—Rubíes —murmuró Ian—. Le gustan los rubíes —dijo, y parecía un escolar descubierto in fraganti.
Helena mandó que le mostraran muchas piezas e intentó elegir conforme a su propio gusto y lo que creía que podía ser del agrado de Shushila. Estaba demasiado concentrada mirando las piezas elegidas como para darse cuenta de la mirada penetrante con que la observaba Ian. Finalmente se decidió por dos brazaletes con figuras en relieve, una pulsera con puntitas de rubí y unos pendientes a juego. El vendedor redondeó generosamente el precio a la baja porque le gustó esa
memsahib
que lo trataba con consideración, sin aires de superioridad, y que incluso hablaba fluidamente en hindi.
Cuando Helena cogió el paquetito e Ian tendió al orfebre los billetes, oyó que le decía en voz baja, por encima del hombro:
—A veces eres para mí un enigma.
Ella se lo quedó mirando con una sonrisa pícara.
—¿Solo a veces? ¡Conservo entonces mucho en mi haber por todas las veces que yo he pensado eso de ti!
Ian no le respondió, pero por la manera en que arqueó las comisuras de los labios en un gesto de satisfacción y el brillo particular de sus ojos en ese instante, su corazón brincó de contento.
Pasaban volando los días. Habían llegado los primeros paquetes de la sastrería de los Wang y Helena había empezado a llevar por casa durante el día los vestidos de calicó, sencillos pero no por ello menos bellos. Siguió usando la blusa, los pantalones y las botas para los paseos a caballo o para trabajar en el huerto, porque era incapaz de acostumbrarse a ir a mujeriegas, precariamente, sobre el lomo de un caballo. Por las noches, durante las escasas horas libres, llevaba el sari, naturalmente, con el cual se podía mover libremente y se sentía más femenina y sensual que con ninguna de las otras prendas.
Helena iba a toda prisa de un lado para otro entre la cocina, la lavandería y las despensas, porque quería tener la casa limpia como una patena antes de la cosecha y andaba inspeccionando ropa, plata y vajilla, sustituyendo lo dañado o las piezas que faltaban y eliminando manchas. De vez en cuando se tomaba un respiro en el huerto, donde plantaba con el jardinero jefe, buscaba plantones y plantas crecidas en el invernadero, daba vueltas y más vueltas a los catálogos de semillas y, no raras veces, discutía con el hombre porque consideraba sus deseos impracticables.
—¡Rosas! —decía resoplando el jardinero—.
Memsahib
, con todos mis respetos... ¿Rosas? Rododendros, sí, ¡pero rosas!
—¡Pues sí, Vikram, rosas! ¡Si prosperan en Inglaterra, tanto mejor lo harán aquí! Rododendros tenemos Dios sabe cuántos ya —le replicaba ella acaloradamente, señalando hacia un punto cercano a la escalera que daba a la terraza acristalada—. Y aquí quiero amapolas.
—¿Amapolas? —Vikram soltó un gallo—. ¡
Memsahib
, pero si la amapola es una mala hierba!
—¡Para mí no lo es! ¡Aquí van amapolas, y se acabó la discusión! —Subió enérgicamente los escalones y desapareció dentro de la casa.
Vikram se apoyó en su laya y se rascó la barba hirsuta sonriente. ¡Vaya
memsahib
se había traído su señor de Inglaterra! Sabía lo que quería y lo imponía sin dejarse enredar, y eso sin ser arrogante ni grosera. Se vanagloriaba con orgullo de su nueva señora cuando se encontraba en la ciudad con uno o con varios de sus conocidos, que se ganaban el jornal con otros plantadores. La envidia que se les notaba al compararla con sus propias
mems
, pendencieras y caprichosas, lo llenaba de satisfacción. ¡Pues claro que tendría sus rosas y sus amapolas, por supuesto! Negociar y discutir formaba parte de su trabajo, igual que escardar los sembrados, plantar y regar, y eso lo aprendería su
memsahib
con toda seguridad algún día. Con gesto alegre hundió la laya en la tierra pesada con el pie y levantó la primera palada del futuro bancal.
Helena estaba inspeccionando el contenido bien doblado y apilado de uno de los armarios que una de las chicas le mostraba con orgullo, cuando un ligero crujido en la escalera le hizo aguzar el oído. No era el paso pesado de las botas de Ian ni de Mohan Tajid, tampoco la subida o bajada apresurada y ágil de alguna de las chicas con sandalias ligeras y a menudo acompañada del delicado sonido de sus adornos, sino un paso cansino, algo irregular. Con un mal presentimiento, se fue corriendo hacia el comienzo de la escalera.
—¿Jason? —exclamó incrédula—. ¿Cómo es que ya estás de vuelta?
Era a mediados de abril; desde hacía dos semanas, Jason se iba de la casa el domingo por la noche y no regresaba hasta última hora de la tarde del viernes. El primer fin de semana había hablado con alegría de los profesores, de sus asignaturas, de los compañeros de clase, y Helena se había sentido aliviada de que hubiera comenzado su etapa escolar con tanto entusiasmo. Pero ese día no era más que jueves, y algo en Jason, su manera de quedarse de pie allá arriba, en la escalera, inseguro y volviéndose hacia ella solo a medias para evitar sus miradas interrogadoras, la desasosegó profundamente.
—No volveré allí nunca más —dijo con voz apagada antes de subir los últimos peldaños y cerrar la puerta de su habitación.
Se había esforzado por mantener un paso uniforme, pero a Helena no se le pasó por alto que apoyaba con más cuidado un pie que el otro. Helena titubeó un instante y subió la escalera a toda prisa.
Jason yacía de bruces en la cama con la cara oculta sobre los brazos cruzados. Su hermana se sentó con cuidado en el borde de la cama y le puso una mano en la espalda.
—¿Qué ha sucedido?
El chico estaba callado, pero no conseguía reprimir los sollozos que recorrían su cuerpo. Helena lo giró hacia ella con delicadeza y se asustó al ver la herida, ya con costra, junto a su ojo izquierdo, la hinchazón del pómulo, que comenzaba a amoratarse.
—Me he caído —dijo porfiado, pero la voz le tembló y de sus ojos brotaban unas lágrimas gruesas que se quitaba con rabia.
—No te creo —le espetó Helena sin compasión, al tiempo que le sacudía con mucho cariño—. Dime, ¿qué ha sucedido en realidad?
Jason intentó sin mucha convicción deshacerse de ella, pero no le quedaban ya fuerzas, y todo salió de él como un torrente de montaña. Entrecortada e incoherentemente, interrumpido con frecuencia por los sollozos, contó haber hecho el ridículo más absoluto tanto en el cricket como en el rugby porque era el único que no se sabía las reglas; le contó las pullas contra Ian, a quien Jason había intentado defender en vano; le habló de los libros, desaparecidos sin dejar rastro, y de una regla que nadie había podido tampoco localizar y que le había valido varios puntos de penalización; le habló de los empujones y las zancadillas que había tenido que soportar, de los gritos maliciosos de «empollón, empollón»; le contó que le habían vaciado un orinal encima mientras dormía, la consecuencia de lo cual había sido una reprimenda por escrito del director y que desde entonces los demás escolares lo llamaran «meón» entre carcajadas sarcásticas. Todo aquello había culminado en una pelea, durante el recreo del mediodía, ese mismo día, en la que Jason había sido inferior sin remedio frente al cabecilla del grupo que llevaba la voz cantante, Hugh Jackson, y a su adlátere, Frank Bennett. Sin recoger sus cosas se había encaminado a los establos, ciego de la rabia y de la humillación, había cogido su silla y su caballo y se había marchado a todo galope de allí. Se avergonzaba de esa huida cobarde, pero estaba decidido a no regresar nunca más a St. Paul.
Helena le dejó hablar y llorar y golpear con rabia la almohada sin decirle nada. No sabía qué consejo ni qué consuelo darle. Cuando por fin se calló, le enjugó la cara mojada y se dio cuenta de que, después de haber vaciado el buche, lo que deseaba era estar a solas.
—Te prometo que no tendrás que ir más a la escuela si no quieres.
Jason asintió con poca convicción y se pasó la manga con gesto porfiado por la nariz mojada. Helena le acarició el pelo enmarañado y revuelto y cerró suavemente la puerta tras de sí. Luego inspiró profundamente, como si tuviera que exhortarse a mantener la calma, antes de bajar a toda prisa la escalera, entrar en la cocina y encargar a una de las chicas que le subiera una bolsa de hielo y una taza de chocolate caliente. A continuación salió apresuradamente de la casa. Necesitaba un poco de tiempo y de distancia para reflexionar.
Caía la tarde; el sol bajo se hundía en las agrietadas paredes del Himalaya en un baño de oro cuando Helena se dirigió a la dehesa a grandes y airadas zancadas. Estaba fuera de sí, furiosa con los infames diablillos que habían fastidiado a Jason de aquella manera, indignada por la indiferencia de los profesores, a malas con el destino de verle colgado a su hermano también aquí el sambenito de marginado.
Siempre iba al mismo lugar cuando en su cabeza bullían los números, las listas de la compra, los turnos para lavar la ropa, pulir la cubertería, combinar las comidas. Mientras contemplaba los caballos que masticaban la hierba jugosa mirando ociosos el paisaje y, de pronto, de un segundo al otro, agitaban las crines y echaban a galopar por un impulso interior, daban una vuelta, volvían de nuevo a un paso más lento, se detenían, se perseguían o se restregaban el cuello entre sí, Helena tenía la sensación de poder tranquilizarse y respirar hondo. Con una mueca huraña apoyó los brazos cruzados en una estaca del vallado y puso la cabeza encima, meditando qué hacer, cuál era la mejor manera de ayudar a Jason. Sintió cómo se distendía prácticamente al momento, cómo hacía acopio de fuerzas, cómo sus pensamientos, que pocos momentos antes eran un remolino de ira, comenzaban a sosegarse simplemente viendo aquellos animales.
Sarasvati
se había recuperado por completo del parto; su pelaje era como carbón brillante, y
Lakshmi
, una réplica en miniatura de su madre, trotaba a su alrededor con orgullo sobre sus largas patas, daba descarados empellones a los otros caballos, olfateaba con curiosidad el aire que venía de las montañas, y buscaba una y otra vez la cercanía de su madre. Los caballos de Shikhara eran únicos; Helena no había visto nada semejante en su vida. Aunque se notaba a la legua su sangre árabe, parecían más templados que sus parientes, menos nerviosos aunque no menos temperamentales. Era como si se unieran en ellos la fuerza eterna de las montañas, la rapidez del viento y el fuego del sol, y como si se empaparan de la lluvia y se impregnaran de los bosques y los prados de un verde oscuro, exuberantes. Todo ello confería a su piel un lustre especial.
Un ruido en la hierba detrás de ella hizo que levantara la cabeza y el corazón le dio un brinco cuando vio a Ian a trote ligero por la dehesa. Se pasaba los días enteros en las plantaciones de té y en la fábrica, porque se acercaba a marchas forzadas la época de la cosecha. Iba a dar comienzo una actividad frenética fuera y dentro de los edificios alargados situados entre los campos verdes, hasta entonces adormecidos. Siempre la impresionaba la planta de Ian. Se asombraba de cómo parecía formar un solo ser con el caballo, como si hubiera venido al mundo en una silla de montar, y en momentos como esos sentía su amor por él con una viveza tal que le cortaba el aliento. Y al mismo tiempo se dolía porque seguía siendo un extraño para ella. Los momentos de cercanía eran fugaces, tan inconstantes como las nubes que se acercaban desde las montañas y desaparecían nuevamente en el azul del cielo.
Unos pocos pasos antes de llegar a la dehesa detuvo a
Shiva
y desmontó, condujo al caballo hasta la valla de madera y dio una vuelta a las riendas en el barandal.
—¿Qué te aflige? —le preguntó él a modo de saludo.
Helena hundió el tacón de su bota en el suelo húmedo y vio cómo él aplanaba las briznas de hierba y removía la tierra oscura echándola a un lado, enfadado y contento a partes iguales de creer conocerla tan bien.
—Jason —dijo ella finalmente con un profundo suspiro, sin apartar los ojos de los caballos—. La escuela.
En pocas frases le explicó lo que le había sucedido a su hermano. Ian la escuchó con suma atención y permaneció en silencio cuando ella acabó su relato, mirando uno de los caballos, que se encabritó con un relincho y en un galope atronador recorrió la dehesa de parte a parte para luego detenerse, resollando. El rostro de Ian era impenetrable, sus ojos, insondables, como si estuviera escuchando un eco de sus palabras imperceptible para Helena. Brevemente tuvo la sensación de que algo se lo había llevado de su lado a otro mundo, a otro tiempo, como si lo perdiera en ese instante. Sin embargo, no se atrevía a tocarlo para asegurarse de que seguía a su lado, de que no era una ilusión de los sentidos, como si los separara un muro invisible. Pero cuando él la miró cesó el encantamiento, solo recordaba esa sensación algo en su voz, ronca y desigual, como la huella de una disonancia.
—¿Te parece bien si voy a verle un momento? Me parece que este es un asunto de hombres.
Helena titubeó y miró a Ian con irritación cuando este se echó a reír de repente.
—¡Claro que no te parece bien! —dijo, divertido. Agarró la barbilla de ella y le pasó el pulgar suavemente por el hoyuelo—. ¿Sabes lo parecidos que somos tú y yo en el fondo? —le susurró con chispitas en los ojos—. A ti te importan tan poco como a mí las normas de conducta de las damas y los caballeros. A ti te gusta tanto como a mí tener las riendas en la mano, y te defiendes cuando alguien te las quiere quitar. Siempre querrás imponer lo que se te pase por la cabeza, exactamente igual que yo. —Con una sonrisa delicada la soltó súbitamente y agarró las riendas de
Shiva
. Helena lo vio marcharse al trote, sin prisas, hacia la casa.