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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (31 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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—El único que vive en un radio de muchos kilómetros es un carnicero. Ian no le confiaría jamás uno de sus caballos. Por suerte nos ha despertado uno de los mozos nada más darse cuenta de la situación.

Tras un breve titubeo, Helena entró en el box a paso muy lento para no asustar a la yegua. Crujió la paja cuando se arrodilló para acariciarle la testuz. Las herraduras de
Sarasvati
se movieron sin control cuando un dolor violento recorrió todo su cuerpo. Llena de dolor y de miedo levantó la cabeza hacia Helena para recostarla a continuación en su regazo, exhausta. Helena le acariciaba la piel sudorosa, le susurraba palabras cariñosas, le pedía que aguantara y le prometía que todo saldría bien.

Disimuladamente miró a Ian, quien no parecía haberse dado siquiera cuenta de su presencia. Su rostro, oscurecido por la barba, era una máscara de desesperación y rabia. Al mismo tiempo trataba al animal con tanto amor que el corazón de Helena se ablandó contra su voluntad.

Fue una noche muy larga para todos y, acabado ya todo, Helena no habría sabido decir cómo lo consiguieron ella, Ian, Mohan Tajid,
Sarasvati
y dos de los mozos de cuadra. Le parecía que todo se había desarrollado en ese espacio difuso que hay entre el sueño y la vigilia, pero cuando despuntó el día el potrillo estaba allí, real y tangible, negro como su madre, envuelto en una membrana viscosa de color blanquecino y violeta que se apresuraron a retirarle para frotar luego su cuerpo delgado y húmedo con manojos de paja.

Sarasvati
estaba levantada, con las patas temblorosas, mirando con párpados cansinos, casi con perplejidad, el pequeño que tanto trabajo le había dado, que tantos dolores le había ocasionado. Aturdido, el potro yacía como si no pudiera creer haber logrado encontrar el camino para salir del vientre de su madre. Un espasmo le recorrió el cuerpo; resolló de un modo que pareció un estornudo, irguió la cabeza y se puso a mover inquieto las pezuñas, como si, después de haber tardado tanto en llegar, tuviera mucha prisa por explorar el mundo. Todos prorrumpieron en una carcajada, liberados y sin aliento, e Ian miró a la cara a Helena.

—¿Cómo quieres que se llame?


Lakshmi
—respondió Helena sin titubear—. La diosa de la fortuna debe de haber puesto su mano sobre ella esta noche.

Ian se la quedó mirando fijamente con una expresión en los ojos que ella no era capaz de interpretar y, por un instante, creyó haber dicho algo equivocado; luego sonrió y asintió con la cabeza.

—Eso mismo estaba pensando yo.

Helena oyó a Mohan murmurar algo sobre preparar un desayuno en la cocina y vio cómo se alejaba, pero apenas le prestó atención, fascinada mirando cómo
Lakshmi
se ponía en pie con gran esfuerzo, cómo sus patas finas, que daban la sensación de ser demasiado largas, se le doblaban por las rodillas nudosas, le resbalaban las pezuñas y parecía enfadada por no haberlo conseguido al primer intento. Helena se disponía a ayudarla, pero Ian le puso una mano en el brazo.

—Déjala —dijo con suavidad—, tiene que lograrlo por sí sola.

Por fin pudo mantenerse en pie el recién nacido, si bien con inseguridad todavía, y relinchó brevemente como una exclamación de triunfo.
Sarasvati
la empujó con cuidado con el hocico;
Lakshmi
volvió la cabeza hacia su madre y respondió a su saludo con tanta vehemencia que las patas traseras se le doblaron de nuevo, aunque volvió a estirarlas con obstinación antes de pegarse con resolución al cuerpo de la yegua. Poco después la oyeron chupar con avidez su primera leche.

Helena no pudo reprimir algunas lágrimas de alegría, y fue feliz cuando Ian se puso detrás de ella y la abrazó estrechándola contra sí. Sentía sus latidos a través de las camisas de ambos, húmedas de sudor por tantas horas de esfuerzo. Helena creyó percibir en el ritmo del corazón de Ian el eco del suyo.

—Es tuya —murmuró él en su pelo, y su aliento cálido hizo que un agradable estremecimiento le recorriera la nuca—. Porque es igual de enérgica y obstinada que tú. —Pareció titubear, y a continuación añadió—: Vamos a desayunar a la ciudad.

No era eso lo que ella hubiese querido escuchar después de su disputa, después de las palabras hirientes de hacía unas horas, pero intuyó que estaba haciendo más concesiones de lo habitual y eso fue suficiente para ella.

20

Situadas en las cumbres montañosas, como guardianes sublimes que dominaban los llanos abrasados por el calor, cada metrópoli de la India británica tenía su
hill station
, un refugio de los ardores del verano gracias a su brisa fresca y su aire puro: Delhi contaba con Simla, Mussorie y Dehra Dun, en la parte occidental del Himalaya; Bombay tenía Mahabaleswar y Poona; Madrás contaba con Ootacamund, en las colinas azules de Nilgiri. Concebidas originariamente como sanatorios para los militares y civiles de la Compañía de las Indias Orientales que no podían permitirse viajar a Suráfrica, Australia o de vuelta a Inglaterra para disfrutar de un cambio de aires curativo, no tardaron en ser visitadas por gobernadores y gobernadores generales que ni siquiera con aquel aire fresco querían renunciar al desempeño del poder. Se construyeron calles y bungalows con dinero público, los sanatorios se convirtieron en cuarteles generales de políticos y militares, en centros de poder de los que partían órdenes que eran ejecutadas con una impunidad aparentemente olímpica.

La vida social siguió a la militar, y las
hill stations
se convirtieron en reflejos coloniales de Bath o de Brighton. Eran los lugares preferidos por las mujeres para traer al mundo a sus hijos y educarlos; para los encuentros de jóvenes caballeros y damas educados, conforme a todas las reglas exigidas por el buen tono, su cortejo y su boda; por los funcionarios ambiciosos que deseaban hacer contactos que impulsaran su carrera; por jubilados cansados de tantos años de servicio en aquel país implacable para gozar en el atardecer de sus vidas; por inválidos y enfermos para descansar o morir en paz. Aguerridos oficiales,
femme
s
fatales
, burócratas con ambiciones y amas de casa aburridas formaban un corro abigarrado, se visitaban, tomaban el té y daban largos paseos, celebraban partidas de caza y meriendas en los bosques cercanos, cenas, bailes opulentos, carreras de caballos, funciones teatrales y compartían todo tipo de chismorreos y cotilleos. Setos cuidadosamente podados bordeaban las calles y sendas en forma de meandros; rosas, fucsias, lirios, dalias y campanillas adornaban los jardines de las mansiones góticas, de las casas de campo estilo Tudor con las vigas en entramado y de los chalets suizos parecidos a las galletas especiadas de las Navidades; los huertos producían montones de coliflores, perejil, fresas, manzanas y peras. Las
hill stations
, rodeadas de espesos bosques y praderas, eran una parte de Inglaterra; colmadas de reminiscencias nostálgicas de la tierra natal, que se echaba dolorosamente de menos, eran más inglesas incluso que la madre patria, alejadas como estaban de la suciedad, la miseria y del exotismo impío de la India.

Tan solo Calcuta había carecido hasta los años treinta de un refugio similar, de modo que el gobierno colonial mandó buscar un lugar apropiado para construirlo en la parte occidental del Himalaya. Encontraron Rdo-rje-ling, «el jardín del destello del diamante», un puesto defensivo abandonado por el pueblo guerrero de los gurkha, situado entre Bengala y las fronteras de los reinos del Nepal, Tibet, Bután y Sikkim. Dieron comienzo con discreción las negociaciones con el rajá de Sikkim, a cuyo territorio pertenecía Darjeeling, tal como lo denominaban los ingleses. Cinco años duró ese diplomático tira y afloja, hasta que, finalmente, en 1835, Darjeeling se convirtió en parte de la Corona británica. Sin embargo, pasarían otros cuatro años antes de que comenzara la construcción de la carretera que uniría Darjeeling con los llanos de Bengala. Surgió una diminuta y rudimentaria urbanización, con senderos de piedra que comunicaban las chozas de mimbre trenzado y piedra sin labrar. Cientos de personas talaban la selva afanosamente, como hormigas, para despejar su parcela.

Cuando la calesa conducía a Helena, Ian, Mohan Tajid y Jason por la Mall, la calle principal de Darjeeling, apenas podía adivinarse nada de aquellos esforzados comienzos. Sin embargo, la influencia de las más de cien plantaciones de té que cubrían las colinas y valles vecinos era claramente visible. Pese a toda su prosperidad, Darjeeling carecía de lo mundano, de lo elegante de las demás
hill stations
. La ciudad seguía siendo sencilla y rústica, reflejaba la dura vida de los plantadores de té, el folclore multicolor de las gentes de las montañas. Partiendo del punto más elevado de la ciudad, el Chowrasta, desde el cual se divisaban, entre abedules afiligranados, el mar de huertos y de bosques de rododendros de color verde intenso y las azuladas crestas de las montañas coronadas de nieve, la Mall se extendía por la ladera de la colina. En esa calle había hoteles, una oficina de Correos y Telégrafos, bancos y un sinnúmero de tiendas pequeñas frente a la torre de San Andrés, de estilo típicamente gótico anglicano. Todavía no había empezado la temporada de verano y seguía siendo bastante agradable la temperatura para las
memsahibs
, sus hijos y criados. Por ese motivo las calles de Darjeeling estaban prácticamente desiertas y los rostros europeos eran una minoría. A Helena, con el vestido que el día anterior la había deprimido tanto y al que Yasmina había corrido algunos ganchitos durante su aseo matinal, ataviada además con un sombrero a juego verde y blanco y una fina sombrilla, no le pasaron desapercibidas las miradas hostiles de las mujeres vestidas de sencillo calicó que pasaban al lado de su elegante carruaje, ni tampoco los saludos intencionadamente breves de los hombres ataviados con la típica ropa de plantador, consistente en camisa blanca, pantalones largos blancos y salacot, que iban montados en sus caballos. Ian, con un elegante traje gris claro, sin sombrero, con un brazo apoyado indolentemente en el respaldo del carruaje, parecía incluso disfrutar con aquello.

—No parece que seas muy popular por aquí —dijo ella finalmente.

—Se puede decir de esa manera, sí. —Divertido, respondía a las miradas de los transeúntes de un modo tan provocador que estos bajaban la suya indignados—. Pero no le doy demasiada importancia. Prefiero que se me respete, y aquí se me tiene un respeto ¡de padre y muy señor mío!

—¿No van las dos cosas juntas, el respeto y el aprecio?

Él sacudió la cabeza.

—No, Helena, no cuando se tiene una posición como la mía. Aquí poseo una de las mayores plantaciones de té, y mi té es el mejor. No me avergüenzo de tal cosa. Estoy orgulloso de ello y lo demuestro. —Dos mujeres con vestido de algodón a rayas los miraron y se pusieron a cuchichear mientras pasaban a su lado, con las cabezas juntas bajo los sombreros de paja de ala ancha. Helena se sintió desagradablemente incomodada.

—Se olvidan de que yo empecé exactamente igual que ellos —prosiguió Ian con el ceño fruncido y un matiz de dureza en la voz—. Talé la selva con mis hombres, sufriendo las mismas penalidades, árbol tras árbol, amenazados por los tigres y las serpientes igual que ellos, plantando con mis propias manos las primeras plantas. Pero no han olvidado que yo fui uno de los primeros particulares a quienes se les permitió poseer tierras aquí después de que únicamente las sociedades estatales estuvieran autorizadas a cultivar sus plantaciones experimentales. No han olvidado que pude comprar mucha tierra y pagar a mucha gente que la hizo apta para el cultivo. Y sobre todo no me perdonan que mis plantas sean más resistentes, y su producto, de calidad superior. Cometí el pecado de construirme una casa grande en lugar de uno de esos tristes bungalows de dos habitaciones, el pecado de disfrutar tan ostensiblemente de los frutos que me reportan hoy las duras labores de aquel entonces. Para ellos soy alguien sospechoso, porque saben que los trabajadores en Shikhara están mejor pagados y que les doy un buen trato. Se dice que «confraternizo» con los autóctonos —dirigió una divertida mirada de soslayo a Helena—. ¡Un pecado mortal para un
sahib
! Andan esperando que mi gente prenda fuego una noche a la casa, porque creen que solo la mano dura británica es la mano justa. Aguardan con impaciencia una mala cosecha, una plaga de parásitos. Si pudieran, me echarían de mis tierras, mejor hoy que mañana. Si encontraran algo de lo que culparme... —Meditabundo pasó un dedo por los zarcillos del estampado del vestido de Helena—. Pero no hallarán nada porque yo no cometo ninguna falta. Probablemente crean que le he vendido mi alma al diablo.

—¿Y bien? ¿Se la has vendido de verdad? —le preguntó ella retadora, levantando una ceja.

Ian echó la cabeza atrás con una carcajada.

—Tal vez. —Le dirigió una mirada radiante y satisfecha, y un instante después se puso serio, casi sombrío—. Tú ya sabes que todo tiene un precio.

El carruaje se detuvo con una breve sacudida y el cochero saltó para desplegar los escalones y abrirles la portezuela. Jason, con pantalones grises, tirantes rojos, camisa a rayas y los zapatos enlustrados, se apeó de un salto y comenzó a pasar su peso de una pierna a otra con impaciencia.

—Nosotros los seguiremos después —dijo Mohan, haciendo una seña a Ian, que en ese momento ayudaba a Helena a bajar del carruaje.

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