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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (8 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—Ven a ayudarme —dijo Cutter, y taladró las tinieblas con la mirada. El gemido de lo que se aproximaba le paralizó los miembros.

Vio un destello. Un alambre tenso tendido sobre el umbral, extendido hasta las rocas apiladas a ambos lados del paso, conectado a las baterías y motores que Cutter sabía que ocultaban.

—Lo he encontrado —exclamó.

Levantó la mirada y escuchó el lúgubre aullido. Algo empujaba una nube de hojarasca y jirones de moho por la grieta. El olor del manecro era espantoso. En la fisura, Cutter vio remolinos de polvo mezclado con humus. Oyó un repiqueteo, el chasquido de una trampa accionada y el pifiar de un caballo. Retrocedió lentamente hacia sus compañeros.

—Preparaos para correr —dijo—. Preparaos para correr, maldita sea.

Se aproximaba. Veloz. Un caballo a todo galope. Sus patas se movían con tal velocidad mutante que hacían tanto ruido como una compañía. La montura de Drogon. Corría más rápido de lo que ningún caballo hubiera corrido jamás, sobre las rocas y sobre una superficie inestable que le torció los tobillos y le astilló los cascos, pero siguió corriendo, ignorando las heridas, con el cuerpo rayado por el sudor y la sangre de sus abrasiones. Había algo aferrado a él. Una criatura de cuerpo moteado le atenazaba el cuello, una cola chata que se expandía como si fuera un gusano y husmeaba la carne del animal.

Tras él emergió un hombre. Un hombre. Flotaba en el aire, con los brazos cruzados. Surcaba el aire hacia ellos a velocidad pavorosa. Los vio. Se escoró sin mover el cuerpo. Abrieron fuego y el hombre siguió adelante, y las puntas de sus pies aterrizaron con fuerza sobre la roca.

Cutter se levantó y disparó y retrocedió y resbaló en la gravilla. Todos disparaban. El susurrero tenía las piernas separadas y vaciaba cargadores como un tirador experto, con un arma en cada mano, Pomeroy y Elsie disparaban a ciegas. Hicieron blanco. Vieron que el caballo y el hombre impasible empezaban a sangrar, pero nada podía detenerlos.

El hombre flotante abrió la boca y escupió fuego. El ardiente halito lamió el alambre y lo hizo brillar, de modo que por un instante, una fracción de segundo, los manecros vieron el metal, pero la inercia los empujó hacia él y la boca del hombre y la del caballo se abrieron, alarmadas, pero no pudieron detenerse. Cortaron el alambre en dos y salieron al sol.

Las rocas se les vinieron encima. Las bobinas se activaron y enviaron corrientes taumatúrgicas por los circuitos. Las válvulas trepidaron y una masa de energía acumulada se liberó e hizo lo que, con precisión milimétrica, había sido programada para hacer, crear un gólem.

Lo hizo empleando todo lo que había a su alrededor. La sustancia de la grieta. Toda la materia en aquel campo de energía se cargó instantáneamente y entró en movimiento. Las rocas se desperezaron y entonces pareció que desde el principio hubiesen adoptado una forma humana vagamente, yaciente, de siete metros de altura, con un brazo formado por aquellas paredes de guijarros y el otro por aquellos matorrales resecos y quebradizos, y una panza de grandes peñascos con piernas de roca debajo y una cabeza de tierra compacta.

El gólem era tosco y las instrucciones que se le habían impartido eran de simplicidad homicida. Moviéndose con velocidad asesina, alargó unos brazos de varias toneladas y atrapó a los manecros. Las criaturas trataron de hacerle frente. El gólem sólo tardó una minúscula fracción de segundo en descargar la piedra sobre el animal y partirle el cuello, aplastando al manecro, la mano-parásito que se había pegado a la crin del caballo.

El hombre fue más rápido. Escupió unas llamas que florecieron sobre la cara del gólem sin causarle daño. Con fuerza insólita dio un tirón al brazo de roca coagulada y lo dislocó. El gólem empezó a moverse con más torpeza. Pero ni aún así lo soltó. Al mismo tiempo que su brazo se desmoronaba, transformado de nuevo en tierra, derribó al hombre, lo agarró por las piernas con una de sus manos de guijarros, por la cabeza con la otra, y de un solo tirón lo desmembró.

Al mismo tiempo que moría el anfitrión, mientras el cadáver despedazado seguía aún en el aire, el gólem, cumplido su cometido, dejó de existir. Las rocas y la tierra que lo conformaban cayeron, fragmentadas, con un fragor sordo, formando un montículo ensangrentado que cubrió la mitad del cadáver del caballo.

El cuerpo desmembrado del anfitrión cayó sobre unos helechos y roció las piedras de sangre. Algo se movió espasmódicamente debajo de él.

—Alejaos —dijo Cutter—. Está buscando otro anfitrión.

Drogon empezó a disparar contra aquella cosa antes de que el cadáver hubiese tocado el suelo. Acababa de asentarse cuando algo con muchas patas de un color purpúreo como el de los cardenales, salió a hurtadillas entre su ropa. Avanzó hacia ellos con movimientos arácnidos.

Se separaron. El arma de Pomeroy retumbó pero la criatura siguió avanzando y se encontraba a pocos pasos de Elsie, que no podía hacer otra cosa que gritar desaforadamente, cuando los disparos de Drogon la detuvieron. El susurrero se acercó a ella sin dejar de disparar. Tres balas precisas alcanzaron a la criatura entre los matojos. Le dio una patada y la levantó, destrozada y cubierta de sangre.

Era una mano. Una mano derecha cubierta de manchas. En la muñeca le crecía una corta cola. La sostuvo un momento, fláccida y goteante.

Diestro
, le dijo a Cutter,
casta guerrera
.

Hubo una nueva conmoción, como si un animal de gran tamaño estuviera abriéndose camino entre los árboles. Cutter se volvió y trató de apuntar con un arma descargada.

El ruido sonó de nuevo, y algo se movió en un soto a medio camino de allí. Algo salió a la luz. Un gigante, un inmenso hombre de color gris. Lo miraron sin saber qué hacer o qué decir mientras caminaba hacia ellos. Cutter lanzó un grito y echó a correr. Fue ganando velocidad mientras el hombre de arcilla se le aproximaba, y vio que alguien lo saludaba desde su espalda, un hombre que descendió de un salto y se le acercó con los brazos abiertos de par en par, gritando algo que nadie pudo oír, mientras cada uno de sus pasos, y también los de Cutter, levantaban nubes de polvo e insectospegajosos que se les adherían a la ropa.

Cutter corrió hacia el hombre; el hombre corrió hacia Cutter. Cutter gritó; llamó al otro por su nombre. Estaba llorando.

—Te hemos encontrado —dijo—. Te hemos encontrado.

Segunda Parte
Regresos
6

Una ventana se abrió bruscamente sobre el mercado. Por todas partes se abrían ventanas sobre mercados. Una ciudad de mercados, una ciudad de ventanas.

Nueva Crobuzón de nuevo. Incesante, munificentemente ella misma. Calurosa aquella primavera, fétida: los ríos apestaban. Ruidosa. Ininterrumpida. Nueva Crobuzón.

¿Qué sobrevolaba los dedos extendidos de la ciudad? Aves, alimañas voladoras, hombres draco (alegres criaturas con patas de mono) y aeronaves de colores fríos, y humo y nubes. Los contornos naturales de la tierra habían sido olvidados por Nueva Crobuzón, que ascendía o descendía obedeciendo a caprichos por entero diferentes: era un laberinto modelado en tres dimensiones. Toneladas de ladrillo y madera, hormigón, mármol y hierro, tierra, agua, paja y yeso, convertidas en tejados y paredes.

Durante el día, el sol devoraba los colores de estas paredes, consumía los bordes desgarrados de los carteles que las cubrían como plumas, tiñéndolos lentamente de un color amarillo parecido al del té. Retales de tinta contaban la historia de viejos entretenimientos mientras el hormigón se secaba. Estaban los famosos estarcidos del Consejero de Hierro, repetidos en series cada vez más torpes por algún disidente artista del graffiti. Estaban las vías elevadas, tendidas entre mellas de la arquitectura como los pilares tronchados de alguna bóveda divina. Los alambres segaban el aire y hacían sonidos, y era así como el viento hacía de Nueva Crobuzón su instrumento.

La noche traía nueva vida, tubos elictro-barométricos de resplandeciente gas, arrollamientos de cristal, preparados para deletrear nombres y palabras o bosquejar contornos. Una década antes no existían, o habían sido olvidados hacía mucho: ahora, al ponerse el sol, su fulgor característico y vívido moteaba todas las calles, desdibujando la luz de las farolas de gas.

Había tanto ruido… Generado sin sonrojo alguno. Siempre había gente por todas partes. Nueva Crobuzón.

—… y entonces el otro o-pe-ra-dor le dijo al formal ins-ti-ga-dor que su suite no podía oírse la mera idea resulta un chiste…

Sobre el escenario, la
chanteuse
Adeleine Gladner, de nombre artístico Adely Gladly (pronunciado rítmicamente como «Aderly Gladerly»), repasaba su número «Instigación formal» entre aplausos y vítores tan ebrios como ruidosos y totalmente sentidos. Dio unos pasos taconeando bajo las faldas (su traje era interpretación anacrónica del atuendo de una meretriz de antaño, así que más que libertina resultaba recatada). Saludó a los jugadores meneando los adornos de encaje y sonrió al tiempo que recogía las flores que le lanzaban sin interrumpir la canción.

Su celebrada voz era justo lo que se esperaba de ella, ronca y muy hermosa. La audiencia estaba completamente entregada. Ori Ciuraz, sentado en una de las últimas filas, se mostraba aparentemente sardónico, pero en modo alguno era inmune a su influjo. No conocía muy bien a sus compañeros de mesa, solo lo suficiente como para compartir algún brindis. Ellos observaban a Adely mientras él los observaba a ellos.

La Casa del Miserable Mendigo era un establecimiento enorme, saturado de humo y peste a drogas. En los palcos y en la plataforma circular se encontraban los peces gordos y sus parásitos, y a veces también sus señoras. Francine 2, la reina del hampa khepri era una cliente habitual. Ori no veía muy bien sobre el contorno de los drakones y los espíritus obscenos de yeso, pero sabía que la figura que se movía tras aquel palco era un personaje importante de la milicia, y que aquel otro era uno de los hermanos Espina, y que el de más allá era un capitoste de la industria.

Cerca de la orquesta, junto al escenario, se abarrotaba una multitud de hombres y mujeres, políglota y multirracial, prendida de los mismos tobillos de Adely. Ori recorrió las fronteras tribales con la mirada.

Una mezcolanza viscosa de vagabundos, ladronzuelos con sus jefes, soldados extranjeros licenciados, reos excarcelados, millonarios extravagantes, mendigos, prostitutas con sus clientes, jugadores de fortuna, afiladores, poetas y agentes de policía. Humanos, cactos aquí y allá, descollando entre la muchedumbre (solo se les permitía la entrada si se arrancaban las espinas), las cabezas de escarabajo de los khepri. De las bocas colgaban cigarrillos, y la gente golpeaba las copas o los platos cuando pasaban los camareros caminando sobre el suelo de serrín. En las esquinas de la sala formaban grupos pequeños, parecidos a coágulos, y alguien como Ori —acostumbrado al Miserable Mendigo— podía ver dónde se solapaban y dónde se separaban, y deducir su composición.

Debía de haber milicianos en la sala, pero ninguno iba de uniforme. El hombre alto y musculoso de la parte trasera, Derisov, era un agente: todo el mundo estaba enterado, pero nadie sabía si era importante, o estaba bien relacionado, así que no podían arriesgarse a asesinarlo. Cerca de él había un grupo de artistas, discutiendo con pasión sectaria sobre sus respectivas escuelas y movimientos.

Más cerca de Ori, observándolo, una mesa de jóvenes bien vestidos, neocalamitas, que escupían ostentosamente cuando cualquier xeniano se acercaba demasiado. Detestarían a Ori aún más que a los khepri o los cactos por su condición de renegadista; así que, envalentonado repentinamente por el ambiente, por la clientela cosmopolita y bronca del Miserable Mendigo, Ori respondió a sus miradas levantando la cabeza y rodeando con el brazo a la hembra vodyanoi que había a su lado. Ella se volvió con sorpresa, pero al ver a los Calamitas, emitió un gruñido de aprobación, se apoyó en él y empezó a lanzar miradas de exagerada devoción, primero a Ori y luego a ellos.

—Buen chico —dijo, pero Ori, con el corazón acelerado, no podía hacer otra cosa que mirar fijamente a los cuatro hombres que lo estaban observando. Uno de ellos, indignado, dijo algo a sus camaradas, pero otro lo contuvo, se volvió hacia Ori con las cejas entornadas, se tocó el reloj y murmuró «luego».

Ori no tenía miedo. Su propia tribu estaba cerca. En un alarde de sarcástico desafío, estuvo a punto de responder al Calamita con un asentimiento de cabeza, pero la mera idea de semejante acto de complicidad le revolvía las tripas y apartó la mirada. Sus amigos y camaradas estaban discutiendo aún con más vehemencia que los pintores, pero si lo necesitaba acudirían a luchar a su lado. Y eran muchos. Los calamitas no podrían plantar cara a los insurreccionistas.

A estas alturas, la audiencia estaba entusiasmada con Adely, que hacía fugaces y extáticos movimientos con los dedos de las manos al llegar al final de su canción —«de nuevo bajo la
lluuuuuvia
— y entonces, finalmente, sucumbía al delirio con los aplausos de la audiencia. Los calamitas, los artistas y todos los demás grupúsculos se unieron sin reservas.

—Oh gracias, oh cuánto os quiero, oh sí —dijo entre aplausos, y era una profesional tan consumada que todos pudieron oírla perfectamente. Dijo—. He venido a decir buenas noches y a pediros a todos que os portéis bien con las chicas esta velada, dadles una buena bienvenida, que sepan que las queréis. Para algunas de ellas es la primera vez y todos sabemos lo que eso quiere decir, ¿verdad? Un poco decepcionante, ¿verdad, chicas? —Esto le arrancó una carcajada a la audiencia y provocó un instante de expectación, porque todos sabían que era la entrada para su famoso número, «¿ya has acabado?», y sí, allí estaba el conocido graznido de pato del oboe, los primeros acordes de la canción y Adely, que aspiraba hondo, hacía una pausa, y finalmente gritaba «¡luego!», antes de abandonar el escenario corriendo, entre alegres abucheos y acusaciones de «¡bromista!».

Empezó el primer acto. Una familia de cantantes, dos niñas disfrazadas de muñecas y su madre, que tocaba un pianospiel. La mayoría de la audiencia las ignoró.

Vaca
, pensó Ori. Se plantaba allí, Adely, y presentaba a los teloneros en un alarde de generosidad. Pero la gente iba al local a verla a ella, así que su pequeño numerito sorpresa era en realidad una pesada losa para los que tenían que actuar después. Los convertía en una decepción, por muy buenos que fuesen. Ya era suficientemente duro hacerse un nombre sin sabotajes como aquel, venenoso por muy bonito que fuese su envoltorio. A partir de entonces todas las actuaciones se sucederían sin pena ni gloria, pues la audiencia solo tenía ojos para Adely.

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