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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (17 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Uno de los vinateros rompió el silencio, y los viajeros, los refugiados de la quelona y él mismo empezaron a hablar en todas las lenguas que conocían hasta encontrar las pocas que compartían. Dejaron tras de sí un rastro de polvo al internarse en el bosque, mientras Drogon seguía buscando y Judah se sentaba. Tras ellos, los milicianos supervivientes emitían pequeños sollozos.

—Tenemos que marcharnos —dijo Elsie.

Se fueron con los últimos quelonianos, algunos de los silenciosos hombres insecto, y dos vinateros exiliados. Se adentraron en el bosque. Tras ellos, el miliciano de Nueva Crobuzón se convulsionaba y deliraba, presa de una demencia taumatúrgica.

No se parecía en nada al bosque Turbio. Aquellos árboles tropicales tenían la madera más dura y estaban recubiertos de enredaderas y hojas de plantas suculentas, mientras que sus ramas daban unos frutos de color oscuro que les resultaban desconocidos. Había extraños sonidos animales.

Los quelonianos perdidos estaban asustados y miraban a Judah con los ojos muy abiertos y llenos de desesperanza. Querían aferrarse al poder que los había salvado. Caminaban, sin embargo, con una torpeza que Cutter y sus compañeros habían conocido, pero que ahora los molestaba.

No podían demorarse y dejaron a los refugiados atrás, apretando sencillamente el paso con aquellos músculos suyos, esbeltos y duros como la madera. Cutter sabía que la milicia iba a seguirlos y que los supervivientes tendrían dificultades si los alcanzaban. Estaba demasiado cansado como para sentir mucha culpa.

Silenciosos como siempre, los hombres insecto encontraron sus propias sendas en el bosque y se marcharon. Cuando llegó la cálida noche, solo los dos vinateros seguían allí. Marchaban con resistencia de cazadores. Finalmente, cuando estuvieron lo bastante lejos de los exhaustos quelonianos a los que habían abandonado, los viajeros se detuvieron. Formaban una extraña comunidad, los vinateros y el grupo de Cutter, observándose mientras comían, contabilizando las rarezas de los otros, afables y silenciosos.

Los dos primeros días escucharon disparos tras ellos. Luego dejaron de oírlos, pero estaban convencidos de que todavía los seguían, así que no aflojaron la marcha y trataron de borrar sus huellas.

Los vinateros seguían. Se llamaban Behellua y Susillil. A menudo se ponían melancólicos y se echaban a llorar de forma casi ritual, lamentándose por la pérdida de sus animales-viña. Por las noches, junto al fuego, hablaban largo y tendido por medio de sus canciones, sin importarles el hecho de que sus compañeros no pudieran entenderlos. Judah sólo podía traducir algunos fragmentos sueltos.

—Es algo sobre la lluvia —decía—, o el trueno quizá, y… hay una serpiente y una luna y pan.

Elsie tenía licor. Los vinateros se emborracharon. Contaron una historia con una danza. En un momento dado, realizaron una compleja palmada doble y se volvieron hacia su audiencia con caras nuevas: una taumaturgia de su clan que los había transformado en monstruos de pega y les había hecho crecer los dientes como colmillos de jabalí. Se tiraron de las orejas y las transformaron en alas de murciélago antes de que el encantamiento terminara.

Los vinateros les preguntaron a dónde se dirigían. Judah respondió con una mezcla de lengua bastarda y gestos, y le contó a Cutter que les había dicho que estaban buscando a unos amigos, un mito, algo perdido, algo que tenían que salvar, algo que los salvaría algún día, el Consejo de Hierro. Los vinateros los miraron sin decir nada. Cutter no sabía por qué no se marchaban. Por las noches, los vinateros y los viajeros se enseñaban y aprendían mutuamente un poco de sus lenguas. Cutter observaba a Susillil con interés y vio que Susillil se daba cuenta.

Llovía todas las mañanas, como si el cielo sudara, igual que ellos. Avanzaban abriéndose paso entre las lianas y el chaparral, espantando mosquitos y libélulas vampiro. De noche caían allí donde caía su mochila, mugrientos, exhaustos y manchados de sangre. Pomeroy y Elsie fumaban, y usaban sus cigarrillos para quemar las sanguijuelas.

El terreno fue elevándose al tiempo que en el bosque los gorriones los observaban. Los vinateros cocinaban cangrejos arbóreos. Un pangolino rex estuvo a punto de matar a Behellua con su lengua venenosa. Curiosamente, una vez que uno de ellos estaba muy cansado, Drogon pidió permiso, que todos salvo Pomeroy le concedieron, para susurrarle «camina» y que tuviera que obedecer.

—¿Sabes adónde vamos, Judah?

Judah respondió a Cutter asintiendo, intercambió unas palabras con Drogon y volvió a asentir; pero Cutter detectó un atisbo de ansiedad en él. Consultó su brújula y sus mapas empapados de humedad.

Cutter sentía una súbita y terrible fatiga, como si lo hubieran encadenado a Nueva Crobuzón y estuviera arrastrándola consigo. Como si cada nuevo lugar que veía estuviese infectado por los lugares en los que ya había estado.

Pomeroy y Elsie volvieron a hacer el amor. Judah dormía solo. Cutter estaba escuchando y vio que Behellua y Susillil escuchaban también, y entonces, con asombro, vio que tras cuchichear un momento en su propia lengua, se ponían en pie y empezaban a masturbarse con la mano izquierda mientras se tocaban el uno al otro. Vieron que los estaba mirando y se detuvieron, y entonces él cerró apresuradamente los ojos al ver que Susillil hacía un gesto en su dirección como quien ofrece una copa de vino.

Por la mañana, Behellua se había ido. Susillil trató de explicárselo.

—Se ha ido a la ciudad árbol —dijo Judah, tras varios intentos—. Hay un asentamiento. Donde van todos los desplazados por la milicia. Los supervivientes de las pequeñas aldeas, de la quelona, los nómadas de la sabana. Una ciudad de refugiados en el bosque. Donde encontraron un dios que te dice lo que quieres saber. Dice que… Behellua se ha marchado para hablarle de… nosotros.

De ti
, pensó Cutter.
De lo que has hecho. A la milicia. Vas a convertirte en leyenda. Incluso aquí
.

—¿Y por qué se queda él? —preguntó Elsie.

—Judah lo ha inspirado, ¿no? —dijo Cutter en voz baja—. Nos inspira a todos.

Lo dijo no sin afabilidad.

Cutter caminaba detrás de Susillil, a poca distancia. Al caer la noche llegaron a un claro, y de no haberle dado un empujón el vinatero, Cutter se habría metido en la espesura de huesos enmohecidos que revelaba la presencia de un árbol carnívoro. Los espigados zarcillos del árbol estaban cubiertos de plumas y espinas. No pudo precisar qué animales eran los que habían dejado allí sus huesos, pero sí que algunos de ellos eran recientes, pues aún no tenían líquenes.

Había un hombre —un habitante de la espesura que se había extraviado— entre las ramas inferiores del árbol. Su cuerpo y su cabeza se encontraban entre la vegetación. Sus piernas colgadas se agitaban y lanzaban patadas, como si pudieran librarlo de las atenciones del árbol que estaba digiriéndolo. Susillil se puso al alcance del árbol y Cutter gritó.

El árbol carnívoro extendió unas ramas tentaculares, que se abrieron con un movimiento que casi podría haber pasado por una sencilla trepidación del follaje. El vinatero las esquivó rodando por debajo de ellas y sacó su hoz. Dio una voltereta y salió reptando de la sombra de la anémona. Las piernas del hombre atrapado se estremecieron.

—Oh, qué asco —dijo Elsie. Susillil traía en la mano el fruto que había cortado. Era pequeño y de color marrón, y tenía una piel llena de protuberancias. Su forma era muy parecida a la de una cabeza humana. De todos los frutos-presa del árbol, Susillil había ido a escoger uno de los humanos.

Otra diferencia cultural
pensó Cutter aquella noche junto al fuego, mientras Susillil comía lo que había cogido. Pomeroy y Elsie, e incluso el circunspecto Judah, emitían sonidos de repulsión. Antes que frutos-presa, habrían preferido comer excrementos de perro. A Cutter se le revolvió el estómago al ver que Susillil terminaba de tragar y se tendía para soñar los residuos de la mente del muerto. El vinatero lo miró una vez, fijamente, antes de cerrar los ojos.

Pomeroy y Elsie se retiraron, y Judah y Cutter hablaron un rato más. Cuando finalmente Cutter fue a acostarse, captó la mirada que Judah le dirigía y comprendió que sabía lo que iba a hacer. Sintió una mezcla de emociones ya vieja.

Esperó muchos minutos, hasta que el sueño aplacó todas las respiraciones salvo la suya. La luz de la luna inundaba el campamento. Cuando rozó a Susillil para despertarlo y le dio un profundo beso, el sabor del muerto seguía aún en la lengua del vinatero.

12

Y entonces la luz del sol se abrió camino por el tupido y fibroso dosel. Elsie y Pomeroy vieron a Cutter tendido junto a Susillil. Levantaron el campamento sin decir nada y sin mirarlo a los ojos.

Si Susillil era consciente de su turbación, no dio muestras de ello, ni tampoco le hizo la menor demostración de afecto a Cutter ahora que había terminado la noche. Mientras Cutter enrollaba la manta que les había servido a Susillil y a él como almohada, Judah se le acercó y le regaló una lenta y beatífica sonrisa. Una bendición.

Cutter estaba furioso. Tragó saliva. Se detuvo para guardar sus cosas. Se acercó al somaturgo y dijo, con una voz tan baja que solo este pudo oír sus palabras:

—No necesito, ni he necesitado nunca, tu puta bendición, Judah.

Era como en Nueva Crobuzón, cuando llevaba algún hombre a casa y se encontraba con Judah en la calle. En la avenida de los Cipreses, o en la Casbah de la plaza Salom. Una vez, Judah se había presentado en sus habitaciones a primera hora de un día de la huida y le había abierto la puerta el muchacho moreno con el que Cutter había pasado la noche. Entonces, como siempre que veía a los compañeros de Cutter, Judah había sonreído con apacible placer, con aprobación, incluso cuando Cutter había apartado al joven y, cerrando la puerta a su espalda, se había quedado con él.

Mientras se alejaba no pudo evitarlo y echó una mirada hacia atrás, por si Judah estaba observándolo.

Cutter podía imaginarse que era un artista o un músico, o un escritor o un libertino redactor de panfletos, cualquiera con una vida escandalosa, un hombre de los Campos Salacus, pero la realidad es que era un tendero. Un tendero de la Ciénaga Brock, con una clientela de eruditos. La Ciénaga Brock era un barrio extraño y tranquilo; las emociones que ofrecía no eran la de la artística orilla sur.

En la Ciénaga Brock, un hechicero renegado podía crear una puerta donde no hubiese debido de haberla. Podía escaparse una entidad envuelta en plasma taumatúrgico, y sembrar el caos en las calles, y los debates podían tornarse letales disputas dirimidas por medio de cargados a-iones que se arrojaban unos pensadores a otros. La Ciénaga Brock tenía su historia y tenía también una especie de encanto, pero no había en ella lugares donde Cutter pudiera encontrar hombres. Cuando veía caras de la Ciénaga Brock en las tabernas de la orilla sur, fingía no reconocerlas, y estas hacían lo mismo.

Cutter despreciaba a los travestidos, con sus enaguas y sus caras pintadas, los invertidos estetas y engalanados de flores de la noche de los Campos Salacus. Fruncía el ceño y seguía su camino al pasar junto a los prostitutos transformistas de los canales de Sanvino, a quienes jamás hubiese dirigido la palabra. No frecuentaba las casas de mala reputación y nunca alquilaba los servicios de un hombre. Ya no. Y raramente visitaba las barriadas contiguas al puerto, donde aquellos marineros que no solo lo hacían en alta mar, sino que lo preferían, buscaban hombres.

Lo que sí podía hacer, muy de vez en cuando, era visitar ciertas tabernas con puertas casi clandestinas, estrechos cuartuchos con una barra igualmente estrecha y llenos de humo, llenos de hombres maduros que observaban con mirada ávida a todos los recién llegados, grupos de hombres de carcajada escandalosa, y hombres solos, sentados con la mirada gacha, tugurios en los que las pocas mujeres que había no eran mujeres, sino travestidos o rehechos que habían sido hombres y cuya condición híbrida los convertía en el objeto de los pecados veniales de algunos.

Cutter era muy cuidadoso. Los elegidos nunca debían ser demasiado guapos: quién sabía si no serían milicianos, cebos para encarcelar por depravación mayor a cualquiera que los abordara, o miembros de un pelotón que estaría esperando fuera para administrar una justicia improvisada en forma de paliza y violación.

Ni avergonzado ni indulgente, Cutter se limitaba a esperar, odiando los lugares y sintiéndose provinciano por ello, hasta que entraba alguien parecido a él.

Hacía doce años que había conocido a Judah Low. Entonces tenía veinticuatro, y estaba furioso la mayor parte del tiempo. Judah le sacaba quince años. Cutter no había tardado en enamorarse.

Apenas se tocaban. Apenas unas pocas veces cada año había estado Cutter con Judah Low, siempre a petición suya, una insistencia que no había llegado a ser súplica. Más a menudo al principio, pues Judah se había mostrado cada vez más remiso. No era tanto, pensaba él, que el deseo de Judah, fuera el que fuese, hubiese menguado, sino algo más racional, algo que era incapaz de expresar con palabras. Cada vez que estaban juntos tenía la marcada impresión de que era una concesión que Judah le hacía. Lo detestaba.

Sabía que Judah iba también con mujeres, y suponía que tal vez lo hiciese con otros hombres, pero, por lo que imaginaba y por lo que le contaban, no era ni más a menudo ni con más o menos entusiasmo que el que demostraba en sus propios escarceos.
Vas a gritar
, pensaba cuando estaban sudando juntos. Se aplicaba a ello con una pasión rayana en la violencia.
Vas a sentir esto
. No con ánimo reivindicativo sino con una desesperación por inspirar en él algo que no fuera simpatía.

Judah le había instruido, había invertido dinero en su negocio y había llevado a Cutter a las reuniones del Caucus por vez primera. Cuando Cutter comprendió que el sexo nunca llegaría a ser otra cosa que un acto de amistad patricia, de generosidad piadosa y profana, que nunca sería otra cosa que un regalo que Judah le hacía, había tratado de ponerle fin, pero no había podido soportar la abstinencia. A medida que maduraba había ido dejando atrás parte de su rabia juvenil, pero había en él una cólera de la que no había podido desembarazarse. Parte de ella, el Caucus la había dirigido contra el Parlamento. Otra parte, bajo el ferviente amor que sentía por él, sería siempre para Judah Low.

—Cutter, Chaver —le había dicho Pomeroy en una ocasión—. No me entiendas mal, y perdona que te lo pregunte, pero, ¿eres… omipalone? —Pronunció la palabra con vacilación. No era un mal término. De hecho era casi amable: una nomenclatura desenfadada. Cutter sintió deseos de corregirlo —«no, no soy un picanucas, Pomeroy»— pero habría sido una crueldad y una afectación innecesaria.

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