El cielo sobre Darjeeling (29 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Había sido un día largo, duro, su primer día en Shikhara, que tanto había temido. Sin embargo, la amabilidad de la gente que trabajaba dentro y fuera de la casa rápidamente disipó su temor y su timidez. La sorprendió lo bien que se entendía y funcionaba el servicio doméstico, y sintió muy pronto que era más que bienvenida como
memsahib,
pero que no esperaban de ella otra cosa que la expresión de sus deseos. Se había demorado muchas horas en el reino de la corpulenta cocinera, quien, a pesar de su sobrepeso, vestida con un sari violáceo, se movía con agilidad entre los fogones al rojo y las cámaras de la despensa. Daba órdenes y reprendía a los pinches cariñosamente con una voz áspera, a la vez cálida y melodiosa. Había puesto bajo la nariz de Helena docenas de especias diferentes, le había dado a probar las exquisiteces más variadas y había esperado con ojos expectantes que eligiera vacilante algunas para el almuerzo o la cena. Luego había prorrumpido en una queja por los precios desorbitados del pescadero y había insistido en que Helena, como
memsahib
, hiciera valer su autoridad al día siguiente con él. Una de las criadas fue corriendo muy agitada para saber si
memsahib
quería para esa noche la vajilla con el borde blanco o azul y también el número de candelabros que deseaba. Helena comprendió rápidamente que el servicio doméstico en Shikhara había funcionado impecablemente sin ella, pero que a esas personas que trabajaban para Ian les gustaba que fuera ella la que tomara las decisiones. Inspeccionó los armarios que contenían la mantelería y la ropa de cama, la porcelana y la cubertería de plata. Se movía con admiración, casi con veneración entre todos los hermosos objetos que había en la casa, y decidió, a falta de indicaciones concretas de Ian, decidir ella misma según su parecer. Y constató que aquello le procuraba placer. Recién bañada y vestida con un sari turquesa con ribete dorado, fue poco antes de la cena al jardín y cortó una brazada de ramitas con flores blancas que colocó en un jarrón alto en el centro de la mesa, porque le pareció que armonizaban muy bien con la porcelana blanca azulada y las velas blancas. Notó la aprobación en los ojos de Ian.

Helena notaba cada músculo de su cuerpo y le pesaban los párpados, pero la brisa nocturna la había llevado de nuevo a salir al balcón. Se ciñó el chal por encima del camisón fino. A través de él notaba la humedad fresca que ascendía por las colinas como una caricia. Aspiró profundamente aquella brisa ligera y dulce, con una satisfacción desconocida para ella hasta aquel instante.

—¿No estás cansada?

Una sonrisa se insinuó involuntariamente en la comisura de los labios de Helena. Había contado con encontrar allí a Ian y se volvió a medias. Estaba sentado en uno de los sillones de ratán a la luz plateada de las estrellas, con las botas de montar encima de otro asiento. La miraba a través del humo de su cigarro casi consumido. Ella asintió con la cabeza.

—Sí, mucho.

Apagó la colilla y se levantó, se colocó pegado a ella junto a la barandilla y miró hacia la oscura noche.

—Me pregunté muchas veces si era correcto traerte aquí —dijo finalmente en voz baja—, y pienso que lo ha sido. —La miró inquisitivo, escrutándola.

Helena asintió con la cabeza, un tanto aturdida.

—Yo también lo creo.

Ian alzó una mano y enrolló en torno a sus dedos un mechón ondulado del cabello de Helena. Pareció titubear antes de darle un beso suave y cauteloso, de una delicadeza sorprendente. Sus brazos rodearon su cuello como si tuvieran autonomía; se apretó contra él y se le hizo dolorosamente consciente lo mucho que había echado de menos su cercanía física, lo alejado que había estado Ian de ella durante las últimas semanas a pesar de no haber estado muy lejos. Respondió a su beso con avidez, con ansia, y percibió las convulsiones de una risa ligera en el cuerpo de él. Ian tomó su rostro con las manos y lo inclinó suavemente hacia atrás.

—Desde el primer momento supe que dormitaba en ti una gata montesa —le susurró con la voz ronca de deseo antes de besarla de nuevo, esta vez de manera apasionada y salvaje, arrancándole suspiros de placer. La cogió en brazos y la llevó a su dormitorio, la llenó de besos y caricias suaves y ardientes, cubrió la desnudez de su cuerpo con el suyo hasta que ella gritó suavemente en la culminación de su deseo.

El sol de la mañana dibujaba rayas cálidas en las sábanas y almohadas, en la piel y en los párpados de Helena. Abrió los ojos y vio que Ian dormía profundamente a su lado. Miró el mechón de reluciente pelo negro que le caía sobre la frente; su rostro, que dormido parecía joven y relajado y vulnerable; su pecho desnudo, cubierto de espeso vello oscuro, que ascendía y descendía. Se detuvo a observar la cicatriz de su hombro izquierdo. Suavemente, como el ala de una mariposa, teniendo cuidado de no despertarlo, le apartó el mechón del rostro, pasó los dedos por las duras y desiguales crestas de la cicatriz con pena en el corazón.

—Te quiero, Ian —susurró con un hilo de voz apenas audible y con la garganta atenazada por lágrimas contenidas de felicidad y tristeza—. Te quiero.

19

Debió de quedarse dormida otra vez porque, al abrir de nuevo los ojos, Ian se había ido. El contorno de su cuerpo estaba marcado en las sábanas, que conservaban todavía su calor. Cuando Helena hundió la cabeza en ellas pudo oler todavía su aroma, y un deseo anhelante recorrió su cuerpo. Fue entonces cuando oyó sus pasos, su susurro alegre y una sonrisa de felicidad le iluminó el rostro. Sin embargo, se le apagó cuando oyó risas y bromas amortiguadas a través de la puerta y de la pared, con la cadencia inconfundible, rápida y bailarina del hindi, y la voz femenina que replicaba con claridad a sus risas era la de Shushila.

La cólera y la vergüenza se mezclaron en un sentimiento de desdicha. Helena se cubrió la cabeza con una almohada y apretó los dientes para contener las lágrimas y no tener que escuchar más aquello. Cuando una mano le rozó el hombro, se incorporó sobresaltada. Era Yasmina, que la miraba con culpabilidad porque creía que la había arrancado del sueño.

—He preparado el baño para usted,
memsahib
. Por favor, dese prisa,
huzoor
la espera para el desayuno.

Helena se movía adrede con mucha lentitud. Yasmina tuvo que insistir para que saliera del baño, que olía a rosas. Siguiendo su costumbre, echó mano de la camisa y los pantalones de montar, pero Yasmina sacudió la cabeza con timidez.


Huzoor
desea que lleve usted hoy algo diferente.

Fue entonces cuando Helena vio el vestido de color blanco crema con un estampado de zarcillos y hojas verdes extendido sobre la cama recién hecha; Yasmina debía de haberla hecho mientras ella se bañaba. Se vio momentáneamente tentada de contravenir la orden de Ian, pero finalmente se encogió de hombros con indiferencia.

—Bueno, por mí...

Aunque Yasmina se esforzó en apretar el corsé todo lo que pudo, al final tuvo que emplear la fuerza para cerrar los ganchitos de la trasera del vestido. Cuando Helena se contempló en el espejo alto tuvo que reconocer que le quedaba verdaderamente apretado. En efecto, había engordado desde que se probó el vestido en Londres. Tragó saliva cuando constató ese hecho y entonces se apareció ante su ojo interior la figura de Shushila, tan bella y seductora con sus saris. Desafiante, casi con porfía, elevó la barbilla frente a su imagen reflejada en el espejo. «¡Bien! —se dijo—. ¡Me estoy convirtiendo en una matrona fea, sin encantos! ¿A quién le importa?» Sin volver a mirarse, dejó que Yasmina le cepillara el pelo sentada al tocador y se lo recogiera en un moño holgado que los hábiles dedos de la joven adornaron con algunas flores blancas de seda y hojas verdes artificiales.

Cuando, poco después, Helena pisó la terraza con sus ligeros mocasines de piel clara, sin ojos para la belleza matinal del jardín ni para la mesa preparada con primor, se esforzó por ignorar las miradas de Ian, y, sin embargo, las sentía sobre su piel.

—Buenos días —la saludó él alegremente, tendiendo la mano hacia ella, que, haciendo caso omiso, se sentó en silencio al otro lado de la mesa con la mirada clavada en el plato.

Cuando el criado le alcanzó la cestita de los panecillos los rechazó con un movimiento de cabeza y solo tomó té a sorbitos, con desgana.

—Deberías comer algo, tenemos un día muy largo por delante —le recomendó Ian.

—Gracias, no tengo hambre —repuso ella con irritación, y observó con el rabillo del ojo que Ian sonreía de oreja a oreja.

Él se inclinó hacia delante y susurró por encima de la mesa:

—¿Después de lo de la noche pasada? ¡Me puedes decir lo que quieras, pero no que no tienes hambre!

Helena se puso roja como un tomate. Con las cejas contraídas en un gesto huraño, le espetó:

—¡Si no me cuido, dentro de poco no me podré poner ningún vestido!

—De todas maneras estabas demasiado delgada —repuso Ian con calma. Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo, y añadió en voz baja—: ¿Acaso estás...?

Helena volvió a ponerse roja y sacudió avergonzada la cabeza.

Aquella noche en el patio interior de Surya Mahal, cuando dentro del círculo de mujeres le pintaron las palmas de las manos y las plantas de los pies con aquellas líneas rojas, comprendió por las canciones y versos antiguos qué era lo que llevaba a hombres y mujeres a formar pareja, cómo la unión de los dos sexos y el malestar de cada mes estaban relacionados con la generación de los hijos. Pero seguía habiendo algo en ella que la alborotaba, un pequeño demonio de cólera que no le daba descanso y, en una revelación repentina, alzó la vista hacia él con los ojos fríos y duros como diamantes azules.

—Eso era lo que te importaba, ¿verdad? Era el motivo de tus prisas... Por eso querías desposarme tan rápidamente, para tener lo antes posible un heredero, un heredero legítimo, ¡no a un bastardo de piel oscura! ¡Para ti no soy más que una yegua paridora, nada más!

Helena hablaba cada vez más atropelladamente, llevada por la rabia, sin ver cómo el rostro de Ian se iba crispando y cómo sus ojos se estaban volviendo de un negro profundo y amenazador. Solo se interrumpió asustada al escuchar un golpe y el tintineo de la vajilla. Ian se había quitado la servilleta del regazo y la había estampado junto con el puño sobre la mesa, barriendo al mismo tiempo su taza, que cayó al suelo haciéndose añicos, diminutos y blancos, como una cáscara de huevo rota.

—¡Ya basta! ¡Si hubiera sabido que ibas a hablar a tontas y a locas, como una estúpida, seguro que no me habría casado contigo! ¡Tenía intención de pasar el día contigo en la ciudad, pero has hecho que se me quiten del todo las ganas! —Se levantó encolerizado del asiento y se fue a grandes zancadas.

La cólera de Helena se había desvanecido, tan solo permanecía en ella el torturador sentimiento de la vergüenza. Estaba ahí sentada, ensimismada, mirando fijamente el plato vacío. El criado, a la vista de la tormenta que se avecinaba entre
huzoor
y
memsahib,
se había metido a tiempo en la casa. Durante mucho rato estuvo ella sola allí con las mejillas arrasadas de lágrimas. Como a través de un velo vio que Mohan Tajid y Jason llegaban a la terraza acristalada, de regreso de un paseo matinal a caballo, ambos de muy buen humor. A Mohan le bastó una mirada. De inmediato ordenó cariñosamente a Jason que entrara en casa. El chico titubeó momentáneamente, miró asustado a Helena y, finalmente, se marchó a regañadientes, porque Mohan se valió de un cachete suave para apremiarlo a obedecer su orden.

Helena lo miró a través de las lágrimas.

—Lo he echado todo a perder —le espetó entre sollozos, y cuando él acercó una silla para estar más cerca, lloró sobre su hombro y echó todas sus penas fuera: sus celos de Shushila, su preocupación por el vestido demasiado ceñido y la disputa de antes. Mohan la escuchó atentamente, en silencio.

Finalmente ella levantó la cabeza de su hombro, se enjugó las mejillas y, cuando Mohan le tendió su pañuelo, se sonó ruidosamente la nariz.

—Seguro que ahora me detesta —murmuró.

Mohan sacudió la cabeza.

—No, seguro que no. Para llegar a odiar a una persona, Ian necesita mucho más que una pequeña disputa. Volverá a sosegarse, le doy mi palabra —añadió para corroborar su afirmación, puesto que Helena parecía dudarlo.

Se incorporó sorbiéndose los mocos.

—Tengo que ir a verlo. ¿Sabe usted dónde está?

Mohan volvió a sacudir la cabeza.

—No, pero aunque lo supiera la haría desistir de tal cosa, no sería buena idea ahora. Espere hasta que se haya desvanecido su cólera; antes no tiene ningún sentido.

—¿Y qué hago mientras todo este tiempo?

La miró con seriedad, pero, al mismo tiempo, con el asomo de una sonrisa en los ojos.

—Vaya arriba, le enviaré a alguien para que se ocupe de usted. Descanse. Diré en la casa que no se encuentra bien. Y a Jason sabré mantenerlo ocupado.

Helena subió despacio la escalera como una escolar castigada. Sabía que se había comportado estúpidamente. Estaba tan arrepentida que habría hecho todo lo posible para deshacer lo sucedido. Se dejó caer con cansancio en el taburete, frente a su tocador, pero evitó todo contacto visual con la superficie plateada del espejo.

Unos golpes suaves en la puerta la hicieron ponerse bruscamente en pie, apartarse rápidamente del rostro los mechones sueltos y enjugarse las últimas lágrimas de la cara. Se quedó helada cuando Shushila entró con cuidado en el cuarto. Realzaba el tono cobrizo de su piel un sari amarillo claro con un ribete de tonos verdes luminosos. Ya no le quedaban fuerzas para estar iracunda, así que solo miraba a la joven con una sensación de humillación por el hecho de que Mohan Tajid la hubiera enviado precisamente a ella.

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