El consejo de hierro (18 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
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Todos los chaverim lo sabían hacía tiempo y habían decidido no juzgar a Cutter, pero solo, le habían dicho en una ocasión, porque un buen insurrecto no culpa de sus perversiones a las víctimas de una sociedad enferma. Él no hacía ostentación, pero tampoco, por Jabber, estaba dispuesto a pedir disculpas o a ocultarse.

Sabían que Judah se acostaba con él, pero para su consternación y enfado, con él no había incomodidad ni titubeos. Ni siquiera el día que se presentaron en una reunión con las ropas cambiadas.

—Es que es Judah.

Cuando Judah lo hacía, el sexo no era sexo más de lo que la furia era furia o cocinar era cocinar. Sus actos nunca eran lo que eran, sino que estaban sometidos a la mediación de una rectitud totalmente etérea. Cutter era un invertido, pero Judah Low era Judah Low.

Ahora, Pomeroy y Elsie se mostraban cohibidos con Cutter. El viaje no permitía ese tipo de actitudes: enseguida había que trabar contacto físico con el compañero, ayudarlo y ser ayudado por él para bajar por terraplenes cubiertos de raíces y gravilla suelta.

El encuentro tuvo poco efecto en Susillil. No parecía ni lamentarlo ni desear que se repitiera. Cutter se despreciaba lo suficiente para encontrarlo divertido. Tres noches después, volvió a acudir a él. Fue una cópula complicada. Cutter tuvo que aprender las preferencias de su compañero. A Susillil le gustaba besar, y lo hacía con el entusiasmo de un novicio. Pero solo usaba las manos. Reaccionó negativamente al ver que la boca de Cutter intentaba descender por su torso. Este intentó ofrecerle el culo, y cuando el nómada finalmente comprendió sus propósitos, se rió con una hilaridad genuina que despertó a los demás, quienes fingieron que seguían dormidos.

Una extraña fauna los rodeaba. Criaturas que parecían hongos con miembros y que se desplazaban lentamente, medio trepando, medio creciendo, sobre la corteza. Unos simios caóticos que Pomeroy llamaba «monos del Infierno», ovillos de miembros de gibón que emergían explosivamente de colonias formadas por acumulación y que saltaban por las ramas a una velocidad absurda.

—Sabéis dónde estamos, ¿no? —preguntó Cutter a Judah y Drogon.

La densidad de la vegetación estaba descendiendo. La lluvia no paraba, y era más fresca. El aire cada vez parecía menos un vapor y más una niebla.
Seguimos en las sendas
, dijo Drogon. ¿
Sabes adónde vamos
?, pensó Cutter.

Al oír que algo se acercaba levantaron las armas. Pero quienquiera que se aproximase estaba gritando y no hacía el menor intento de disimular, y Susillil respondió con excitación y nerviosismo. Cuando los demás llegaron a su lado, Behellua y él estaban dándose palmadas y tras ellos había dos hombres camuflados y de aspecto temeroso que los saludaron con cautelosos movimientos de cabeza.

Behellua sonrió a los viajeros. Los vinateros hablaron entre sí.

Cuando al fin volvió Susillil, habló lentamente con Judah, aunque ahora todos entendían un poco su lengua.

—Ha venido de la ciudad del bosque —dijo Judah—. Necesitan ayuda. Alguien se acerca… para destruirlos. Behellua les ha hablado de nosotros, de lo que hicimos por ellos. Creen que tenemos poderes. Nos ofrecen algo. Si los ayudamos… —escuchó de nuevo.

»Si los ayudamos, su dios nos ayudará. Nos dará lo que necesitamos. Nos dirá cómo llegar hasta el Consejo de Hierro.

Puebloculto era un puñado de cabañas en medio de un claro. Cutter había imaginado una metrópolis arbórea, con puentes colgantes entre las ramas y niños descendiendo por las lianas desde un cielo de follaje.

La aldea estaba rodeada por una especie de empalizada. Sus habitantes, ataviados con los colores del bosque, miraban fijamente a los viajeros. El pueblo estaba formado en su mayor parte por tiendas alquitranadas o pintadas con gutapercha. Había unas pocas y retorcidas cabañas de madera, varias fogatas apagadas, un foso para los desperdicios. Casi todos sus habitantes eran humanos, pero por los caminos abiertos en el lodo correteaban algunas crías de hombres-insecto.

Estaban construyendo su propio barrio en un extremo de la aldea. Eran jardineros de quitina. Tenían rebaños formados por millones de insectos, arácnidos y artrópodos, cuya evolución iban dirigiendo en la acelerada sucesión de las generaciones hasta que contaban con cantidades colosales de arañas del tamaño de alfileres, ciempiés de un pie de largo e incontables especies de avispas reptantes. Empleando extrañas técnicas, convertían sus huestes en paredes, comprimiéndolas delicadamente, fundiendo y alisándolas, transformando la extraña y todavía viva masa de quitina en una especie de adobe. Construían bungaloes y madrigueras con este mortero viviente, alimentándolo cuidadosamente de tal modo que las diminutas vidas que lo conformaban no perecían sino que seguían contoneándose, embebidas y fundidas con las demás, convertidas en arquitectura, en un gueto de construcciones vivientes.

Los humanos de Puebloculto hablaban diversos dialectos del galaggi, y algunos de ellos la lengua de Tesh, y habían creado una especie de idioma mestizo. Su jefe era un hombre brutal: nervioso, comprendió Cutter, porque sabía que era un mediocre convertido en líder por un extraño giro de la historia.

Estaba seguro de que aquellos refugiados que pudieran cuidarse solos no perderían el tiempo en aquel lugar. Puebloculto era una comunidad de gente sin futuro. No era de extrañar que estuvieran desesperados. No era de extrañar que estuvieran amenazados por alguna bestia.

Manoseados y saludados con las corteses reverencias que imponía la necesidad, los viajeros fueron llevados hasta una cabaña alargada y coronada por una torre de estacas, un tosco minarete hecho de maderos. Era una iglesia, con las paredes cubiertas de símbolos tallados y pintados. Había mesas con trozos de espejo y papiros encima. Una túnica de fina lana negra. El jefe los dejó allí.

Durante varios segundos, reinó el silencio.

—¿Qué coño estamos haciendo aquí? —dijo Cutter.

Hubo ecos. Se movieron unas sombras que no hubiesen debido de estar allí. Cutter vio que Elsie se estremecía. Formaron un círculo, espalda contra espalda.

—Hay algo —susurró Elsie—. Hay algo aquí…

—Estoy aquí. —La voz era ronca y áspera. Se dejaron caer con rapidez digna de cazadores de la sabana. Esperaron.

—¿Qué eres? —preguntó Judah.

—Estoy aquí. —Era acentuada y glutinosa, como si las palabras estuvieran coagulándose en la garganta. Hubo un movimiento que no fueron capaces de seguir—. Os han traído para recibir mi bendición, creo. Un minuto. Sí, es así. Y para que os diga lo que tenéis que hacer. Estáis aquí para cazar para ellos.

Drogon señaló hacia la mesa. La túnica de lana había desaparecido.

—Hablas nuestro idioma —dijo Cutter.

—Soy un dios pequeño, pero sigo siendo un dios. Sois campeones. Esa es la idea, ¿sabéis? ¿Os reconocéis como campeones? —La voz parecía sangrar de las paredes, parecía estar en varios sitios a la vez.

—Eso es lo que tienen pensado, sí —dijo Pomeroy—. ¿Qué tiene de malo? —Empezó a andar en círculos lentamente, un ateo militante en presencia de un dios. Drogon estaba girando la cabeza a pequeños incrementos, mientras los labios se le movían.

—Nada —dijo la voz—. En absoluto… Solo que… en realidad es una pérdida de tiempo. Tú,
mmm
, tú, tú tienes una hija pequeña, con una puta de un lugar llamado Bocalquitrán. Deberías ir. Esa ciudad está condenada. Si la salvas de esto, será otra cosa lo que la alcance.

La boca de Pomeroy se movió. Elsie lo miró. Su rostro se mantuvo inmóvil.

—¿Y por qué estás aquí?

—Porque es mi ciudad e hice que la levantaran para mí.
Mmmm
, tú, tú no estás muy seguro de ese Caucus tuyo, ¿verdad, tendero?

Cutter estaba atónito. Los demás lo miraron. Drogon adelantó la cabeza bruscamente. Hizo un movimiento, algo así como si estuviera escupiendo. La voz sin cuerpo emitió un marcado jadeo. Hubo una conmoción, algo cayó al suelo y empezó a vomitar, la sustancia de las cosas se estremeció violentamente y entonces, temblando de esfuerzo, una figura encapuchada se levantó detrás de la mesa. Un rostro flaco e ictericiado, de profundas arrugas y cabeza afeitada, con la boca goteando vómito y una mirada de horror.

Él o ella permaneció allí un momento, temblando como si estuviera metido en hielo, y entonces tuvo una arcada y cruzó corriendo la habitación hasta un pilar, detrás del cual buscó refugio. Cutter lo siguió, y Pomeroy fue por el otro lado; pero se encontraron y no había nada entre ellos. La figura había desaparecido.

La voz regresó, furiosa y asustada.

—No vuelvas a hacerme eso nunca —dijo. Drogon estaba hablando secretamente al oído de Cutter.

La encontré. Adiviné dónde estaba y le susurré. Se lo ordené. «No nos leas», le dije. «Muéstrate», le ordené
.

Espera, susurrero
, dijo Cutter.

—Así que un dios, ¿eh? —dijo en voz alta—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo es que hablas nuestro idioma? ¿Qué eres?

Durante varios segundos hubo silencio. Cutter se preguntó si la figura se habría marchado embozada en su taumatúrgico mesenterio. Cuando la voz regresó, parecía derrotada, pero Cutter estaba seguro de que también había alivio en ella.

—Hablo ragamol porque aprendí a leerlo para poder descubrir todas las cosas ocultas de vuestros libros. Estoy aquí porque… como todos los demás, tuve que huir. Soy un refugiado.

»Vuestra milicia no se atreve a acercarse a Tesh, al menos aún no, pero está acercándose mucho a la llanura del Catoblepas. Han atacado nuestras aldeas y enclaves. Los monasterios de Tesh. Soy un monje. Del Momento de las Cosas Perdidas. El Momento de lo Oculto.

La milicia había devastado la sombra de Tesh. La ciudad había cerrado las puertas y llenado los pozos. El monasterio estaba más allá, entre los zarzales. Debería de haber estado a salvo.

Al descubrir que un pelotón esclavo de asesinos rehechos de Nueva Crobuzón se acercaba, los monjes habían supuesto que Tesh les enviaría protección. Después de varios días, habían comprendido que no iba a acudir nadie; que los habían dejado solos. Presas del pánico, trazaron planes inconexos. Su templo estaba consagrado al Múltiple Horizonte, y tenía monjes dedicados a cada uno de sus Momentos, y cada uno de estos Momentos se convirtió en una brigada.

Algunos lucharon; algunos buscaban el martirio. Los monjes de Cadmer, Momento del Cálculo, sabían que no podían ganar, y esperaron en los zarzales a recibir las balas. Los Monjes de Zaori, Momento del Vino Mágico, se embriagaron hasta sucumbir a una muerte visionaria antes de que ningún miliciano pudiera tocarlos. Pero el Momento de las Palomas envió a sus aves a inmolarse contra las ruedas de los milicianos para destruir sus motores; el Momento de la Desecación convirtió la sangre de los milicianos en cenizas; Pharru y Tekke Shesim, Momentos de la Nieve Olvidada y del Recuerdo, se unieron y formaron tormentas de nieve.

Pero los taumaturgos de la milicia eran expertos, y los oficiales-esclavo, implacables, y al final el monasterio no pudo resistir. Y cuando cayó, solo los monjes de Tekke Vogu, Momento de los Oculto y Perdido, pudieron escapar.

Los neófitos fueron asesinados, pero la devoción de los monjes los ocultó. Los atacantes no pudieron encontrarlos. Se alejaron a hurtadillas: de las ardientes ruinas de su templo y de Tesh, Ciudad de los Líquidos Reptantes, que estaba cerrada para ellos, que tan dispuesta se había mostrado a dejarlos morir. Se adentraron en la campiña.

El monje se lo contó todo. Estaba ansioso por hacerlo, en cierto modo, comprendió Cutter.

—Estamos escondidos. Sabemos cosas ocultas. Nos las confían. Encontramos cosas perdidas. Yo viajo con rapidez: viajo por pasadizos ocultos, por caminos perdidos. Cuando llegué aquí, hice que construyeran este lugar. Aquí es fácil ser un dios. A todo el que viene le cuento un secretillo, algo oculto. Así creen en mí.

—¿Cómo te llamas, monje? —preguntó Cutter.

—Qurabin. Monje rojo del octavo círculo de Tekke Vogu.

—¿Y eso es un nombre de hombre? —Hubo una carcajada.

—Nuestros nombres no discriminan. ¿Me preguntas si soy un hombre? —De repente la voz sonó muy próxima—. No lo sé.

Todos los monjes de Tekke Vogu vivían entre los pliegues del Momento, pero no gratuitamente. Aprendían a descubrir lo oculto y a encontrar lo perdido. Pero el sacramento de Tekke Vogu se vendía, no se regalaba. El precio por la protección del Momento era algo perdido, algo oculto al devoto, ofrecido a Vogu como regalo.

—Conozco monjes que no recuerdan su propio nombre. Les han sido escondidos. Que han perdido sus ojos. Sus casas. O sus familias. Yo… cuando me consagré a Vogu, fue mi sexo lo que ocultaron. Recuerdo mi juventud, pero no sé si era chico o chica. Cuando orino miro, pero se me oculta. Mi sexo se ha perdido. —Qurabin hablaba sin rencor.

—¿Entonces quieres que destruyamos a esa cosa que se acerca? —dijo Cutter.

—Yo no —dijo Qurabin—. Ellos lo quieren, quieren campeones. Proteger esta pocilga carece de sentido.

Los viajeros se miraron.

—Para ser un dios, no vales gran cosa como protector —dijo Elsie.

—Nunca dije que lo fuera. Fueron ellos: construyeron esta estúpida aldea a mi alrededor y no dejan de pedirme cosas. Yo no lo pedí. ¿Y mi protector? Lo que Tesh me hizo a mí, yo puedo hacérselo a otros. Dejad que arda la aldea.

—Eso no es lo que has dicho antes —dijo Cutter, pero Judah lo interrumpió.

—¿Y quién eres tú para decirlo?

Se adelantó un pasó y miró fijamente el improvisado altar, como si supiera que era allí donde se ocultaba Qurabin.

—¿Quién eres tú para decirlo? —Alzó la voz—. Vienen aquí, hacen lo que pueden con este lugar, huyendo de quienes quieren matarlos solo porque viven cerca de Tesh; tratan de construir algo, y cometen un único error. Buscar a un dios, y encontrarlo en ti.

»Nos prometieron ayuda… Nos prometieron un guía. Así que dinos. Encontraremos lo que haya que encontrar y los ayudaremos. Y tú puedes encontrar lo que nosotros buscamos.

La humedad de la jungla goteó en el interior de la improvisada iglesia.

—Dinos dónde está. No creo que no te importe. Te importa. Quieres decírnoslo. Quieres cuidar de ellos. Tú lo sabes. Así que dínoslo. Aceptamos tu oferta. Nosotros mataremos a esa cosa y luego nos darás lo prometido.

—No tomaré nada de la casa de Vogu por vosotros.

—No quiero oír nada de tu condenada fe, cuando sé que estás dispuesto a robar en la casa de tu dios para impresionar a los malditos nativos. Dinos dónde está la bestia. Nosotros nos ocuparemos, y luego nos dirás dónde se encuentra el Consejo de Hierro.

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