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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (52 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—¿Quién?

—El Alcalde. —Ori arrugó el entrecejo. Hubo más voces, más gritos. «¿Que ha muerto?» «¿Está muerta?» «¿Esa zorra ha desaparecido?» «¿Quién es este idiota? Está loco» «No me creo una palabra…».

—No sé de qué estás hablando, colega. Creo que deberías irte.

Escuchó el ruido de las armas amartilladas.

—Pero, ¿qué…?

—Escucha, amigo, ¿hay alguien que pueda responder por ti? Porque si no, ni entras ni sales. Estás en tierra de nadie, y ese no es un buen lugar para estar. Será mejor que te vuelvas ahora mismo a la Ciudad Vieja, a menos que puedas darme un nombre. Dame un nombre y lo comprobaremos. —En aquel momento empezaron a levantarse más cabezas; otros estaban uniéndose al hombre que hablaba. Una banda armada, formada por humanos y otras razas, con las armas preparadas bajo el ondear de las banderas.

»Porque estás enel umbral, colega, y, o estás a un lado o estás al otro. Ni que acabases de llegar a la ciudad. Hace días que hay dos poderes en la ciudad, chaval. Has tenido días para tomar una decisión. O estás al norte —y hubo una pantomima de abucheos—, en los viejos tiempos y las viejas formas, o estás aquí, en Arboleda, en Ecomir y en la puta Perrera, en el futuro, que ya está aquí.

»Camina lentamente hacia mí, y mantén las manos así. Vamos a echarte un vistazo, idiota. —Lo dijo casi con amabilidad. Una botella se rompió en alguna parte—. Acércate un poco más. Bienvenido a los Territorios Libres. Bienvenido al Colectivo de Nueva Crobuzón.

Séptima Parte
Mancha
23

—No me gusta que tengamos que huir de ellos.

—Pero si ya lo sabes. Ya sabes lo que pasa. Tenemos que hacer las cosas bien. Están armados y son más que nosotros.

—Pero si tenemos que huir de ellos, ¿por qué regresamos a la ciudad? Será mucho peor.

—Las cosas no son así. Esa no es la idea. Hemos enviado mensajes. Con nuestro regreso, cambiaremos las cosas. Cuando lleguemos allí, ya no nos estarán esperando. Será una ciudad diferente.

Cutter y el hombre, apoyados contra una pared tras el último baile, en un vagón reconstruido. Era un viaje punitivo y, noche tras noche, los consejeros de hierro se rebelaban contra la oscuridad a ritmos improvisados.

Habían sufrido bajas, claro está, por culpa de puntales sueltos, de virus y de bacterias de la región, y de los ataques de los predadores del interior, animales que se abrían como abanicos de garras, colmillos y cirros para matar. Drogon salía de caza con las fuerzas del Consejo de Hierro y regresaba con las cabezas de extrañas bestias de presa, y con heridas e historias nuevas.
Este cambia de estado, así que lo atrapamos cuando se transformó en hielo y le atravesé el corazón. Ese ve con los dientes
.

Cutter vio parte de la taumaturgia nueva que había aprendido el Consejo de Hierro. No habría servido para salvarlos de la milicia. El Consejo trataba de dificultarles las cosas a sus perseguidores volando los puentes después de cruzarlos y llenando zanjas de escombros. Judah ponía trampas gólem tras ellos, preparadas para activarse solo cuando pasara por allí una compañía de hombres. Colocó todas las que pudo: cada una de ellas consumía un poco de su energía. Cutter se imaginaba la tierra, hinchándose y deshinchándose, transformándose en una figura de roca, una figura hecha de árboles caídos, de agua de los arroyos, de lo que quiera que hubiese allí donde Judah había colocado su trampa. Con una sola instrucción indeleble y sencilla en lugar de cerebro: «lucha». La sustancia de las tierras por las que pasaban, no salvaje sino organizada, interceptando y machacando a los milicianos a puñetazos.

Si es que la milicia llegaba tan lejos, cosa que Cutter creía posible. Algunos de ellos morirían, pero la mayoría no. Cuando desembarcaran, cuando encontraran el rastro del Consejo, ni siquiera el poder de los grandes gólems de Judah podría impedir que vinieran. La milicia les ganaría terreno a los rezagados del Consejo de Hierro, a aquellos que el tren dejara atrás. El Consejo de Hierro confiaba en la zona cacotópica. Allí se ocultarían.

—Nunca creí que volvería a ver esto —dijo Judah. Se encontraban sobre un risco, mirando la estirada y larga columna de hombres y mujeres que había más allá de las vías, montados en mulas o caminando a paso vivo, rodeando a los niveladores y sumándose a ellos.

¿
Y si el Consejo cambia de política durante el viaje
?, pensó Cutter. ¿
Y si, cuando estamos a mitad de camino, un número suficiente de ellos cambia de idea y decide regresar
?

Allí. El sol se movía tras ellos. Su viveza parecía teñirse lentamente de verde a medida que iba aproximándose al horizonte, como si estuviera enmoheciendo. Bajo aquella luz lóbrega dirigieron la mirada hacia el norte y el este, hacia la mancha cacotópica. Habían cruzado centenares de kilómetros a lo largo de varias semanas y al fin estaban allí, en el borde.

Cutter se puso blanco al verlo.

—Qurabin —dijo—, cuéntanos un secreto. ¿Qué es? ¿Qué ocurre allí? —En el aire sonaba algo que parecía un correteo. La voz del monje respondió:

—Hay secretos que no quiero conocer.

Allí, un paisaje de la Torsión. Desordenado por aquella inefable energía perniciosa, la explosión de mutabilidad, una fecundidad terrible. Vistas.
No estamos viendo la realidad
, pensó Cutter.
No es más que una idea. Una de las formas de su ser
.

Incluso allí, en los límites del cacotopos, la tierra era liminal, en parte geografía mundana y en parte pesadilla encarnada. Era implacable, un paisaje de cuernos de roca y árboles que parecían cuernos de roca, bosques de hongos grandes como hombres y helechos que empequeñecían a los pinos jóvenes y, algo más allá, un delta en el que el cielo parecía adentrarse entre unas extrusiones demasiado elevadas. Cutter no atisbaba el menor movimiento. Aquel no-lugar se extendía hasta el horizonte. Tendrían que cruzar muchos kilómetros de él.

Cutter no sabía si lo que estaba viendo eran colinas o insectos volando a poca distancia de sus ojos: no podía ser, lo sabía, pero la imposibilidad de enfocar lo confundía. ¿Era un bosque aquello tan lejano? ¿Eso que se extendía durante kilómetros? ¿O no era un bosque sino un foso de alquitrán? O quizá no un foso de alquitrán sino un mar de huesos o una rejilla, un muro de carbón teselado o una costra del tamaño de una ciudad.

No se veía bien. Vio una montaña y la montaña cobró nueva forma, y la nieve de su cima adquirió un color que no era el de la nieve y no era nieve en realidad sino algo vivo y tenebrotrópico. Aquella materia lejana extendió unos cilios que debían de ser como árboles, en dirección a la oscuridad que estaba extendiéndose. Luces en el cielo, estrellas, y luego aves, lunas, dos o tres lunas que eran los vientres de insectos que ocupaban acres de cielo y luego desaparecían.

—No le encuentro sentido alguno. —La voz de Qurabin era terrible—. Hay cosas que el Momento de los Oculto y lo Perdido no sabe, o no se atreve a decir.

El paisaje de la Torsión era insinuante y ferviente, y estaba lleno de presencias, rocas con formas de animal que cazaban como el granito, claro está, debe de cazar y encadenaban imposibilidades. Todos conocían las historias; el árbol cucaracha, la quimera de cabra y espectro, los insectos reptil, las cosas arborescentes, los árboles que se convertían en boquetes en el tiempo. Era más de lo que Cutter podía soportar. Su mente y sus ojos no podían dejar de intentarlo, seguían tratando de contenerlo, de abarcarlo.

—¿Cómo pudieron? ¿Cómo consiguieron atravesarlo?

—No lo atravesaron —dijo Judah—. No. No lo olvides. Solo lo rodearon. Lo bastante cerca como para dar miedo.

—Lo bastante cerca como para morir —dijo Cutter; y Judah inclinó la cabeza.

—¿Qué criaturas viven ahí? —dijo Cutter.

—Es imposible enumerarlas —dijo Judah—. Cada una de ellas es única. Hay algunas, supongo… Hay shuhn, hay orugombres en las zonas exteriores…

—Por donde vamos a pasar.

—Por donde vamos a pasar.

Estarían tres semanas, más o menos, en el linde de la zona cacotópica. Tres semanas acercándose todo cuanto el valor les permitiera a aquella región viral. Otros debían de haber cruzado la zona en el medio milenio transcurrido desde que apareciera en un borbotón de patológico alumbramiento. Cutter conocía las historias de Cally, el hombre alado; había oído rumores sobre aventuras en la mancha.

—Tiene que haber otro camino —dijo. Pero no, le dijeron que no lo había.

Es el único modo de escapar de la milicia
, susurró Drogon.
El único modo de asegurarse de que no van a seguirnos. No se atreverán a entrar. Son sus órdenes básicas: no entrar nunca en la zona. Y aparte
—su entonación cambió, y el siseo de su respiración se hizo más rápido—
este fue el camino que siguieron a la ida. Me refiero al Consejo. Una ruta a través del continente. ¿Sabes cuánto tiempo lleva la gente buscándola? ¿Una ruta? ¿A través del humorroca, de la cordillera, de los pantanos y los túmulos? No podemos arriesgarnos a cambiarla. Este podría ser el único camino
.

Pocos kilómetros más allá, Judah se rezagó y desapareció durante varias horas. Regresó exhausto. Cutter le gritó que no volviera a marcharse solo y Judah le ofreció una de sus sonrisas beatíficas.

Camuflados entre la maleza había segmentos de vía. Los exploradores y niveladores las unían, sección a sección, y el tren seguía avanzando por el lindero de la mancha. Cutter se aferraba al tren perpetuo y dejaba que el viento lo refrescara. Todavía quedaban algunos demonios del movimiento, todos ellos domesticados ya, los hijos o nietos de los primeros devoradores de impulsos que habían mordisqueado las ruedas. La pequeña fauna etérea estaba asustada. Cutter los observó.

Observó las rocas y los árboles, y por debajo del chirrido de los engranajes y las ruedas, escuchó los balidos de animales invisibles. Había peleas porque se habían organizado turnos para dormir en los vagones. El campamento de los niveladores era una pequeña ciudad de tiendas, dispuestas en círculos para mayor seguridad. Sin embargo, nada podía impedir que parte del efecto de la mancha cacotópica se propagase.

El agua estaba racionada, pero cada pocos días, partían grupos encabezados por los escasos zahones vodyanoi del Consejo en busca de agua potable: marchaban en dirección sur, siempre, alejándose de la Torsión y del peligro. Y sin embargo cada pocos días alguno de ellos regresaba, harapiento y balbuceando, cargando con los efectos personales de alguien que se había perdido, o acarreando a alguien que había cambiado. La Torsión palpaba de noche con sus dedos de alteridad.

—Estaba perfectamente hasta que nos dirigimos a casa —gritaron los cazadores, sujetando a una rehecha que temblaba constantemente con tal fuerza y velocidad que el borrón de su cabeza y sus miembros parecía sólido solo a medias y ella se había transformado en una masa de carne que emitía tenues chillidos—. Umbrofagia —dijeron, señalando al aterrado muchacho sobre el que la luz recaía con demasiada intensidad, y el interior de cuya boca se veía con tanta claridad como su coronilla. A veces regresaban algunos que habían sido mordidos por las rádulas de depredadores con forma de gusano y dotados de una velocidad imposible. El Consejo de Hierro se cruzaba con huellas: los finos orificios de un equinoide rex, el extraño rastro de un orugombre, grumos de tierra compacta cada cuatro o cinco pasos.

Salvaban a todas las víctimas de los animales o la Torsión que podían, cuidándolos en un vagón de ganado reconvertido en sanatorio. A las demás las enterraban. Siguiendo sus tradiciones, lo hacían delante de las vías. En una ocasión, al excavar una tumba, perturbaron los restos de uno de sus antepasados, una consejera caída durante el viaje de ida, y con tremendo respeto le suplicaron mil perdones y depositaron a su lado al último muerto.

—Esto no puede ser —dijo Cutter, furioso—. ¿Cuántos nos va a costar? ¿Cuántos más tienen que morir?

—Cutter, Cutter —dijo Ann-Hari—. Cállate. Es algo terrible, pero si nos quedáramos, si hiciéramos frente a la milicia, todos moriríamos, y, Cutter…, la primera vez murieron muchos más. Muchos más. Estamos aprendiendo. El tren perpetuo irradia seguridad. Está encantado. —Cada día colgaban las cabezas de nuevos depredadores del tren. Se convirtió en un grotesco museo de la caza.

Cuando Cutter veía a Drogon, el susurrero estaba en permanente estado de asombro. Disfrutaba de la caza incluso en aquellas tierras malditas y allá donde iban lo estudiaba todo con gran detenimiento, siguiendo con la mirada su avance entre grietas y plataformas de roca, observando el movimiento de la zona cacotópica. Estaba confiándolo todo a su memoria, tratando de entenderlo. Aquel era un modo de enfrentarse a ello. Cutter prefería otro: quería que todo acabase, quería que tocase a su fin.

Fue con las cuadrillas de carroñeros que recogían madera y carbón de la superficie, cualquier cosa que pudiese alimentar las calderas. Fue con sus compañeros a buscar agua.

El adivinador emergió del tanque de agua de los vodyanoi. Se llamaba Suechen. Era tan arisco y taciturno como, según los estereotipos, todos los vodyanoi. A Cutter le gustaba. Su propia brusquedad, cinismo y temperamento lo predisponían favorablemente hacia el atrabiliario vodyanoi.

Mientras cabalgaban, con Suechen en su silla-saco llena de agua, el zahori les habló de los debates, de las facciones de consejeros, de las discusiones sobre la nueva dirección tomada por el Consejo. Los antiguos editores del
Renegado
, los cínicos, los jóvenes, los viejos asustados. Cada vez se cuestionaba más que aquella fuese la mejor estrategia a seguir, les dijo.

Apoyó las grandes palmas de sus manos en el suelo y husmeó la tierra, le dio unos golpecitos y escuchó los ecos. Los llevó hasta un lugar situado a tres horas del tren. De las rocas brotaba una corriente de agua limpia, que se acumulaba en una depresión rodeada de raíces tan poco afectadas por la Torsión que Cutter pudo imaginarse que volvía a estar en el bosque Turbio. La nostalgia lo embargó durante un prolongado instante.

Llenaron los pellejos de agua, pero la noche se les echó encima, rápida como un andrajo arrojado sobre el sol, y tuvieron que apresurarse a levantar un campamento. No encendieron una fogata.

—Tan cerca de la zona no —dijo Suechen.

Abrazados para protegerse del punitivo frío de las rocas, los dos rehechos pidieron al grupo de Cutter que les hablasen de Nueva Crobuzón.

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