ojos.

—Los habrían matado —dijo Judah.

—Eso no lo sabes. No lo sabes.

—Sí. Tú estabas allí. Sabes lo que habría ocurrido.

—No lo sabes, Judah, dioses, maldito seas…

Cutter nunca había visto a Ann-Hari tan furiosa, tan descontrolada. Quería hablar, pero no lo hizo, porque aquel no era su momento.

Judah miró a Ann-Hari y ocultó cualquier miedo que pudiera sentir, la miró con una emoción tan completa que Cutter sintió que se le desgarraban las entrañas. El abrazo de Rahul era protector.

—Ann-Hari —dijo Judah, con voz delicada, a pesar de que debía de saber lo que pasaba—. ¿Preferirías que hubiesen muerto? ¿Haber muerto tú? Traté de conseguir que dierais la vuelta, tratamos de… —
tú sabías que no lo harían, Judah
, pensó Cutter—. Ahora están a salvo. Están a salvo. El Consejo de Hierro vive.

—Nos has puesto en salmuera, bastardo…

—Habríais muerto todos…

—Para.

—No sé cómo. No quiero, además… Tú sabes que es cierto.

—Para.

—No. Habríais muerto todos.

—No tenías derecho, Judah…

—Habríais muerto.

—Puede. —Escupió la palabra. Siguió un largo silencio—. Puede que hubiésemos muerto. Pero no lo sabes. No sabes si había colectivistas esperando detrás de la milicia, preparados para atacar, y que ahora están acobardados por lo que has hecho. No sabes si no estaban ahí, no sabes a quién podríamos haber inspirado con nuestra llegada, aunque fuera demasiado tarde. ¿No lo ves? Tarde o no, podríamos haberlo conseguido. ¿Lo ves, Judah? ¿Lo ves? Aunque hubiésemos muerto.

—Tenía que… Es el Consejo. Tenía que ponerlos… ponerte… a salvo…

—La decisión no era tuya, Judah. No era tuya.

Judah apartó ligeramente los brazos del cuerpo, enderezó la espalda frente a ella, la miró. La conexión que los unía, aquella fuerza, seguía allí. Parecían extraer energía de cuanto los rodeaba. Judah la miró con paciencia, con favorable predisposición.

—La decisión no era tuya, Judah Low. Nunca lo has entendido. Nunca lo has sabido. —Levantó el arma y a Cutter se le escapó un sonido y se movió entre los brazos de Rahul. Ann-Hari apoyó el cañón en el pecho de Judah. Él no parpadeó—. La cosa que hay en ti… Tú no creaste el Consejo de Hierro, Judah Low. Nunca te ha pertenecido. —Retrocedió un paso y levantó el arma hasta que el cañón estuvo apuntando a su boca—. Y puede que mueras sin entenderlo, Judah. Judah Low. El Consejo de Hierro nunca te ha pertenecido. No eres tú quien elige. No eres tú quien decide cuándo es el momento, cuándo encaja en tu historia. Este era el momento para estar aquí. Nosotros lo sabíamos. Lo decidimos. Y tú no sabes, y ahora tampoco lo sabremos nosotros, nunca lo sabremos, lo que habría ocurrido. Le has robado a toda esa gente.

—Sí —dijo Judah—. Por ti, por el Consejo de Hierro. Para salvarlo.

—Eso ya lo sé —dijo ella. Ahora hablaba con susurros, pero la voz aún le temblaba—. Pero nunca te hemos pertenecido, Judah. Éramos algo real, y llegamos en nuestro momento, y tomamos nuestra decisión, y no era tuya. Estuviéramos equivocados o no, era nuestra historia. Nunca has sido nuestro augur, Judah. Ni nuestro salvador.

»Y no entiendes esto, no puedes, pero esto de ahora no es por venganza, no es un sacrificio. No tenía por qué ser así. Esto es porque no teníais derecho.

Cutter intuyó el final en su voz y vio que la mano de Ann-Hari se movía.
Ahora
, pensó.
Ahora, Judah, detenla
.

En el minúsculo instante fragmentario en que ella tensó la mano, pensó:
ahora
.

Convoca un gólem de tierra
. Judah podía concentrarse y levantar frente a sí un gólem de tierra gris que se alzaría, apoyándose en su propia sustancia, con raíces y restos de raíces pegadas, la falda entera de la colina en movimiento, y podría intervenir. Podría interponerse entre Judah y Ann-Hari y recibir la bala, detenerla con la densidad de su materia y luego estirar el brazo y arrancarle el arma y agarrarla tan fuerte que ella no pudiera luchar, de modo que Judah estuviera a salvo, y ordenaría al gólem que se la llevara o la mantuviera inmóvil mientras Cutter y él se marchaban entre las raíces de los árboles arrancados y entre las rocas pulverizadas en dirección a Nueva Crobuzón.

Un gólem de aire
. Una fuerte ráfaga de viento a-vivo que soplaría junto a los ojos de Ann-Hari y la haría vacilar. Una figura obediente hecha de aire que se interpondría frente a la consejera de hierro y le taparía la cara con la ropa, o que se introduciría rápida y vigorosamente en los cañones de su arma y le impediría disparar. Y mientras el aire desplazado por el baile de la nueva presencia hiciera que se levantaran volutas de polvo y arrojara la hojarasca sobre los matorrales, Judah y Cutter se marcharían.

Convierte su arma en un gólem
. Transformaría la pistola en un gólem muy rápido y muy pequeño y le ordenaría que cerrara la boca, que se tragara la bala antes de haber podido escupirla, y entonces podría ordenarle que se retorciera en la mano de Ann-Hari y se moviera con la limitada capacidad que su forma le permitía y le apuntara a la cara, solo para asustarla, y daría a Judah el tiempo, mientras Ann-Hari estaba paralizada por la sorpresa y la amenaza de su propia arma, de marcharse, con Cutter, por el camino que había al otro lado de la ladera.

Convierte la bala en un gólem
. Y caería.
Convierte su ropa en un gólem
. Que la haría tropezar.
Haz un gólem con esos arbolillos muertos. Haz un gólem de nubes. De las sombras, de su propia sombra. Otro gólem de sonido. Haz un gólem de sonido y tiempo para mantenerla paralizada
. Hacía mucho frío.
Vuelve a cantar tus ritmos rápido para hacer un gólem de tiempo inmóvil y detenerla y nos marcharemos
.

Pero Judah no hizo nada y Ann-Hari apretó el gatillo.

35

Cutter regresó a la ciudad por el Alquitrán. Una entrada nocturna. Lentamente, y bajo nuevas leyes, las autoridades de Nueva Crobuzón estaban reabriendo el tráfico fluvial. Los pilotos de las barcazas estaban esperando a que se establecieran nuevos turnos. Cutter entró en Nueva Crobuzón disfrazado con una trenca manchada de cuero, pilotando una embarcación pesada y de bajo calado.

A su alrededor, la orilla fue poblándose de casas, primero decenas y luego centenares, y empezó a oír sus sonidos, y a recordarlos, el asentamiento de la arquitectura, y supo que estaba llegando a casa. El barquero al que había sobornado para que lo contratara estaba impaciente por librarse de él. Con el carraspeo repetitivo del motor dejaron atrás las casas de alquitranado de la puerta del Cuervo, y el barrio khepri de Ensenada, con sus edificios sepultados por un apéndice mucoso, y pasaron bajo los viejos puentes de ladrillo de Nueva Crobuzón, seguidos por el reguero multicolor que la barca iba dejando en las aguas.

Sobre ellos pasaban aeróstatos. Parecían caminar sobre patas formadas por sus focos. Un intenso fulgor se clavó en la embarcación, desapareció con un parpadeo, dos veces.

Cutter caminó entre los almacenes del Meandro de las Nieblas, el ladrillo descolorido, el hormigón manchado. Entre la creosota, el betún y los carteles enmohecidos, los escombros amontonados, el polvo de cristal y piedra, por las calles que fueran del Colectivo. Pasó junto a solares donde los residentes habían celebrado ruidosas asambleas para votar cualquier cosa. Ahora volvían a ser como antes. Pequeños páramos donde el zarzo y el perifollo crecían en las grietas del hormigón, campo abonado para los insectos. Había espirales en las paredes. La lluvia estaba borrándolas.

Pasaron los días y Cutter aprendió las nuevas normas, averiguó cómo evitar a la milicia que patrullaba las calles y mantenía un estricto toque de queda en Ensenada y la Sombra y, en especial, en la Perrera. Decían que seguía habiendo reductos de traidores del Colectivo, y eran implacables en su caza.

Cutter no decía nada cuando veía salir a los pelotones de los edificios destrozados, arrastrando hombres y mujeres que proclamaban a gritos su inocencia o, en raras ocasiones, luchaban. Mantenía la vista clavada en el suelo. Aturdido como estaba, abordaba los controles ofreciendo sus documentos falsificados sin miedo, porque le daba igual que lo interrogasen, y cuando no lo hacían seguía su camino sin triunfalismo.

La ciudad alta no carecía de belleza. La plaza BilSantum. La estación de la Calle Perdido. Allí era como si no hubiese habido guerra. Las espirales eran simples manchas. La estación de la Calle Perdido se cernía como un dios sobre la ciudad. Cutter levantó la mirada hacia el tejado, donde había estado.

En los últimos días del Colectivo se había producido una desesperada copia del ataque por las vías. Un tren cargado de explosivos había sido lanzado desde la estación Salpetra, y había acelerado hacia la de la Calle Perdido con el sueño de inmolar el vasto edificio. Nunca lo habrían conseguido. Los colectivistas que lo conducían en misión suicida, envalentonados por el alcohol y la certeza de la muerte, habían derribado la barricada de la estación Malicia y habían seguido avanzando hacia el bazar Esputo, pero la milicia había hecho saltar el tren mientras se aproximaba, abriendo un agujero en el entramado de arcos que recorrían Nueva Crobuzón de un lado a otro. La línea Sud había sido cercenada y ahora, lentamente, estaban reparándola.

Los carteles de los kioscos, los periódicos, las proclamas que podían escucharse de forma gratuita en las casetas de los voxiteradores proclamaban los triunfos del gobierno: el tributo impuesto a Tesh, su humillación, el renacimiento de la comunidad. Tiempos duros pero llenos de esperanza, decían. Se hablaba de nuevos proyectos, expediciones a través del continente. La promesa de una nueva economía, de una expansión. Cutter vagaba. Ensenada era una ruina. Habían limpiado los cuerpos de las khepri que habían quedado allí tras la masacre calamita, pero seguía habiendo manchas en algunas paredes. En algunos sitios los integumentos de flema exudados por los gusanos constructores se habían agrietado o consumido, y había asomado el interior de ladrillo.

Cutter vagaba y presenciaba la reconstrucción. El centro de Nueva Crobuzón estaba cubierto de cráteres, montículos de hormigón, argamasa y mármol roto, toscas pasarelas y pasos que conectaban los callejones, pavimentados con escombros. En Barracán, la torre de la milicia estaba envuelta en una estructura de andamios que parecía baba de cuco. Las vías rotas que colgaban de ella habían desaparecido. Volverían a tenderlas cuando la torre estuviera reparada.

BOOK: El consejo de hierro
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