Helena habría tenido muchas cosas que contar a Margaret sobre la espléndida fiesta que se había organizado a finales de enero en Surya Mahal para celebrar que Jason cumplía doce años; sobre el paciente caballo castrado («¡No un poni, sino un caballo grande de verdad!») que Ian le había regalado y con el que tanto Ian como Mohan se turnaban para darle clases de equitación, al principio en el gran patio del palacio, posteriormente a una distancia cada vez mayor de la seguridad de los muros en aquella estepa invernal. Habría podido escribirle cómo, bajo la dirección de Djanahara, estaba aprendiendo los puntos de los bordados tradicionales en seda fina y en paños de lana más toscos, así como la preparación de los chutneys y de las mezclas de especias, las
masa-las
de la cocina de Rajputana, y que todo eso le deparaba una gran alegría contra todo pronóstico; de las largas veladas junto al fuego de la chimenea, en las que Mohan Tajid e Ian jugaban en silencio al ajedrez, mientras Jason se enfrascaba en la lectura de uno de los voluminosos libros de la biblioteca y los dedos todavía inexpertos de Helena luchaban con los hilos de colores, finos como cabellos, que no había manera de encajar en los modelos afiligranados o Mohan le leía en voz alta los antiguos mitos y epopeyas: la Bhagavadgita o todo el Mahabharata, las Upanishad y el Ramayana. En estas historias, los dioses y demonios luchaban entre sí; guerreros y reyes, familias enteras de la nobleza sufrían y se amaban, se odiaban y morían y se les rendía honor en versos compuestos con mucho arte.
Habría sido la verdad, y sin embargo, ese relato de un idilio sin tacha habría resultado falso, incompleto, pues también estaban esos momentos en los que su mirada se encontraba con la de Ian, en los que el fuego en sus ojos le hacía tragar saliva y le quitaba el aliento; noches en las que creía consumirse y diluirse bajo sus caricias y sus besos, y que convertían aún en más heladas las sábanas vacías a su lado a la mañana siguiente. Había momentos en los que él reía y bromeaba con ella, se volvía locuaz hablándole de la historia del palacio, las familias de los Chand y los Surya, de que había pasado casi una década de su vida en Surya Mahal... De pronto, al instante siguiente, enmudecía y, cuando ella le preguntaba por el motivo, sus ojos se volvían fríos como el ónice y su rostro se contraía en una mueca impenetrable. Había momentos de felicidad en los que ambos estaban tan cerca el uno del otro que Helena apenas lo soportaba, y otros tantos en los que Ian irradiaba esa frialdad y esa dureza tan propias de él con las que la mantenía a distancia, tanto que ella sentía frío en su presencia.
¿Cómo habría podido expresar con palabras lo que a ella misma le parecía completamente incomprensible? ¿Cómo habría podido contarle a Margaret, a su Marge, que anhelaba tanto entenderlo, compartir su vida y todo lo que lo emocionaba y ocupaba, si ese deseo era también nuevo e inconcebible para ella misma? Le habría parecido casi una traición acusarlo de algo, pues no había motivo para tal cosa. No obstante, no podía considerarse feliz. Era como si sintiera la cercanía de la felicidad y no supiera por dónde agarrarla para poseerla.
Helena dejó la pluma. Le dolía el bajo vientre. El período se le había presentado siempre de manera irregular, y le había venido hacía dos días. Tan asombrada como extrañada, roja como un tomate de vergüenza, le había pedido a Nazreen que le mostrara el musgo que debía recoger la sangre del interior de su cuerpo. En un principio le pareció raro, incluso indecente, pero se acostumbró rápidamente a la libertad y a la despreocupación que nunca había experimentado con las incómodas y gruesas tiras de tela sujetas a un cinturón bajo las largas faldas. Conforme a las estrictas reglas del hinduismo, no debía estar en ese lugar, pues durante el período de la menstruación las mujeres debían quedarse en la
zenana
, entre sus iguales, para su propia protección y la de los hombres: para mantenerlos a distancia de su impureza. ¿La había evitado Ian aquellos últimos días por esa razón? A las preguntas que ella le formuló le había respondido únicamente con evasivas y frases desconcertantes. Por lo visto se había ido de Surya Mahal, a saber dónde y por cuánto tiempo. Aunque era reacia a admitirlo, su ausencia, en la inmensidad del palacio, había dejado en ella un vacío difícil de llenar.
Volvió a sentarse exhalando un suspiro; empuñó la pluma y, tras algunas palabras introductorias, escribió con letra briosa una descripción muy pintoresca acerca de las etapas de su viaje pasando luego a la de la vida en la India. Se despreció por el tono de la misiva, aparentemente despreocupado y gozoso, lleno de falsedad.
Largo, corto, corto, largo... sonaron los toques acordados en la puerta de vetas oscuras de la habitación del hotel. Con un suave campanilleo, el reloj de la repisa de la chimenea confirmó la puntualidad del visitante. Antes de abrir, Richard Carter inspiró profundamente para dominar la impaciencia que había vagado libremente durante horas por el suelo de madera cubierto de alfombras. El personaje delgado, vestido con unos sencillos
jodhpurs
y una levita, entró rápidamente en la habitación y realizó una breve reverencia, ágil y silencioso como una serpiente. Con mirada atenta y concentrada, Richard Carter comprobó que no hubiera testigos inoportunos a ambos lados del largo pasillo antes de cerrar suavemente la puerta.
Sin más preámbulos, el invitado anónimo, con el rostro pálido habitual de tantos euroasiáticos, casi gris a la luz del fuego de la chimenea, extrajo de un bolsillo interior de la chaqueta un sobre grueso y se lo tendió a Richard.
—Aquí tiene,
sahib
.
Richard rasgó el sobre apresuradamente y leyó por encima las hojas escritas con letra menuda y apretada. Levantó la mirada.
—Me dijeron que podía confiar en su discreción.
El euroasiático se inclinó en una reverencia.
—Así es,
sahib
.
A Richard no se le escapó el brillo codicioso en los ojos hundidos del visitante cuando echó mano del sobre que había dejado apoyado en el reloj de la repisa de la chimenea. Desde el primer momento había sentido una aversión rayana en la repugnancia por aquel hombre, que al parecer estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero. Sin embargo, su experiencia como hombre de negocios le había enseñado a subordinar sus sentimientos en provecho de su empresa.
—Manténgame al corriente —dijo, entregándole al euroasiático los honorarios.
—Por supuesto,
sahib
—dijo este, y le dio las gracias con una profunda reverencia—. Aunque, a decir verdad, la cosa se complicará aún más en un futuro próximo. Los hombres que la acompañan son personas de confianza, guerreros rajputs, acostumbrados desde que aprenden a andar a percibir el menor movimiento en el desierto. No hay ninguna posibilidad de infiltrar a uno de los nuestros.
Richard Carter no dudó un solo instante en sacarse del bolsillo interior de su abrigo gris antracita un buen fajo de billetes de banco.
—Estoy seguro de que se le ocurrirá alguna solución.
El rostro hundido del visitante se iluminó.
—Haré todo lo que esté en mis manos,
sahib
.
Tras otra reverencia solícita, el euroasiático salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí sin hacer apenas ruido.
Richard acercó una silla a la chimenea y comenzó a leer con atención las hojas. Memorizaba su contenido y las iba arrojando al fuego una tras otra. Con una copa de jerez en una mano y un puro en la otra, observaba cómo el papel se oscurecía y las llamas lo consumían hasta convertirlo en cenizas.
Las herraduras de los caballos levantaban la arena y la gravilla en delicados velos de polvo. A pesar de que las noches eran todavía frías bajo el cielo estrellado, el sol calentaba durante el día la tierra rala, anunciando el final del corto invierno. Helena echaba de menos tanto los frescos patios interiores y los aposentos ventilados de Surya Mahal como los fuegos crepitantes de las chimeneas que habían dado calor a las tardes y las noches. Sin embargo, disfrutaba del sol sobre su piel, del viento que arrastraba bolas sueltas de hierba seca, del olor a tierra seca y a rocas polvorientas que reflejaban la claridad del cielo de seda azul.
Fue una partida planeada concienzudamente, cuyos preparativos se prolongaron durante varios días en los cuales se empaquetó todo y se colocó la carga sobre los caballos. Nada había tenido que ver con el apresuramiento de Ian hasta entonces cuando se trataba de emprender un viaje, como si la despedida de Surya Mahal le resultara tan difícil como a Helena. De todas maneras, apenas se habían visto las caras y no se sentía más importante que cualquiera de los numerosos bultos preparados para ser cargados. Ya hacía cuatro días que Djanahara la había vuelto a abrazar con lágrimas en los ojos y, entre lamentos de las mujeres y los hombres reunidos antes de que se abrieran las hojas del portón, la pequeña caravana había partido aquella mañana del desierto, clara como el oro. Tras la vida suntuosa en el palacio, la cabalgada por tierras yermas resultaba aún más monótona, más cansina que la primera vez, con el añadido además de la tensión de saber que iba hacia su futura tierra de acogida. Sin embargo, a pesar de que anhelaba la llegada a Shikhara y le parecía que el trote de los caballos era de una lentitud enervante, Helena estaba afligida por la incertidumbre de lo que se encontraría a su llegada. Aquel lugar que a ella le costaba imaginar sería su nuevo y definitivo hogar.
Soltó las riendas para arremangarse más la camisa y perdió momentáneamente el equilibrio, porque Mohan Tajid detuvo de pronto su oscuro caballo castrado y la yegua alazana hizo lo mismo. Con sus pobladas cejas entrecanas fruncidas, Mohan miraba a su alrededor como si estuviera venteando un rastro con todos los sentidos.
—¿Qué sucede? —Ian había vuelto grupas y se había reunido con ellos.
Con expresión de tensa concentración, Mohan Tajid sacudió imperceptiblemente la cabeza mientras la mirada de sus brillantes ojos negros vagaba por la amplia superficie y el altiplano situado a su izquierda.
—Alguien nos está siguiendo.
Helena hizo pantalla con la mano para protegerse del sol cegador y siguió la mirada de Mohan. A pesar de no ver nada más que guijarros y piedras y tierra quemada por el sol dejada de la mano de Dios, la actitud vigilante de Mohan le encogió el estómago.
—Llévate al chico —ordenó Ian a Mohan antes de desmontar, sin apresuramiento pero con un movimiento rápido, y de bajar a Helena de su silla de montar. Ella iba a protestar, pero pudo más el miedo que sentía y que la invadió como la pleamar. Se subió al caballo de Ian. Al mismo tiempo, uno de los guerreros de la escolta pasó a Jason de su alazán a la montura de Mohan Tajid.
Helena se acaloró cuando Ian montó detrás de ella. Con los muslos contra los suyos, notaba el calor de su cuerpo en la espalda, la elevación y el descenso de su tórax con cada respiración.
La lánguida calma en la que había estado sumido el grupo de jinetes durante las últimas semanas dio paso a un silencio tenso cuando prosiguieron la marcha. Aun sin verlos, Helena percibía cómo los rajputs que los acompañaban andaban ojo avizor, oteando incesantemente la llanura y las estribaciones montañosas, atentos a cualquier sonido y dispuestos en todo momento para la defensa.
—Huele bien tu pelo —murmuró Ian pegado a su melena, y ella volvió la cabeza.
Tenía una sonrisa en la comisura de sus labios, bajo el bigote negro, y sus ojos resplandecían. Parecía casi como si disfrutara de la amenaza que los acechaba. Debió de ver el miedo en la mirada de ella, porque soltó una mano de las riendas para estrecharla más contra su cuerpo.
—No te preocupes —susurró—. No nos va a pasar nada.
Pese a la sensación de indefensión de Helena en aquel paraje abierto y peligroso, se sentía muy segura en brazos de Ian. La embargaba una curiosa sensación en su presencia, que por eso le resultaba tan preciada.
Igual que si hubieran trasladado a Calcuta una parte de los Campos Elíseos, las farolas de la Chowringhee Road brillaban al caer la noche frente a las fachadas con columnas. Los faroles de los coches de caballos se sucedían en una corriente incesante, sin que pudiera distinguirse dónde empezaba el coche y terminaban los caballos en aquel crepúsculo de un color azul polvoriento. Los magníficos vestidos de gala, las plumas de avestruz y las joyas centelleaban cuando incidía en ellas la luz. Los simones daban vueltas por la ciudad antes de la hora de acudir a las cenas y sentarse a las mesas cargadas de cristalería fina y cubertería de plata.
La alfombra mullida amortiguaba cada paso, cada conversación; en el latón reluciente y en la madera pulida se reflejaban uniformes, trajes elegantes y algún que otro vestido de moda de seda con adornos refinados. La música de un pianista situado en un rincón sonaba discretamente en la sala. En esa sólida atmósfera de lujo, el bar del Gran Hotel encarnaba el orgullo de los ingleses por su Imperio y la riqueza de este. Richard Carter bebía a sorbos su whisky, enfrascado en la lectura de la última edición del
Punch
. En esos días no tenía otra cosa que hacer que esperar, e intentaba que las interminables horas transcurrieran de la manera más agradable posible.
Evitaba los placeres de la ciudad, los bailes, las veladas sociales, los clubes de nobles y las carreras en el Maidan, aunque conocía a suficientes personajes ilustres a los que podría haber recurrido para asistir a cualquier evento. Tampoco lo seducían el abigarrado bazar rebosante de vida ni las casas de citas situadas en lugares apartados. Lo que él esperaba era iniciar su viaje hacia el norte, al Himalaya, en cuanto un determinado convoy emprendiera también el camino hacia allí desde el corazón de Rajputana. Le llegaban ocasionalmente algunos telegramas de sus agencias, que él leía y respondía con concentración. Por lo demás, dedicaba sus días al aseo matinal y la cena en el hotel, la lectura de los periódicos en el bar y la información bursátil, sobre la cual telegrafiaba a ultramar alguna que otra instrucción.