Los exteriores del palacio estaban más bien en un estado ruinoso, pero las habitaciones, sobre todo las de la
zenana
, ubicadas en torno a un espacioso patio interior, se conservaban en buen estado. No obstante, Winston y Mohan repararon las partes dañadas por la mordedura del tiempo, al igual que los viejos muebles que habían dejado sus antiguos propietarios. Una mujer de la aldea, Mira Devi, se mostró muy dispuesta a echar una mano por unos pocos
annas
a Sitara, quien, pese a su avanzado estado de gestación, procuraba con denuedo barrer por lo menos las habitaciones y hacerlas mínimamente habitables antes de dar a luz. Casi todo lo que precisaban lo podían adquirir en el pueblo a cambio de algunas monedas: tarros, fuentes, cucharas, una marmita, ropa de cama y de vestir. Lo que no podían conseguir allí, Mira Devi se lo encargaba a un pariente o vecino de la ciudad más próxima.
El mes de diciembre trajo consigo un viento seco con un frío cortante, pero los antiguos muros le hicieron frente con firmeza. El horno de la cocina en la que cocinaban alegremente Sitara y Mira Devi, conversando cada una en su dialecto hindustaní, y la chimenea al calor de la cual se sentaban todos con frecuencia al anochecer, mientras Mira Devi y Sitara cosían cojines, mantas y ropita de bebé, irradiaban una calidez reconfortante. Al cabo de poco tiempo, Mira Devi dejó su casa a cargo de su marido, de su hijo y de su nuera y se mudó al pequeño cuarto que lindaba con la cocina.
Fue un invierno desacostumbradamente frío y nevó con excesiva prontitud, cubriendo el valle con un fino manto blanco bajo el que todo estaba silencioso y tranquilo. También sobre el nuevo hogar se extendió un silencio solo roto por la voz susurrante de Mira Devi cuando, al calor del fuego y ocupada con sus trabajos de costura, se ponía a contar las antiguas historias del valle, las
kathas
, historias de sucesos maravillosos.
«Hay mucha sabiduría en estas historias —explicó en su dialecto kangri—. Son historias sobre el amor. Tratan del
moha
, el “deslumbramiento”, de la
mamata
, el “cariño posesivo”, y del
prem
, el “afecto que nutre”.»
Contó la historia de un rey a quien sedujo una bella diablesa; la de una madre que cuidaba de su hija soltera; la de una hermana que vivía en la pobreza y compartía su frugal comida con un misterioso visitante; la de una mujer que parió por el pie a un sapo que se convirtió en príncipe.
Contaba historias de princesas y de príncipes, de reyes y comerciantes, de madrastras malas y sacerdotes insidiosos, de héroes valientes y vírgenes virtuosas hasta que llegaba la hora de irse a dormir: Winston y Sitara en su habitación, Mira Devi en su despensa y Mohan en la más exterior de las habitaciones que habían hecho habitables.
Fue una tarde de esas, ya muy avanzado el mes de enero, cuando Mira Devi contó la historia de un rey que tuvo una hija, bella como el día pero con un estigma en la frente. Cuando llegó a la edad de casarse, envió a su sacerdote de la corte para que buscara a un hombre que tuviera esa misma marca.
El sacerdote caminó y caminó, pero no encontró a ningún hombre con esa misma señal de nacimiento. Finalmente llegó a una selva y encontró allí a un león con una mancha en la frente. Decidió que ese sería el esposo de la hija del rey y se lo llevó consigo a palacio. Cuando Mira Devi llegó al pasaje en el que la hija del rey iba a casarse con el león, notó el sudor en la frente de Sitara y cómo sus dedos empuñaban convulsivamente la costura en la que llevaba un buen rato sin dar ninguna puntada. Sin apresuramientos, ayudó a la joven a ir al dormitorio y, a continuación, se puso a hacer viajes apresurados entre la habitación y la cocina, no sin increpar a Mohan y a Winston con vehemencia para que no la estorbaran y se sentaran junto a la chimenea o se fueran a dar un paseo. Finalmente les cerró en las narices la puerta de madera tallada. Winston tenía un nudo en la garganta de oír los jadeos de Sitara, sus exclamaciones de dolor, y el murmullo tranquilizador de Mira Devi, que se oía a través de la puerta, no aplacaba en absoluto sus temores.
Comenzó una espera llena de miedos, hora tras hora. Mientras Mohan perseveraba inmóvil en un rezo silencioso, levantándose solo de vez en cuando para echar más leña al fuego de la chimenea, Winston caminaba sin parar por la pequeña sala, intranquilo y atemorizado, saliendo una y otra vez al frío exterior bajo el cielo de color tinta oscura con las estrellas relucientes para contemplar el valle iluminado por el reflejo de la nieve y pedir ayuda a un poder sin nombre, con humildad y en silencio. Los jadeos y lamentos de Sitara se convirtieron en gritos prolongados, oscuros.
Luego sobrevino una calma repentina, un sollozo, y sonó entonces el primer grito de una nueva vida, enérgico y desaforado, y Mira Devi se echó a reír a carcajada limpia. Winston se levantó apresuradamente, permaneció ansioso, parado delante de la puerta, pero no se atrevió a entrar. Oyó a Mira Devi correr apresuradamente de un lado a otro y, cuando creyó que no iba a poder contener más su impaciencia, se abrió la puerta y Mira Devi los dejó entrar con una sonrisa radiante en su moreno rostro enjuto.
El olor pesado y dulce a sangre y sudor se mezclaba con el aroma fresco a hierbas del incensario que Mira Devi acababa de prender en un rincón de la habitación, y también con el de la ropa limpia. Sitara yacía apagada en los cojines, pálida de agotamiento, pero con los ojos brillantes, inmensos en aquel rostro lívido.
Temeroso de que se le cayera o de aplastarlo con sus fuertes brazos, Winston tomó el hatillo que le tendió Mira Devi y se dispuso a mirar con todo cuidado entre los pliegues del paño. Contempló con asombro aquel diminuto ser, que parecía tan frágil y al mismo tiempo tan lleno de vitalidad.
—Tu hijo —oyó decir a Sitara con la voz ronca por el esfuerzo pero llena de orgullo y calidez, y Winston creyó que estallaría de felicidad.
—¡Tenía mucha prisa por salir —dijo Mira Devi riendo—, y ya sabe perfectamente lo que quiere y lo que no le gusta!
Mohan lo miró por encima del hombro y no se avergonzó de las lágrimas detenidas en sus ojos.
—¿Cómo se va a llamar? —preguntó en voz baja.
—Ian —dijo Winston con determinación, pensando en su abuelo por parte de madre, un hombre estimado que infundía respeto y que había llevado las riendas de la familia con firmeza hasta una edad muy avanzada.
—Rajiv —dijo Sitara desde la cama con no menos determinación y tendiendo los brazos hacia su hijo—. Rajiv —insistió con énfasis cuando Winston se lo entregó y ella miró la carita diminuta. Había una expresión de amor desbordado en sus ojos cuando besó al recién nacido y añadió en susurros—: Reyecito
.
—Levantó la vista, miró alternativamente a Winston y a Mohan, y en ese momento se vio por completo como una orgullosa hija rajput—. ¡A pesar de todo lo sucedido, él sigue siendo un descendiente de Krishna y lleva en sus venas sangre de príncipes!
Durante unos instantes reinó el desconcierto por aquel dilema, hasta que el rostro de Mohan se iluminó.
—Es mitad rajput, mitad
angrezi
. Quizá tenga que decidirse un día por una de las dos partes... Debería llevar los dos nombres.
Y así fue como sucedió.
La nieve se derritió por la acción de los aguaceros que descargaron sobre las colinas de Kangra, y lo que quedaba del invierno transcurrió al ritmo que fija un recién nacido a su mundo. Winston, condenado a la inactividad, se pasaba con frecuencia las horas al lado de la sencilla cuna que había construido con más sentido práctico que habilidad, y contemplaba con asombro a su hijo dormir y soñar, crecer y transformarse a diario. Se turnaba con Mohan Tajid para mecerlo por las habitaciones cuando lloraba de noche. Su piel era clara, casi blanca, y Winston se avergonzaba de sentir alivio porque su hijo era indistinguible de un niño de origen europeo puro. El parto había debilitado mucho a Sitara; había perdido mucha sangre y solo poco a poco iba recuperando las fuerzas; sin embargo, insistió en alimentar al pequeño ella misma, y Mira Devi, que seguía esperando la llegada de su propio nieto, velaba por él con todo el cariño.
El mes de marzo no sabía si mantenerse fiel al invierno o dar paso a la primavera en el valle. Oscuras y dramáticas se apelotonaban las nubes sobre los campos nevados y los glaciares de las montañas al noreste, pero al este brillaba siempre el sol, trayendo consigo el brillo de la vegetación, que brotaba verde en los campos que las mujeres del pueblo trabajaban con sencillas azadas. Desde lejos, con sus vestimentas variopintas, parecían aves del paraíso picando en el suelo fértil. Las delicadas flores de los frutales temblaban cuando se levantaba viento y las ovejas balaban malhumoradas en los apriscos. El marido de Mira Devi, venido desde el pueblo, los ayudó a cultivar un huerto frutal y algunos campos, sacudiendo la cabeza por la ignorancia de aquellos forasteros.
El mes de abril trajo el calor del sol y un verde rebosante por todas partes, aunque las cumbres de la cordillera Dhauladhar seguían destellando con el blanco de la nieve. Sitara, apenas se sintió mejor, se dedicó con denuedo a dar retoques a la casa y en el huerto, con el bebé atado a la espalda y la vestimenta tradicional de las mujeres del valle:
salwar
, pantalones anchos ceñidos a los tobillos, y una túnica de manga larga hasta las rodillas, la
kurta
. Un chal transparente, el
dupatta
, por encima del pecho y los hombros, le cubría el cabello, atado muy tirante en una trenza. Llevaba con orgullo el punto rojo en la frente, símbolo de la mujer casada. Nadie le pidió ningún documento y la misma Sitara no precisaba de ninguno para sentirse la esposa legítima de Winston. También llevaba adornos realizados por un orfebre; sin remordimientos había empleado Winston dinero de la Sociedad que le había dado su amigo para comprarle esas alhajas. Las había adquirido en el pueblo, un día que fue con el marido de Mira Devi a buscar semillas, plantas y sus primeras ovejas y cabras. Se sentía un poco culpable porque solo le habían costado unos pocos
annas
; sin embargo, Sitara lucía con alegría y orgullo todas aquellas pulseras, los adornos para la nariz y las cadenitas de los pies con cascabeles.
Prosperaba a ojos vista como madre y como sencilla mujer campesina, se mezclaba en la comunidad de las mujeres del pueblo, rezaba con ellas a los dioses, en primer lugar a Shaktí, la Madre Divina, y Winston la encontraba más bella y deseable que nunca. Sin embargo, a menudo se sorprendía a sí mismo pensando cosas que lo obligaban a detenerse mientras trabajaba en el campo al lado de Mohan. «Pero ¿en qué me he convertido?», pensaba con frecuencia cuando divagaba sobre épocas anteriores de su vida, sobre los sueños de una carrera militar, la fama y el éxito, sueños que había tenido en su momento y que le parecían muy lejanos. «¡De soldado a campesino!» La amargura se apoderaba de él, haciéndole reaccionar a menudo con irritación y agresividad. Sentía profundos remordimientos cada vez que Sitara apartaba de él, herida, la mirada. Envidiaba a Mohan Tajid, quien, al parecer, no se lamentaba en absoluto de la pérdida de su condición de príncipe rajput; hacía su duro trabajo en el campo sin que otra cosa lo perturbara, bromeaba con los campesinos y artesanos del pueblo, andaba piropeando a las mujeres solteras y a las ancianas desdentadas y jugaba durante horas con su sobrino, al que adoraba. Winston no comprendía cómo su amigo y hermano había podido adaptarse tan fácilmente a esa nueva vida sin remordimientos, sin nostalgia, cuando él andaba siempre insatisfecho, lamentándose continuamente por lo que había dejado atrás.
El verano cubrió el valle con las brasas del sol y los vientos cálidos trajeron algunos días al valle el polvo de las llanuras del Panyab. Florecían en los jardines los lirios canna, de color escarlata, y numerosos árboles se habían puesto un vestido de fiesta de color rosa intenso. Las montañas estaban desnudas y el granito negro mostraba las manchas amarillentas de los glaciares perpetuos. El arroyo cristalino que se encontraba a poca distancia del palacio, crecido con las aguas del deshielo de la cordillera y de los chaparrones, corría deprisa murmurando por su cauce pedregoso.
En julio disminuyó el calor, las nubes hinchadas se cernían sobre el valle tapando las omnipresentes montañas, y el monzón se derramó. El maíz estaba ya muy crecido; bajo las lluvias torrenciales, los hombres arrancaban las plantas de arroz y, tras sus huellas, las mujeres enterraban nuevos brotes. Los nuevos matices de verde lo cubrían todo y de las hendiduras de los troncos nudosos de los árboles brotaban orquídeas amarillas, rojas y de color rosa.
La lluvia cesó y llegaron los días dorados de la cosecha. Había frutas y verduras en abundancia y, tras la recolección del maíz, comenzó a madurar el trigo.
Llegó un nuevo invierno, más suave en esta ocasión y, tras él, una nueva primavera con praderas floridas sobre las cuales revoloteaban en danzas las mariposas. Una de las yeguas parió un potro, las ovejas parieron corderos, el huerto dio abundante fruta.
Así transcurría el tiempo en el valle de la alegría, tranquilo y reposado, siguiendo el ciclo de las estaciones y de la vida. En aquel valle verde, a la sombra de las montañas, entre los muros pintados del palacio rajput, iba prosperando Ian como las plantas en el huerto de su madre; comenzó a gatear, a balbucir sus primeras palabras, a hacer sus primeros progresos de la mano de Mira Devi. Fue descubriendo el pequeño mundo que le rodeaba. Era un niño alegre, protegido por el amor de su familia, de la comunidad del pueblo, en la paz del valle que nada era capaz de perturbar.