El sol se elevó rápidamente y los calentó. Con el rabillo del ojo vio Helena que Ian se quitaba la chaqueta sin soltar las riendas. Su mirada cayó sobre las dos pistolas que el hombre llevaba enfundadas, a izquierda y derecha, por encima de la camisa.
—¿Son realmente necesarias?
—En muchas partes del país hay gente que está pasando hambre este invierno, desde Bengala hasta allá arriba, hasta Panyab, porque el año pasado llovió demasiado poco. Ya ha habido desórdenes aislados, también en lugares no muy alejados de aquí. No quiero correr riesgos innecesarios, a pesar de que la situación se haya relajado un poco. Lo sé porque Mohan Tajid y yo hemos tenido ocasión de verlo con nuestros propios ojos. —Dirigió a Helena una mirada de reojo, burlona—. Ya ves que he estado haciendo cosas más útiles que retozar en cama ajena.
Helena notó que se ruborizaba, tanto de vergüenza como de rabia. Frunció el ceño.
—¿Qué tienes que ver tú con ese asunto? ¿No es tarea esa del Gobierno inglés?
—Cierto. —En el rostro de Ian había amargura—. Solo que a los colonos ingleses no parece importarles demasiado el bienestar de la población hindú. Hay ya suficientes
nigger
... —dijo, casi escupiendo la palabra—. Los hay a millones y, si mueren unas decenas de miles de malaria, cólera o disentería, ¿a quién diablos le importa? Cuantos menos haya, más fácil será mantener el país bajo control. La estabilidad del dominio inglés es pura fachada, adornada de orden y galones de oro en los uniformes, una ilusión. Los soldados y funcionarios de la Corona no entenderán nunca que la India es un país salvaje, indómito, que solo se puede amar u odiar, pero nunca dominar.
A Helena le pareció que Ian sentía un odio profundo por sus compatriotas y el frío glacial de ese odio le puso la carne de gallina.
—La riqueza de este país y de sus gentes —prosiguió él—, en forma de yute y algodón, té y semillas oleaginosas, pieles, cereales y, no en última instancia, impuestos, se gasta en desfiles militares, bailes y casas señoriales o fluye hacia Europa. La realidad es que nunca se transforma en ayudas materiales ni en ampliaciones de la red de ferrocarril hasta territorios distantes, lejos de los centros importantes que salen en el mapa, me refiero desde un punto de vista militar o económico. Además, para los ingleses vale el principio del
laissez faire
, o sea: ya se regulará todo por sí solo. Para mayor gloria de la Corona británica, por supuesto. —Arrugó la frente, entre colérico y meditabundo—. No, esta es
mi
gente, y yo respondo por ella. —Contrajo los labios en una mueca irónica cuando habló de nuevo, con aparente ligereza aunque teñida de una cierta acritud—. Tengo que ocuparme simplemente de llevaros con seguridad hasta Darjeeling. Las personas hambrientas son peores y más imprevisibles y que los tigres ávidos de sangre. No tengo ningunas ganas de caer en manos de las bandas que merodean por estos caminos.
—¿Como en el viaje a Jaipur?
Ian no prestaba atención a la mirada taladradora de Helena ni reaccionó a su mordacidad. Miraba impávido la vasta extensión de piedra y tierra que tenían delante. Un zorro del desierto miró con curiosidad a los dos jinetes desde una elevación del terreno antes de largarse de nuevo a buen paso.
—Eso no debe preocuparte.
—¡Pero me preocupa! —exclamó ella con vehemencia—. A fin de cuentas, también puede afectarnos a mí y a Jason, tal como tuvimos ocasión de comprobar. —Tensó sin querer las riendas y
Shaktí
aminoró el paso y se detuvo.
Ian detuvo también a
Shiva
y miró fijamente a Helena.
—Créeme, tú y Jason no corristeis peligro en ningún momento y tampoco lo correréis de aquí en adelante. Te doy mi palabra.
Ella lo observó con los párpados entrecerrados, concentrada. No habría sabido decir qué había en él que encendía en ella esa chispa premonitoria, pero le espetó, por una inspiración que le vino de pronto:
—¿Qué me estás ocultando?
Creyó ver una ligera contracción de las comisuras de sus labios. Ian bajó los ojos pensativo antes de volver a mirarla y sacudir la cabeza. La expresión de su rostro era dura.
—No, Helena, hay ciertas cosas que es peligroso saber. Yo camino por mi senda y la recorreré a solas.
—¡Te olvidas de que me has convertido en parte de tu vida contra mi propia voluntad!
Ian apoyó cómodamente el antebrazo en el borrén delantero y asintió circunspecto.
—Lo sé. Y créeme que ha habido algunos momentos en los que me he arrepentido de ello.
Sus palabras la afectaron profundamente. Ciega de ira y dolida, tiró de las riendas y clavó los talones en los costados de
Shaktí
. La yegua se encabritó con un relincho y dio unos cuantos saltos antes de salir a galope tendido.
El viento frío le mordía el rostro y le arrancaba lágrimas que trataba de refrenar. Las herraduras tronaban sobre el suelo levantando remolinos de polvo y piedras; sus jadeos se sumaban a los resoplidos del caballo, que echaba espumarajos por la boca. Oyó otras herraduras, echó un vistazo por encima del hombro y vio que Ian le pisaba los talones. Como si fuera uno con su caballo, volaba por encima del suelo del desierto, con una tensión reconcentrada y una ferocidad primitiva. Aprovechó la brevísima distracción de Helena para agarrar las riendas de su yegua.
Shiva
y
Shaktí
se rozaron relinchando y aminoraron el paso, jadeando, resollando, cubiertos de sudor. Ian saltó de la silla antes de que el caballo se detuviera del todo y desmontó a Helena de un tirón.
—¿Has perdido la cabeza? —le gritó, sacudiéndola, de modo que ella se encogió buscando protección—. ¡Si quieres romperte el cuello es tu problema, pero no permitiré que eches a perder un caballo tan valioso cabalgándolo de esa manera!
Los dedos de Ian se le hundieron dolorosamente en el antebrazo. Helena se retorcía intentando en vano zafarse de su mano de acero. Ardía de cólera por su impotencia y su inferioridad física. Al final se quedó sin fuerzas y se dio por vencida. Respirando con dificultad, se apoyó en el pecho de él, que subía y bajaba a la misma velocidad que el suyo. De un instante a otro aquel abrazo violento dio paso a una cercanía embriagadora en la que sus labios, espontáneamente, se encontraron en un diálogo mudo. Pregunta y respuesta marcaban un ritmo trepidante que ellos seguían con los cinco sentidos.
«Ámame —pensó Helena con desesperación cuando él la tumbó en el suelo consigo y ambos comenzaron a quitarse las prendas de vestir con impaciencia—. Ámame como amas esta tierra, ni más ni menos...»
Calcuta, febrero de 1877
Lentamente se iba levantando la bruma matutina de la costa, revelando el amplio delta del Ganges y las marismas fértiles a la sombra de las palmeras cuyas siluetas eran ya casi reconocibles. Pequeños barcos de vapor y de vela y diminutas barcas se mantenían a una distancia prudente del imponente casco del
Pride of India
, de cuyas enormes chimeneas surgía el vapor de las atronadoras máquinas, y se balanceaban enérgicamente en su estela espumosa. A pesar de que a aquella distancia apenas se distinguía nada, Richard Carter percibió unos contornos nítidos: la alargada y rectilínea muralla de piedra, en la orilla oriental del Hugli, el enorme afluente del sagrado Ganges, de aguas plateadas y parduzcas, por encima de la que se alzaba porfiadamente Fort William. Aquel fuerte había sido el germen desde el que se había extendido imparablemente la ciudad, símbolo de la perseverancia del dominio inglés sobre el subcontinente. Encima del barro del Ganges, sin un subsuelo firme, a solo unos metros del río, se levantaba la segunda ciudad del orgulloso Imperio británico: el Londres de Oriente, la ciudad de los palacios, rica gracias al comercio que se desarrollaba en sus numerosas y activas dársenas; rica también por ser la sede administrativa del Imperio colonial, cuya capital era Calcuta; esplendorosa y densamente poblada; ruidosa, sucia y mísera; el peor lugar del universo, tal como Robert Clive, gobernador de Bengala, la había descrito el siglo anterior.
Más allá del fuerte estaba el Maidan, el gran parque de la ciudad, lugar de encuentro para paseantes y enamorados y para relacionarse socialmente, al igual que la pista de carreras en la linde del parque, donde más de un teniente había apostado toda su soldada y, con frecuencia, también toda la fortuna de la familia. La Chowringhee Road, la arteria principal de la ciudad, no tenía nada que envidiar a ninguno de los paseos de cualquier metrópoli europea. Estaba rodeada de hoteles de lujo, restaurantes caros, almacenes, agencias y clubes aristocráticos en cuyas grandes vidrieras, inmaculadamente limpias, se reflejaba el sol. Los escaparates decorados con gusto exquisito de relojerías, joyerías y sombrererías eran un reclamo para la clientela solvente. La catedral de San Pablo, con su torre cuadrada, se elevaba al cielo en medio de un césped cuidado y verde, con su larga nave de delicado frontón y ojivas de piedra cincelada gris claro, casi blancas. Las
ghats
, las escalinatas del río Hugli que daban nombre a la ciudad, junto con los numerosos templos hinduistas consagrados a la diosa Kali, manchados de sangre de las cabras sacrificadas y de los hombres que entregaban su vida por la protectora de la ciudad antes de que los colonos ingleses prohibieran semejantes costumbres bárbaras. Elegantes y suntuosos edificios, mansiones y casas; esquinas y callejones sucios, burdeles y tabernas de mala muerte; bazares llenos de color; el barrio de los chinos y el de los armenios. Todo eso era Calcuta.
Sin querer, Richard Carter se agarró fuertemente a la borda. ¿Qué le había llevado a emprender ese viaje? Se había jurado no volver a poner un pie en aquel condenado país. Y, no obstante, había despachado en Londres los últimos negocios, había dado instrucciones personales tanto por escrito como por telégrafo para el tiempo que durara su ausencia y había reservado pasaje, aparentemente sin precipitación, pero con una fiebre interior, con una impaciencia incesante que le era completamente ajena. Y todo eso, ¿para qué?
Conocía el motivo, por irracional y ridículo que le pareciera. Había sido menos de un instante y, sin embargo, cada detalle había permanecido imborrable en su memoria y en su corazón, atizando un fuego que ardía con mayor vehemencia cuanto más tiempo transcurría. Nada le aseguraba que ella sintiera lo mismo, pero no había titubeado en todas esas semanas, no había tenido ninguna duda ni se le había pasado por la cabeza aplazar el viaje o no emprenderlo. Considerado con serenidad, era una auténtica locura: ella estaba casada; la India era un país de dimensiones inconmensurables. Incluso aunque lograra que volvieran a verse los dos, ¿quién le podía garantizar que conquistaría su corazón? No había garantía alguna. Se lo jugaba todo a una carta: ganaba o perdía. Sin embargo, sabía que no hallaría sosiego si no lo intentaba al menos.
Se había vuelto a levantar brisa y le alborotaba el pelo como una caricia delicada enviada desde lejos. Cerró los ojos, invocó el recuerdo de Helena como tan a menudo había hecho durante las últimas semanas: esbelta, con aquel vestido tan llamativo, todavía niña y ya mujer, con los ojos de un azul verdoso que le recordaban los ópalos que importaba de Australia, temerosos, unos ojos que le perseguían hasta en sueños. Tenía que volver a verla aunque solo fuera una vez.
—¡Yuju, señor Carter! —lo sacó de sus pensamientos una voz estridente, amanerada y seductora.
Tan rápido como le permitía la impresionante corpulencia, apenas contenida por el corsé de un vestido negro de seda cuyas costuras parecían a punto de reventar, una dama de mediana edad se le acercó haciéndole señas. Tenía el rostro orondo colorado de felicidad y llevaba el pelo castaño recogido y cuidadosamente ondulado, coronado por un sombrerito negro. Richard Carter resopló de un modo apenas audible, pero hizo una reverencia perfecta y adornó su rostro con una sonrisa cordial.
—Buenos días, señora Driscoll. ¿Qué la trae por cubierta tan de mañana?
—Ah —jadeó ella, con una mano enguantada de negro debajo de su prominente pecho para respirar mejor—. Bajo cubierta hemos pasado una noche sofocante y queríamos disfrutar de la brisa fresca de la mañana a toda costa, ¿verdad, chicas? —Se volvió un poco hacia las dos jóvenes que, a una distancia de algunos pasos, la habían seguido. La mayor de las dos, Florence, retrato fiel de su madre en todo, miraba fijamente el mar, todavía medio dormida, con cara de amargada, mientras que la más pequeña devoraba a Richard, por así decirlo, con sus ojos azules y expresión animada.
Richard no pudo reprimir un cierto regocijo. Ya al poco de zarpar el vapor de pasajeros, cuando el muelle estaba todavía al alcance de la vista, se había dado cuenta de que las tres Driscoll formaban parte de la «flota pesquera»: damas de cualquier edad y condición que se dirigían a la India para encontrar allí un marido adecuado, a ser posible alguno de los
nababs
que habían hecho fortuna en el extranjero, aunque también eran muy codiciados los militares de cualquier grado y los funcionarios civiles del Imperio. La señora Driscoll se había presentado a sí misma y había presentado a sus hijas ruidosamente ante todos los pasajeros, tocándose ligeramente los ojos con un pañuelito bordado al narrar el fallecimiento repentino de su querido Hartley, cuyos ahorros, a Dios gracias, les permitían ahora visitar a una prima lejana que vivía en Calcuta, casada con un misionero que, con el sudor de su frente, enseñaba el Evangelio a los salvajes.