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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (48 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—Calamitas —le contó—. Hace tres días. Oyeron que estábamos… afiliados. Hemos sido negligentes, Ori, nos dejamos periódicos por ahí. Supongo que todos estamos distraídos con lo que está pasando en la Perrera. Es imposible ser tan cuidadoso como antes. Nos hemos pasado de listos.

Ori la ayudó a tumbarse y aunque ella al principio se resistió, se echó a llorar cuando la depositó sobre el sofá. Pasó varios segundos llorando, aferrada a él, y luego sorbió por la nariz, le dio unas palmaditas, hizo un chiste y se quedó dormida. Ori limpió el lugar por ella. Algunos de los mendigos lo ayudaron.

—Ayer tuvimos una representación —le dijo una mujer con la dentadura rota mientras pasaba un paño por las mesas—. Un grupo, los Flexibles o algo así. Vinieron a actuar para nosotros. Muy buenos, aunque nada que no haya visto antes. La verdad es que no oía lo que decían, pero fue muy agradable, ¿sabes? Me gustó mucho que vinieran e hicieran eso por nosotros.

Nadie había visto a Jacobs desde hacía días.

—Pues ha estado por el barrio. Ha estado ocupado. ¿No lo has visto? Sus marcas están por todas partes.

Las espirales de tiza que Jacobs dejaba allá adonde iba, a las que les debía el nombre, continuaban diseminándose: se habían vuelto virales. Estaban en todos los barrios, pintadas y en gruesos colores de cera, en alquitrán; talladas en los templos; rayadas en los cristales y en las vigas de las torres-bloque.

—¿Tú crees que fue él quien lo empezó? Puede que esté copiando a otro. Puede que nadie fuera el primero. ¿Has oído lo que está pasando? La gente las utiliza como eslóganes. Las han adoptado.

Ori lo había oído y lo había visto. Espirales que se transformaban en obscenidades dirigidas contra el gobierno. Gritos de «¡es-piraos de aquí!» cuando aparecía la milicia. ¿Por qué aquel y no cualquier otro de los símbolos que habían ensuciado las paredes durante años?

El rincón del viejo estaba cubierto de espirales grises. De tinta y de grafito, de diferentes tamaños, con variaciones en los ángulos y en las direcciones de las curvas, y allí, en una esquina, espirales que se convertían en otras espirales formando complejas series. ¿Y si era una lengua?, pensó Ori. A derecha o izquierda, con un número variable de vueltas, en cantidades y direcciones diferentes; con derivativos engendrados por cada circunvolución, cada giro del sacacorchos.

Ori fue allí las nueve noches siguientes. Se presentó como voluntario para el turno de noche.

—Tengo que hacerlo —le dijo a Hombro Viejo—. Durante el día estoy a vuestra disposición, pero tengo que hacer algo.

Los toroanos le dieron una especie de vacaciones, aunque no sin desconfianza. A veces, cuando estaba caminando, Ori se detenía, se ataba los cordones, se apoyaba en una pared y echaba una mirada hacia atrás. Si no Baron, cualquier otro estaría siguiéndolo, estaba seguro de ello. Comprendió que en cuanto hablase con alguien en quien su invisible vigilante, su camarada toroano, no confiara, era hombre muerto. O puede que no hubiera nadie. No sabía lo que era para sus compañeros.

En Los dos gusanos, Petron Carrickos le regaló un libro de poemas suyos. Lo había publicado él mismo, bajo el sello Ediciones Flexibles.

—Cuánto tiempo sin verte, Ori —dijo. Había en él una sombra de fatiga. Su boca ardía en deseos de preguntar, «¿dónde has estado? Has desaparecido», pero se limitó a pagarle una grapa a su amigo y preguntarle por sus proyectos. Petron llevaba el
Renegado Rampante
, no abiertamente, pero sí con esa audacia nueva que era el signo de los tiempos.

Ori leyó una estrofa en voz alta.

—«Una estación aquí/ En tu flor/ Pétalos de madera y hierro/ Barrera cerrada, escombrera, de un ceño de la Perrera».

Asintió.

Petron le habló de los Flexibles: quién estaba haciendo qué, quién seguía allí, quién había desaparecido.

—El cabrón de Samuel se ha largado. Está vendiendo en una galería hortera de los Campos Salacus. —Resopló—. Nelson y Drowena siguen en el Aullido. Como puedes imaginarte, ahora todo ha cambiado. Seguimos tratando de montar las obras cuando podemos. En espacios comunitarios, en iglesias y casas populares y cosas así.

—¿Y cómo se llevan los Nuevos Convulsos con el pueblo? —Era un concepto clave del segundo Manifiesto Novista. Una muestra de cinismo de Ori.

—Le gustan los Nuevos Convulsos, Ori. Le gustan.

Había una asamblea ilegal de todos los sindicatos ilegales, los trabajadores militantes de las factorías del Meandro de las Nieblas y la Gran Aduja, cuyo ejemplo estaba propagándose, según le contó Petron, a otras industrias. Delegados de las fundiciones, los astilleros, las tintorerías, en un lugar secreto de la Perrera, para discutir qué demandas presentarían al Parlamento.

—El Caucus también está hablando con ellos —dijo, y Ori asintió. No dijo, aunque lo pensó: «otra vez hablando, siempre hablando, ese es el problema, ¿no?».

En un populoso mercado de la ribera, en Sanvino, al que habían llegado con un vagabundeo sin rumbo que Petron había definido como una reconfiguración de la ciudad, escucharon de repente unos gritos. «En el nombre de los dioses, en el nombre de los dioses» estaba gritando alguien, y se produjo un extraño avance colectivo de la multitud, gente que corría para ver lo que estaba sucediendo y luego buscaba refugio detrás de los puestos de libros y bisutería.

Había una mujer temblando junto a la compuerta y los diques, con la falda temblando y los mechones de pelo agitándose como gusanos, empapada de una estática que sacudía el aire. La gente la miraba con temor, hacía ademán de correr hacia ella y llevársela, pero entonces reparaba en la manifestación que tenía encima y se encogía de miedo.

Vapor, de un viscoso y enfermizo azul, la tonalidad de las magulladuras, una mancha purpúrea, como si el mismo mundo, el aire, estuviera sangrando por debajo de la piel. El aire emponzoñado y, como coágulos de materia estropeada en la leche, partículas de materia que supuraban de la nada, emanaciones de rancio éter que adoptaban formas orgánicas; entonces apareció un cuerpo de insecto formado por agregación de tegumentos de nada, y una repentina sombra que se retorció en el aire como si estuviera suspendida de un cordel, y empezó a aparecer y desaparecer con pequeños destellos hasta que al fin estuvo incuestionablemente allí, una criatura de patas ganchudas del color de la podredumbre, tan grande como un hombre. Una avispa, con una cintura fina bajo un tórax que reflejaba la luz como el cristal moteado, con un aguijón que era como un dedo que llamaba por señas desde la parte baja del abdomen, extendido y goteante.

La criatura se limpió las patas con la compleja boca. Volvió sus feos ojos compuestos y contempló a la horrorizada multitud. Desplegó las patas, una a una, y se estremeció y se movió, aunque no, aparentemente, por la acción de aquellas patas, sino como si estuviera suspendida del aire y la mano gigantesca que sostuviera sus cuerdas se hubiese desplazado. Se acercó.

La mujer estaba teniendo un ataque. Su rostro se había ensombrecido. Ya no respiraba. Hubo un jadeo, un sonido de asfixia en las primeras filas de los curiosos. Otros dos hombres cayeron. Un hombre, otra mujer, temblando espasmódicamente, escupiendo saliva y vómitos.

—¡Quitaos de en medio! —La milicia. En la entrada del mercado. Llegaron disparando, y el ruido de las armas rompió el frío que había paralizado a la gente, que se dispersó lanzando gritos. Ori y Petron se agacharon pero no huyeron. Mientras los empujones de los que huían los apartaban de la horripilante aparición, vieron que la milicia abría fuego contra ella.

Las balas la atravesaron y reventaron el cristal y la porcelana que tenía detrás. La mujer, que seguía debajo de ella, escupió y murió. Bajo una lluvia de balas, la avispa emitió una especie de gorjeo y plegó los miembros retráctiles como un cepo. El plomo se introdujo en ella dejando una ondulación en su extraña carne, y parte de él volvió a salir mientras otra parte era engullida. La criatura estaba bailando bajo el fuego de los agentes. De la boca de la mujer muerta manaba una sustancia líquida y negra, sus entrañas convertidas en alquitrán.

Un oficial-taumaturgo movió las manos creando formas arcanas y aparecieron unos filamentos entre sus dedos y la avispa, plasma convertido en fibras y trenzas de embrujo, pero la criatura, con desplazamiento instantáneo a un lado y al otro, un movimiento como el parpadeo de un ojo, atravesó la malla y, en una salpicadura de no-luz, volvió a aparecer, mientras la red empezaba a disolverse. Las otras víctimas de la avispa estaban inmóviles, y el rostro de los milicianos empezaba a adquirir una enfermiza tonalidad verdosa.

Pero entonces la avispa desapareció. El aire recobró la claridad. Al cabo de un instante, los milicianos empezaron a ponerse derechos. Ori hizo ademán de levantarse, pero se dejó caer con un grito al ver que una imagen espectral de la avispa reaparecía en el aire, momentáneamente varicosa, desaparecía, regresaba una vez más, apenas una insinuación de su forma anterior, y finalmente se esfumaba.

—No es la primera —dijo Petron. Habían regresado corriendo a Los dos gusanos, donde, necesitados de algo caliente y dulce, habían pedido dos tazas de té con ron y miel—. ¿No te habías enterado? Al principio pensaba que era un rumor estúpido. Una invención disparatada.

Manifestaciones que mataban utilizando la polución ambiental.

—Una era una especie de larva —dijo Petron—. En Hiel. Había otra que era un árbol. Y un puñal, en la puerta del Cuervo, según he oído.

—Lo de la daga lo había oído —dijo Ori. Recordaba un extraño titular en
El Faro
—. ¿No había otras? ¿Una máquina de coser? ¿Una vela?

—Las envía Tesh, ¿no? Eso es. Hay que acabar con esta maldita guerra.

¿Eran aquellas manifestaciones armas de Tesh? Cada una de ellas debía de requerir incontables psicónomos de gran poder, especialmente si se invocaban desde la ciudad del Líquido Reptante, y solo se cobraban un puñado de víctimas. ¿Qué esperaban conseguir?

—Es cierto, pero no es solo eso, ¿sabes? —dijo Petron—. No es una mera cuestión de número. Es el efecto. Sobre la mente. Sobre la moral.

Al día siguientes Ori oyó hablar de otra manifestación. Eran dos personas abrazadas, follando. Nadie había podido verles las caras, según se decía. Solo los vieron agarrados, convertidos en una maraña de miembros, pegando los labios, con las manos clavadas en la carne del otro. Cuando desparecieron —expulsados por los ataques de la gente o no, ¿quién podía saberlo?— dejaron tras de si cinco cadáveres, manchas derramadas sobre los adoquines, convertido en alquitrán.

Cuando por fin reapareció Espiral en el comedor, a Ori le costó creer el mal aspecto que tenía. El viejo parecía encorvado bajo el peso de sus propios huesos. Su piel estaba en un estado lamentable.

—Dioses todopoderosos —dijo Ori con delicadeza mientras le servía un plato—. Dioses todopoderosos, Espiral, ¿qué te ha pasado? —El vagabundo le dedicó una maravillosa sonrisa abierta. No había en ella el menor atisbo de reconocimiento—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Jacobs escuchó la pregunta y arrugó las cejas. Meditó durante largo tiempo y dijo cuidadosamente:

—En la estación de la Calle Perdido.

Fue la única cosa que dijo aquella noche que evidenciara una cierta cordura. El resto del tiempo lo pasó murmurando para sus adentros en una lengua desconocida, o haciendo ruidos de niño, sonriendo y dibujando espirales sobre su propia piel. Ya de noche, entre los gruñidos y los ronquidos, Ori se acercó al rincón en el que descansaba Jacobs, farfullando para sí. No era más que una silueta cuando Ori le habló.

—Te hemos perdido, ¿no, Jacobs? —dijo. Estaba acongojado. Casi podía sentir cómo se iban formando las lágrimas en sus ojos—. No sé si vas a volver. Ni dónde has estado. Quería…, quería encontrarte para darte las gracias, por todo lo que has hecho. —
Tú no me escuchas, pero yo sí
—. Tengo que decírtelo ahora porque voy a ir a sitios y voy a hacer cosas que podrían… podrían provocar que no volviéramos a vernos, Espiral. Y quiero que sepas… que cogimos tu dinero, tu regalo, y que estamos haciendo lo que debemos. Que vas a sentirte orgulloso de nosotros. Vamos a hacer que Jack se sienta orgulloso. Te lo prometo.

»Cuánto has hecho por mí. Dioses. —Espiral Jacobs seguía farfullando y trazando sus símbolos—. Conocer a alguien que conoció a Jack… Tener tu bendición… Aunque no regreses, Espiral, siempre formarás parte de esto. Y cuando todo haya terminado, me aseguraré de que la ciudad conozca tu nombre. Si sigo aquí. Tienes mi palabra. Gracias. —Le dio un beso a la arrugada frente, asombrado por la fragilidad de la piel.

Aquella noche no había luna y las farolas de la Gran Aduja fallaron. En la oscuridad, el partido Nuevo Cálamo volvió a atacar el comedor. Los gritos de «escoria» y el tatuaje de proyectiles contra los tablones que cubrían las ventanas despertaron a Ori. Por una ranura de los tablones pudo verlos. Hombres y más hombres, embozados en tinieblas, con los sombreros de hongo calados y los ojos convertidos en franjas de sombra. Una calle repleta de malignidad elegantemente vestida, filas de hombreras de algodón rellenas por músculos de luchador, ladeando los sombreros, enderezándose las corbatas en el cuello de sus blancas camisas. Se limpiaron un polvo imaginario y empuñaron sus armas.

Pero el miedo de los vagabundos duró poco. ¿Era el Crisol Militante quien acudía a socorrerlos? ¿Eran los variopintos ejércitos del Caucus? Ori no alcanzaba a verlo. Solo escuchó gritos y disparos, y vio que los calamitas, sorprendidos, se volvían como una manada de oficinistas salvajes y corrían a la lucha.

Lada y los mendigos se dispersaron. Ori corrió a buscar a Jacobs, pero para su sorpresa el anciano pasó a su lado, sin urgencia pero con un propósito claro. No miraba a Ori ni a ningún otro. Su mirada estaba clavada en lo que tenía delante. Rápidamente dejó atrás a los últimos vagabundos, mientras del otro extremo de la calle llegaban los ruidos de una batalla, y en la oscuridad se vislumbraba una acelerada y fea masa de figuras negras. Jacobs se volvió en dirección contraria, hacia la estación Salpetra y los arcos sobreelevados que se alejaban hacia el norte encaramándose a la ciudad.

Ori titubeó, pensando que quizá no quedara nadie con quien hablar en aquella cáscara, y entonces comprendió que quería saber adónde iba aquel hombre y lo que hacía. En la oscuridad pura de Nueva Crobuzón, sin la luz de sus farolas, Ori siguió a Espiral Jacobs.

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