De nuevo tres golpes, de nuevo la pregunta y la respuesta correspondiente, luego una tercera vez antes de que el rajput hiciera una señal para abrir el portón.
Las hojas del portón se abrieron lentamente de par en par, revelando a un grupo de jinetes iluminado por antorchas. Paso a paso avanzaron los caballos hacia el interior del patio, refrenados por unas riendas tirantes. Todos los jinetes eran rajputs vestidos de blanco con turbante rojo y porte guerrero que imponía respeto. A la cabeza, cabalgando un caballo blanco inmaculado, iba un rajput, el único tocado con turbante blanco, que llevaba en la frente una gran piedra preciosa refulgente. La tela de su larga levita con cuello de tirilla, por encima de unos pantalones blancos de montar ocultos por las botas altas, con la trama de hilo dorado, relucía a cada paso del caballo. Con una mano mantenía las riendas tirantes y tenía la otra apoyada en la cadera con un gesto tan orgulloso como indolente.
«
Un hindú... Por Dios, me van a casar con un hindú...» El horror paralizó a Helena hasta que, tras un segundo interminable de pavor, reconoció a Ian, y su temor dejó paso a la incredulidad. Con el traje típico de los rajputs y al resplandor fluctuante de las antorchas parecía uno de ellos. Su piel, morena por el sol, era más oscura; sus rasgos afilados resultaban más exóticos. Sin embargo, era él sin duda; lo reconoció por la manera de mantenerse sobre la montura, en el brillo de sus ojos, en sus labios burlones.
Los caballos se detuvieron, agitados por la fresca brisa nocturna del desierto que se colaba dentro por el portón abierto, cuyas hojas se cerraron a continuación con un sonido retumbante. Los hombres desmontaron y entregaron las riendas a los sirvientes, que acudieron a toda prisa. Luego aguardaron a que les salieran al encuentro Helena y Djanahara.
Djanahara condujo a Helena a paso lento hasta la hoguera, cuyas llamas, muy altas, exhalaban un aroma intenso a hierbas aromáticas. Se detuvieron ante Ian y los rajputs.
—
Maiñ dénaataa merii betii huuñ
, «te entrego a mi hija» —dijo la mujer en voz alta y clara.
Como por orden de Djanahara, Helena pasó un collar de flores en torno al cuello de Ian. Parecía otra persona con aquella chaqueta primorosamente bordada, sobre la cual había una larga cadena con un colgante cincelado. Él se inclinó reverentemente, con las palmas de las manos juntas, primero ante Djanahara, luego ante Helena, antes de tomar la mano de esta última y conducirla al otro lado de la hoguera, a los cojines rojos, por encima de los cuales se había montado un baldaquín de seda blanca que ondeaba suavemente al soplo caliente del fuego.
Un sacerdote entonó monótonamente las antiguas palabras sobre el carácter sagrado del matrimonio. Había en el aire una elevada concentración de incienso dulce, embriagador. Helena temblaba, pero sentía la mano de Ian, que durante la ceremonia apretaba sus dedos fríos con suavidad pero con firmeza, los anillos del hombre en la palma de la mano pintada de joven novia.
Parecieron transcurrir horas antes de que el sacerdote se acercara a ellos y cubriera a Ian, que se inclinó profundamente ante él, con un largo chal bordado cuyo extremo unió con un nudo a la punta del sari de Helena. Simbólicamente unidos así ante los dioses, caminaron con parsimonia en torno al fuego, una, dos, en total siete veces, acompañados por el canto del sacerdote y el silencio tenso de la multitud, que se presentía más que se veía en la oscuridad, lejos de la hoguera. El sacerdote entregó a Ian un cuenco lleno de polvo de cinabrio en el que hundió el anillo de su dedo anular, que pasó luego por la frente a Helena.
En ese instante la gente estalló en un júbilo ensordecedor. Hombres, mujeres y niños se precipitaron a felicitarlos; cayó sobre ellos una lluvia de arroz y pétalos de rosa; luego comenzó a sonar música de tambores y un instrumento de cuerda de una afinación muy aguda; las canciones surgían de las gargantas de las mujeres, sensuales, seductoras, alegres. Helena estaba sentada muy tiesa en su cojín. Recibió con gesto ausente los abrazos y las exclamaciones entusiastas de las mujeres, el beso corto y húmedo de Jason en la mejilla, vestido de blanco como los rajputs, antes de que se fuera corriendo con los otros chicos que iban de un lado para otro entre los que se habían sentado en el suelo. Con gran alegría bailaban las mujeres en remolinos de seda de colores haciendo sonar sus pulseras, sus collares y sus cadenitas de los pies; hasta los mismos rajputs, de porte tan serio, participaban al reclamo de ellas y daban palmadas y mezclaban su voz en los cánticos.
Helena observaba cómo Ian, sentado con gesto indolente en su cojín y un poco apartado de ella, mantenía una viva conversación en hindi con algunos hombres y estallaba continuamente en sonoras carcajadas. Se insertaba plenamente, sin fisuras, en ese escenario abigarrado y exótico, como si hubiera pasado toda su vida entre ellos, como si fuera uno de ellos... Rajiv
el Camaleón
.
Cuando fue a coger la copa, captó la mirada de ella y se la sostuvo. Una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, cálida, suave, y la profundidad que había en sus ojos estremeció a Helena. Se inclinó hacia ella y le tomó la mano.
—¿Cansada?
Helena asintió con la cabeza, pero no habría sabido decir si estaba en efecto soñolienta o si tenía la cabeza pesada por el efecto del sahumerio y el olor de las maderas y las flores. Él le besó la palma y se levantó.
—Entonces vámonos.
Entre las risas de los hombres, que hacían algunas observaciones groseras y chistosas y golpeaban a Ian en los hombros, se marcharon de allí abriéndose paso entre la gente recostada en los cojines repartidos por todo el patio o sentada en el suelo con las piernas cruzadas, personas que charlaban animadamente, degustaban las exquisiteces dispuestas por todas partes en platos de plata y apenas se fijaban en ellos con su festiva celebración.
Tras la puerta, en el interior del palacio, estaba todo en silencio, casi hacía frío después del calor de la hoguera. Unas cuantas sirvientas pasaron rápidamente por su lado, adelantándose con paso rápido y sin ruido. Helena iba de la mano de Ian por pasillos y aposentos que no había visto todavía hasta que llegaron a una alcoba cuya puerta de dos hojas de madera oscura estaba abierta de par en par. Las chicas jóvenes, que se habían colocado en fila junto a la puerta, hicieron una profunda reverencia con la mirada baja.
Era una alcoba grande, de techo alto, iluminada por la luz de innumerables quinqués. Dulzón y pesado, colgaba en el aire un aroma a rosas, de las que había pétalos diseminados por el suelo de piedra y sobre las almohadas y sábanas blancas del amplio lecho, cuyos postes de madera tallada soportaban un vaporoso dosel blanco. Helena se quedó mirando fijamente el lecho con aire de aflicción, y la angustia fue apoderándose de ella. Preocupada por evitar las miradas de Ian, trataba de buscar algo que pudiera distraer su atención, pero no había nada más en el aposento. Vio de reojo que Ian se arrellanaba en el único sillón de la habitación mientras una de las criadas le quitaba las botas. A una señal de su mano, el frufrú de la seda, el tintineo de los adornos de plata, el suave chasquido de la cerradura de la puerta. Percibió que Ian se había levantado y se obligó a mirarlo a la cara.
Se había quitado el turbante y la chaqueta bordada; estaba de pie, con una sencilla camisa blanca y pantalones de montar, descalzo. Le devolvió la mirada a Helena antes de acercársele. Ella sabía que esa noche no habría escapatoria, pero curiosamente tampoco sentía deseo alguno de escapar de lo que iba a suceder.
Ian le apartó de la cabeza el extremo del sari, con delicadeza. Con la palma de la mano le recorrió la mejilla y le alzó la barbilla. La miró a los ojos, escrutador; los suyos ardían, y Helena sintió que le flaqueaban las rodillas cuando notó los labios de él sobre los suyos como la consumación de un deseo largamente cobijado. Se le escapó un pequeño suspiro y notó que Ian sonreía.
—Pequeña Helena... Te has resistido durante mucho tiempo, pero ni siquiera tú puedes sustraerte a la magia de esta noche...
La besó con más firmeza mientras hacía resbalar el sedoso sari de sus hombros. Le deslizó las manos por el talle, hasta las caderas, la atrajo más hacia sí y Helena suspiró levemente. La boca pasó de su cara a su cuello mientras, vuelta tras vuelta, la seda iba desprendiéndose del cuerpo de Helena y caía al suelo. Ian empezó a desabrocharle el
choli.
El ambiente de la habitación, si bien caliente por las llamas de los quinqués, le erizó la piel desnuda. Era como si la parte de ella que se había defendido hasta entonces de las caricias, de su proximidad, estuviera anestesiada por los olores, colores y sonidos de la noche, y se hubiera despertado otra parte de ella: la sensual. Las manos de Helena acariciaron, exploradoras, los hombros de Ian por debajo de la camisa, palparon su piel caliente y los músculos endurecidos, tiraron impacientemente de la tela fina y, sin embargo, demasiado gruesa para ella en ese momento. Oyó reír en voz baja a Ian al liberarse de aquel tirón, y el lino fino de las almohadas estaba frío en contraste con la piel ardiente de ambos en el lecho que los acogió.
Los dedos de Helena quedaron enganchados en una cadena de plata, y aunque ella no se la había visto nunca, supo de una manera instintiva que siempre la llevaba encima.
—¿Qué es esto? —preguntó, contemplando aquel colgante con curiosidad.
—El colmillo de un tigre que maté de un disparo —murmuró entre dos besos y empujando a Helena con suavidad de nuevo sobre los cojines. Pero ella se zafó y se puso a darle vueltas al colmillo engastado en plata.
—¿Qué significado tiene?
—Defensa e invencibilidad —susurró él contra su cabello. Su aliento ardiente le rozó el rostro. Le mordisqueó delicadamente el cuello provocándole escalofríos. Cuando ella quiso atraerlo de nuevo hacia sí, su mano rozó en el hombro de él algo duro, irregular. Sobresaltada, recorrió con la yema de los dedos aquel tejido cicatricial que se extendía desde la clavícula, pasando por el hombro y a lo largo del comienzo del brazo, del mismo lado que la cicatriz de la mejilla.
—Ian, ¿qué...?
Él le tapó la boca con los labios, con un ademán más apremiante, más solícito. Ella se arqueó de placer y deseo bajo sus manos, que eran a la vez suaves y dominantes. Luego, en el preciso instante en que sintió el peso de Ian encima, algo penetró en ella, caliente y duro, causándole un dolor agudo, punzante. Dio un grito, empujó a Ian y, al mismo tiempo, se aferró más a él antes de que la inundara un calor inconcebible que hacía vibrar tanto su cuerpo como su alma, semejante a una embriaguez vertiginosa que logró que las olas del olvido rompieran finalmente en ella.
La luz cegadora del sol de mediodía la despertó. Una sensación de soledad desabrida se extendió por ella. Se dio la vuelta. A su lado, las sábanas arrugadas con los pétalos de rosa esparcidos estaban vacías y frías.
Helena estaba sentada, ociosa, en los mullidos cojines de los escalones del patio interior. El sol de la tarde brillaba por encima de los muros altos y el aire olía a flores y a piedra recalentada. El sari azul pavo real con el ancho ribete turquesa bordado de hilos dorados se amoldó a su piel cuando dobló las piernas para apoyar la barbilla en las rodillas con gesto pensativo. Miró a Jason, que jugueteaba riendo con algunos niños del palacio. El tiempo no parecía tener allí ninguna importancia: Surya Mahal era como una isla imperecedera dentro del océano eterno de piedras y arena de las vastedades de Rajputana, y se le había pasado por alto que en el resto del país había comenzado el año 1877 según el calendario de los colonizadores. No obstante, sus días y sus noches parecían sucederse solo a duras penas. En esa casa no había nada más que hacer que sentarse al sol y observar cómo el hindi de Jason se volvía cada día más fluido en compañía de los niños de piel morena que parecían considerarlo uno de los suyos. Su hermano iba prosperando a ojos vista y bronceándose.
La ociosidad impuesta, entre la modorra en el patio inundado de sol de la
zenana
, la vida diaria en palacio, que seguía un ritmo uniforme en el que cada deseo era leído en los ojos, además de la abundancia de platos variados de carne bien sazonada con picante, verduras y chutneys dulces, arroz y mijo, exquisitos dulces de nueces y miel, nata y frutos a la que constantemente la invitaban las mujeres o la misma Djanahara, habían comenzado a surtir efecto: sus caderas se habían redondeado y sus pechos, más llenos, tensaban los ceñidos
cholis
. Sin embargo, la embargaba el desasosiego y le resultaba difícil admitirlo, se confesaba a sí misma que anhelaba el regreso de Ian.
Sus labios le seguían quemando por los besos de él, su piel ardía por las huellas que había dejado con sus manos, y la pulsión entre dolorosa y dulce en su bajo vientre, que se reavivaba a ratos, le recordaba cada vez la dicha de aquella noche. Todavía le parecía que cada fibra de su cuerpo vibraba del placer que había experimentado.
Huzoor
se había marchado de allí a primera hora de la mañana, le había contado complaciente una criada al cambiarle las sábanas, satisfecha con las gotas de sangre de la virginidad perdida de Helena visibles entre los pétalos de rosa aplastados, lo cual hizo que la muchacha bajara la vista avergonzada. Nadie sabía cuándo regresarían él y Mohan Tajid, por lo que el desayuno, consistente en un
chapati
y un chutney de mango, coco, manzana y canela, le había sabido de pronto insulso a pesar del hambre que tenía. La idea de que Ian esa noche solo hubiera cumplido con su deber, que la hubiera encontrado demasiado inexperta o demasiado rígida, le hizo un nudo en el estómago. Se detestaba por querer gustarle y que la deseara; cuanto más luchaba en contra de esa pasión, tanto más se inflamaba esta en su interior, como si Ian, esa noche, no solo hubiera tomado posesión de su cuerpo, sino también de su alma.