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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (51 page)

BOOK: El consejo de hierro
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»Ella lloraba y lloraba y lloraba y yo estaba llorando también, y entonces la cogí y creo que puede que lo que pasara es que la zarandeé un poco para conseguir que se callara. No lo recuerdo. Lo próximo que recuerdo es que ya no estaba. Me la llevé abajo, pegada a mi cuerpo para mantenerla caliente, a un cirujano que trabajaba gratis cada dos días de la tristeza, pero por supuesto no sirvió de nada.

»Y entonces apareciste tú —se inclinó hacia él—. ¿Te acuerdas ya?

No se acordaba. De los miles que había sentenciado a ser rehechos, ¿cómo podía acordarse de uno? Ori lo miró fijamente. Toro levantó una mano y, con el inconsciente y delicado cariño de un padre, dio un pequeño tirón a una de las manos.

—Me dijiste que era para que no olvidara. No he olvidado. —Se inclinó hacia delante y los brazos de Cecile se estiraron hacia el Magister Legus, que seguía sujetando la mano muerta del Alcalde. Hubo un ruido. Alguien estaba ensanchando el agujero que había abierto su bomba. Toro se puso el puño de gladiador—. Hace dos semanas que fue su cumpleaños —dijo—. Es mayor que yo cuando la tuve. Mi niña pequeña.

Se levantó y apoyó la pistola en la sien del magistrado. Este apretó la mano de Stem-Fulcher y abrió la boca, pero no dijo nada.

—Por mí —dijo ella. No parecía enfadada—. Por los hombres a los que has convertido en máquinas, por las mujeres a las que has convertido en monstruos. Tanques, chicas caracol, panto-caballos, motores industriales. Y por todos aquellos a los que encerraste en esos lavabos a los que llamáis cárceles. Y por todos los fugados, por si alguna vez los encontráis. Y por mí, y por Cecile… y sí, fui yo, fueron mis manos las que lo hicieron y mío es el recuerdo. Cecile nunca crecerá y no descansa. Mi niña. Esto también es por ella.

Sin apartar el cañón de la pistola de la cabeza del magistrado, le propinó un golpe, y luego varios más, con el puño de pinchos, y él soltó un gruñido y vomitó un poco de sangre y, con el rostro desfigurado, levantó las manos, no para protegerse de ella sino buscando algo, no para interrumpir las cornadas del puño, estas las recibió, aferrando la mano de su amante con tanta fuerza que los dedos muertos se abrieron. No pudo contener sus gritos de dolor ni la hemorragia mientras Toro continuaba golpeándole en una miserable perseverancia, clavándole los cuernos en el gaznate y el corazón, mientras las manos de bebé de su cara se extendían por encima de la masacre y jugaban con el pelo del agonizante magistrado.

Ori permaneció inmóvil mientras todo terminaba, y largo rato después. Esperó a que Toro se moviera: aquella mujer menuda, con su acento del sur de la ciudad y su vieja deuda. Al cabo de un minuto o más, al ver que no lo hacía, sino que seguía allí sentada con la cabeza baja mientras el magistrado la iba rodeando con su sangre, se decidió a hablar.

—Vamos —dijo. Se oía el ruido de alguien que se aproximaba—. Tenemos que marcharnos.

Ella se volvió, aunque al principio Ori creyó que no iba a hacerlo. Parecía cansada, como alguien que acaba de despertar, y sacudió la cabeza como si no entendiera su lengua. No dijo nada, pero le dio a entender que no iba a ninguna parte, que había terminado.

—Y, y… —un retazo de orgullo o respeto no permitió que Ori pareciera quejumbroso u horrorizado, y solo siguió hablando cuando fue capaz de controlar su voz—. ¿Este era el único camino, eh? —«Ruby», quería decir, «Ulliamo, Kit, todos los de ahí abajo, ¿tenían que tomar parte en esto? Baron, maldita sea, y Hombro Viejo. Los dioses saben quién ha muerto por ti».

Toro señaló el cadáver frío del Alcalde con un ademán.

—Hemos hecho lo que querían. Hemos hecho lo que vinieron a hacer.

—Sí. —
Sí, pero no es lo mismo. Era una distracción. Tú viniste por otra cosa y eso lo cambia todo, lo cambia todo
.

¿En serio? ¿Acaso no hemos ganado?

Una mujer de mediana edad de las barriadas de la clase trabajadora del sudoeste de Nueva Crobuzón esperaba sentada junto a dos cadáveres cubiertos de sangre. Un joven de la Perrera sostenía un arma con mano temblorosa y escuchaba cómo se iban acercando sus enemigos. Todo había cambiado.

—Quiero irme —dijo Ori, echándose a temblar de repente, invadido por toda la ansiedad que había contenido hasta entonces. Volvía a sentir un deseo, por primera vez desde hacía días. Y lo que deseaba era escapar.

—Pues vete.

Por el carcomido agujero que habían empleado para entrar les llegaba el ruido de unos golpes, el eco de las puertas de su vacía casa, derribadas a mazazos, y unos pasos que ascendían por las escaleras.

—¡Me has asesinado!

—Por el amor de Jabber, Ori, vete. —De una patada, le lanzó su casco. El artefacto rebotó, rodó sobre los cuernos. Ori lo miró, la miró a ella, volvió a mirarlo, lo recogió—. Los embrujos han caído. Vete. —Era muy pesado.

—No sé cómo se usa. ¿Qué hago?

—Solo empuja. Tú solo empuja.

Empezaron a oír los gritos de los milicianos que se aproximaban.

—¿Me das tu casco?

Ella gritó. Lo que dijo fue «¡vete!», pero enseguida dejó de ser una palabra, se transformó en un mero sonido animal, una expresión de miseria. Ori retrocedió y miró a los pegajosos y ensangrentados cadáveres que seguían a su lado, la observó a ella, su forma de sentarse, tan cansada que no podía ni acariciar sus manos de niño.

—No deberías haberlo hecho —dijo—. No deberías haberte aprovechado de nosotros así. Nos has utilizado a base de bien. —Levantó la máscara. Se tambaleó bajo su peso. No le gustaba el ruido que hacía—. Los has matado. Y probablemente a mí también. Ha sido… Ha sido un honor trabajar a tu lado. —Oyó algo, unos garfios probablemente. Milicianos trepando. Gritaban el nombre del Alcalde—. No deberías haberlo hecho. Me alegro de que… de que hayas conseguido lo que querías. No tendría que haber sido así, pero también nosotros hemos conseguido lo que pretendíamos. —Bajó la máscara hasta sus hombros, y trató de hacer un saludo militar, pero Toro no estaba mirándolo.

Cuando el casco quedó apoyado sobre sus hombros, se volvió más liviano. Ahora parecía una prenda de vestir. Ori no tenía talento para la taumaturgia, pero incluso él podía sentir la energía que emanaba del metal. Sus ojos miraron a través de unos cristales que iluminaban la sala, y aclaraban los contornos; al cerrar las correas sobre sus hombros se sintió acrecentado.

Jadeó. Unas pequeñas agujas se clavaron en su cuello; sus dedos aferraron el metal. El sacrificio, la sangre para alimentar el poder de la cabeza de hierro. «¿Cómo lo hago?», trató de gritar. Sintió unas extrusiones de metal bajo los dientes e intentó morderlas o apartarlas de algún modo. Seguían mojadas con la saliva de la mujer. Su voz resonaba en sus propios oídos como un trueno.

Empuja
. Ori se inclinó como le había visto a ella hacerlo y empujó con unos muslos dotados de una fuerza nueva, avanzó dando una sacudida, se tambaleó, recuperó el equilibrio y volvió a intentarlo. Apoyó las puntas de los cuernos en la pared, empujó y solo consiguió clavarlos en la madera. Alguien corría hacia la puerta.
Empuja
, se dijo. ¿
Pero hacia dónde
?

En su afán, en su desesperado y repentino deseo de estar vivo, trató de alcanzar una urgencia, imaginó su casa, su pequeño cuarto. Pensó en él y destiló un foco a partir de su deseo, y cuando volvió a avanzar, apretó los párpados y los dientes y sintió que su ansia se coagulaba en dos nodos abrasadores donde los cuernos se encontraban con su frente, y entonces volvió a apretar y sintió que hacía presa en algo, y sonó un desgarro sensual, como si estuviera rompiendo un papel de cera muy tenso. Jadeó, y la sustancia del aire empezó a abrirse para él, y como la tensión superficial de un fluido, trató de succionarlo.

Ori se detuvo al borde de aquella pequeña abominación ontológica, aquel agujero en la que las fuerzas del universo estaban en tensión. Frente a él solo había angustiosa oscuridad. Se revolvió, sin separar los cuernos de la herida que había abierto, y trató de captar la mirada de la mujer cuyos brazos de niño jugaban a darle palmaditas en las mejillas. Ella no lo miró. No miró los cadáveres que había dejado.

La milicia estaba en la puerta. Ori empujó, se dejó llevar por el impulso al interior de la grieta que había creado, y salió de la habitación donde el más famoso ladrón y asesino de una generación entera lloraba en silencio, donde el cadáver del amo y señor de Nueva Crobuzón se enfriaba y estuvo por un largo momento en un pliegue, en una entraña del tiempo, del mundo, con las sinapsis tan morosas de repente que sintió la acometida de su pánico como la expansión de unas nubes sobre el mar mientras se preguntaba si tendría la fuerza necesaria para romper la superficie del universo y deslizarse como un grumo de realidad por la argamasa que separaba los instantes las células de lo real, ¿pero y si no tenía el poder de volver a emerger y se perdía en la carne de las dimensiones, como un microbio en lo proteano, en el espaciotiempo?

¿Entonces qué?

Pero el impulso de su embestida no se agotó y un largo momento y un instante después del primer desgarro sintió un segundo; la membrana volvió a abrirse para él, al otro lado, y lo expulsó como si fuera una astilla. Pasó al otro lado y cayó al suelo, cubierto de viscosidad, empapado de la sangre de la realidad, la sangre de la lesión provocada por su inexperto tránsito, un fluido que se disipó en venas iridiscentes, un momento de belleza en el aire que se esfumó y dejó a Ori desorientado y seco de nuevo y en un callejón lleno de basura.

Pasó un buen rato allí tirado, gimiendo débilmente, hasta que la sensación, aquel vértigo abrumador, remitió y poco a poco volvió a recobrar las fuerzas.

No sabía dónde se encontraba. Estaba mareado. Con la impedimenta de Toro, consciente de que lo convertía en un objetivo.
Pronto podré descansar
, pensó entre la neblina que inundaba su mente. Le dolía la cabeza en los dos puntos situados junto a la base de los cuernos. Había conseguido pasar, pero no estaba ni de lejos donde pretendía.

Sentía una especie de escalofrío, pero no lo molestaba. Empezó a andar a trompicones y levantó la mirada mientras avanzaba por el laberinto de callejones. Había una línea ferrea que se cruzaba con su camino. La oscuridad de sus negros arcos, de los ladrillos y de la cresta dorsal era tan intensa que ni siquiera los ojos de Toro podían perforarla. Y más allá, amarillentos como dientes a la luz de las farolas de gas que las iluminaban, el intradós de las Costillas. Estaba en el Barrio Óseo.

Pasó horas allí tirado. El cielo estaba teñido de gris cuando despertó. Estuvo a punto de perder el conocimiento al quitarse el casco, y tuvo que apoyarse en el interior de una cavidad situada debajo de las vías y respirar hondo durante varios segundos. El silencio resultaba inquietante. Escuchó algunos de los sonidos que conformaban los susurros de la ciudad, pero los ladrillos sobre los que estaba apoyado estaban inmóviles. No conducían a ninguna trepidación. Los trenes de Nueva Crobuzón funcionaban durante toda la noche, pero en aquel momento no había ninguno en marcha.

Ori transformó su chaqueta en una especie de hatillo para guardar el casco, se metió la pistola en el bolsillo y se encaminó con paso vacilante hacia las Costillas del Barrio Óseo.

La atmósfera parecía bochornosa, tensa como un alambre. ¿
Qué está pasando
? No podía creer que se hubiera corrido la voz tan deprisa. De hecho, no lo creía. De súbito, su excitación se convirtió en un mal presentimiento, y tuvo una corazonada. ¿
Qué ha pasado
?

No había nadie en las calles, o tan poca gente que resultaba aún más raro, y estos pocos caminaban con la cabeza gacha. Dejando atrás las casas alquitranadas que se levantaban junto a las Costillas, siguió los ladrillos de la vía férrea que había a su izquierda, giró hacia el sur, cruzóSunter arrastrando los pies, con la idea de cruzar a la Sombra por el puente Oxidado y seguir desde allí en dirección a Siriac, pero entonces vio las luces de los incendios, y escuchó los tambores y las cornetas. No debía de haber tanto ruido tan temprano.

El estrépito iba en aumento; Ori sintió que entraba en
shock
, que empezaba a temblar furiosamente, arrastrado por el peso del casco. Se dirigió hacia el sur por la colina de los Cipreses, una calle de floristas y hojalateros sobre cuyos tejados pasaban normalmente los trenes. Había una bifurcación de las líneas, donde el ramal de la Dexter bajaba hasta Arboleda y, tras virar al este, cruzaba sobre el río hasta llegar a la Perrera. Allí, algo le bloqueaba el paso.

Pestañeando hasta que de sus ojos empezaron a brotar lágrimas de agotamiento, Ori vio una tosca barrera a la luz de los incendios. No le encontraba sentido. Bajo aquella luz cálida su silueta parecía algo salvaje, un hecho geográfico en medio de la ciudad. Había gente encima de ella.

—Alto —gritó alguien. Ori siguió caminando, incapaz de comprender que la palabra podía ir destinada a él.

Era una barricada hecha de trozos de pavimento y escombros, carromatos, chimeneas, puertas viejas, restos de tenderetes volcados. Toneladas de detritos ciudadanos, empleadas en la construcción de aquella pequeña montaña, un cordón de derrubios de tres metros de altura coronado por banderas. Los brazos de mármol de una escultura asomaban por uno de sus flancos.

—Que te pares, cabrón. —Un disparo, un fragmento de hormigón entre la metralla—. ¿Dónde vas, amigo?

Ori levantó la mano. Se aproximó, saludando.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué está ocurriendo? —gritó, y hubo aclamaciones en la barricada.

—¿Qué es, un capullo de Mafatón que vuelve de vacaciones?

—¿Es que no hay periódicos, quioscos ni pregoneros donde has estado, colega? —gritó el centinela. Era una figura humana vestida de negro, iluminada desde atrás—. Vete a casa, joder.

—Esta es mi casa. Siriac. ¿Qué ha pasado? Maldita sea, cuánto tiempo he estado… Es por ella, ¿no? Os habéis enterado de lo del Alcalde. —Y toda su excitación regresó de repente. Tanta, que casi fue incapaz de hablar.
Puede que hayan pasado varios días
, pensó. ¿
Qué habrá ocurrido mientras he estado fuera? ¿Lo hemos conseguido? Ha ocurrido. Han despertado. La inspiración. Dioses
—. ¡Maldita sea, chaverim, dejadme pasar! Que alguien me cuente lo que pasa. —Olvidó el frío y el cansancio y enderezó la espalda a la luzpalpitante de los incendios—. Ha ocurrido todo… ¿Cuánto hace que murió?

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