—Especialmente mi pequeña Daisy se sofoca sin aire allá abajo. —La señora Driscoll acarició maternalmente el brazo de su hija menor—. ¡Es tan delicada!
A Richard aquello le pareció una exageración, si bien tuvo que admitir que las redondeces que la rígida tela negra permitía adivinar no carecían de cierto atractivo, al igual que la carita redonda de muñeca con la nariz respingona, la boquita de pimpollo y la tez fresca, rosada, coronada por un aluvión de brillantes rizos rubios.
Con sus ojitos azules oscilando atentamente entre los dos, la señora Driscoll no se perdía detalle alguno de la atención que el caballero norteamericano estaba prestando a su hija. Aquel pasajero de elevada estatura le había llamado enseguida la atención, sobre todo porque era reservado y sin embargo de trato cordial, aunque no había trabado relación con los demás pasajeros. Pero todos los astutos intentos de la señora Driscoll por desviar la atención de ese hombre tan simpático, como sin duda también solvente y digno de confianza por su aspecto sencillo, hacia los encantos de su Daisy estuvieron condenados al fracaso. Aquello se debía probablemente a su recogimiento y también a una cierta tendencia a la distracción que, tal como pensaba la señora Driscoll, eran completamente naturales en un hombre sin duda tan importante.
Los billetes de una libra que entregó discretamente a un camarero atento no le proporcionaron más información de la que había conseguido obtener con el cotilleo a bordo. Esto es, que el tal señor Carter viajaba solo en primera clase, no llevaba anillo de compromiso pero sí trajes sobrios de buena calidad y que escribía cartas dirigidas a una destinataria femenina.
En la tarde noche del día anterior, mientras estaba sentada en el salón de segunda clase con Harriet y Joseph Barnes, un simpático matrimonio ya mayor que viajaba a Delhi para asistir a la boda de su hijo, un teniente con unas excelentes perspectivas de ascenso, había vuelto a hablar con entusiasmo y a voz en grito sobre el norteamericano modesto, distinguido y concentrado en sí mismo. El señor Barnes, mayorista jubilado del sector textil procedente de las Midlands, había dejado caer de pronto la edición del
Londres Illustrated News
y la había mirado con el ceño fruncido a través de los cristales redondos de sus gafas.
—¿Ha dicho usted «Carter»? ¿No se estará refiriendo usted al señor Carter?
Su breve exposición sobre las industrias y entidades financieras de Carter en Nueva York, San Francisco y Londres, un emporio de hilanderías, tejedurías, talleres de tallado y pulido de piedras preciosas, fábricas de hierro y acero, empresas de construcción y de inversión, había dejado sin aliento a la señora Driscoll, que llamó a Florence para que le llevara las sales.
Con el valor que infunde la desesperación, decidió jugárselo todo a una carta antes de que el
Pride of India
atracara en Calcuta y sus caminos se separaran. Un manojo de billetes, hábilmente repartidos, había dado como resultado que hiciera el gran esfuerzo de levantarse muy de madrugada y de sacar a sus hijas de la cama para aprovechar lucrativamente esa temprana hora de la mañana.
El momento era más que favorable, así que tomó enérgicamente de la mano a su hija mayor, con la determinación clara de agarrar el destino por los cuernos.
—Florence, mi circulación... Nos va a perdonar usted, señor Carter, pero ahora mismo necesito una taza de té antes de que se me nuble la vista. Con usted va a estar mi pequeña Daisy en buenas manos, ¿verdad que sí?
Divertido, Richard la vio marcharse de allí, balanceándose como un acorazado en aguas movidas y con una enfurruñada Florence a remolque, antes de volverse hacia una Daisy que le había sido ofrecida, por decirlo así, en bandeja de plata, y que estaba junto a él a una distancia decente.
Tenía las manitas, embutidas en unos guantes negros de ganchillo, apoyadas en la borda, y las cintas satinadas de su sombrero ondeaban con la brisa.
—¿Ha estado... ha estado usted ya alguna vez en la India, señor Carter? —Pestañeó y el labio inferior le tembló ligeramente cuando le habló, sin mirarlo directamente a la cara.
Él percibió el esfuerzo que estaba haciendo por entablar conversación sin cometer ninguna falta, para no tener que enfrentarse a la madre con la vergüenza de haber desaprovechado su oportunidad. Sintió una cálida compasión por la chica y la carga que tenía que soportar.
—No. —Vino a sus labios esa respuesta con tanta facilidad que no le pareció siquiera una mentira, pues había sido otro Richard el que había estado en la India, en otra vida, y con ese otro ya no compartía nada, ni siquiera el nombre, como si jamás hubiera existido. No había motivo para temer nada, pero en ese instante sintió algo similar al miedo.
Y era el recuerdo lo que más miedo le daba.
Perdida en sus pensamientos, Helena mordía el extremo de la pluma. Luego, furiosa, hacía una bola con la hoja a medio escribir y la echaba descuidadamente al suelo con las que había en la alfombra, en torno al escritorio. Dando un suspiro se arrellanó en el sillón con un susurro de seda de su sari azul turquesa, apoyando la cabeza en el respaldo liso y fresco, y se quedó mirando un punto fijo del aposento.
Incluso a plena luz del día, la luz era crepuscular. El sol que entraba por las elevadas ventanas, con las cortinillas de color rojo oscuro corridas, iluminaba un pequeño rectángulo del suelo perfectamente delimitado. Vagamente se distinguían las imágenes de los cuadros encajados en las paredes, entre el friso de madera y las librerías: paisajes y retratos de orgullosos príncipes rajput. Destacaban en la penumbra las formas de animales disecados: un águila ratonera, una pantera cuya dentadura brillaba en la oscuridad de un rincón, cabezas de ciervos y corzos de majestuosa cornamenta, el imponente colmillo de un elefante que se estiraba hacia el techo desde su base de bronce cincelado.
Llevaba horas allí sentada, recomenzando una y otra vez la carta a Margaret cuya redacción había pospuesto ya demasiado tiempo. Era la primera que le escribía desde la nota breve que le había mandado desde Bombay anunciando su llegada, sanos y salvos. Descartó otro borrador, a pesar de que tenía muchas cosas que contar. Mucho era lo que había visto y le había sucedido durante las semanas anteriores: su viaje en ferrocarril y a caballo; el palacio; los paseos a caballo al lado de Ian, a menudo en compañía de Mohan Tajid y de Jason, durante los cuales había explorado el entorno; los
chattris
, baldaquines de mármol en torno al lugar en el que los príncipes difuntos eran incinerados en una ceremonia solemne, y las huellas de manos inmortalizadas en la piedra con pintura roja de sus
ranis
, quienes, siguiendo la costumbre del
sati,
se habían arrojado a la pira de sus maridos para unirse a ellos de nuevo en la muerte, purificadas y santificadas por las llamas, que les ahorraban una existencia deshonrosa como viudas, a pesar de la prohibición impuesta por los ingleses hacía cincuenta años; las aldeas que habían visitado; la amabilidad de la gente que se les acercaba ofreciéndoles compartir con ellos sus
chapatis
y su arroz, y les regalaba en el camino saris de colores, tazas decoradas, brazaletes de plata repujada, sandalias primorosamente recamadas y mocasines de piel aterciopelada.
Apenas podía creer que aquella tierra muerta en torno a las aldeas diseminadas sería un mar de espigas en otras estaciones del año y proporcionaría suficiente forraje a cientos y cientos de ovejas y de cabras que balaban en los apriscos y miraban tranquilas aquel paisaje ahora yermo. Tampoco podía creer que bajo la dura costra del suelo hubiera plata y esmeraldas, hierro y cinc. Además, la gente que vivía cerca del palacio no parecía pasar hambre ni sufrir ninguna necesidad material; como mucho pedían consejo a Ian y a Mohan en disputas familiares o acerca de algún aspecto jurídico poco claro de un negocio.
Mohan Tajid le relató la historia de los rajputs, desde sus comienzos en el siglo
VI
y
VII
del calendario cristiano, cuando se hicieron con el dominio de las estepas, bosques y desiertos a ambos lados de la sierra de Aravalli. Gravaron con impuestos a campesinos, comerciantes y artesanos garantizándoles la protección con sus espadas. Los eruditos no se ponían de acuerdo sobre su procedencia. Para que no quedara ninguna duda sobre la legitimidad de su poder, se nombraron a sí mismos rajputs, hijos del rey, y se atribuyeron un origen mítico en el Sol y la Luna.
A partir del primer milenio fueron penetrando cada vez más monarcas musulmanes desde el norte, ávidos de los tesoros de la India. Uno de ellos fue, por ejemplo, Mahmud de Gazni, quien en una sola incursión hostil tomó como botín seis toneladas y media de oro. En torno al año 1200 se creó el sultanato de Delhi, y el Imperio musulmán siguió extendiéndose durante los siguientes trescientos años, desde Bombay hasta las estribaciones del Himalaya, desde el río Indo hasta el delta del Ganges. Sin embargo, Rajputana permaneció firme. Durante trescientos cincuenta años, el sultanato de Delhi y los soberanos rajputs estuvieron en guerra, librando sangrientas batallas con cuantiosas bajas, sin que ninguno de los dos bandos obtuviera nunca una victoria decisiva.
Surgieron leyendas, adornadas y transmitidas al calor del fuego, como la de la fortaleza de Chittor, que se convirtió en símbolo del honor y la invencibilidad de los rajputs más allá de la muerte. En el año 1303, Alaudín, sultán de Delhi, sitió la fortaleza con un ejército imponente, muy superior al de los sitiados, pero no obtuvo la victoria. Ataviadas con sus saris matrimoniales y engalanadas con todas sus joyas, las mujeres de Chittor, mientras se entonaban antiguos himnos, subieron con sus hijos a la pira que se había levantado en la fortificación y se entregaron en el
jauhar
a las llamas. Sus maridos las miraron inexpresivos antes de ponerse sus túnicas azafrán, pintarse la frente con las cenizas sagradas de sus familiares, abrir los portones de la fortificación, descender monte abajo y precipitarse hacia las líneas enemigas, hacia una muerte segura.
Con Zahir-ud-din Mohammad Babur, descendiente de Gengis Kan y de Tamerlán el Grande, quien a comienzos del siglo
XVI
derrotó al ejército del sultán de Delhi, comenzó el dominio mogol; pero este dominio tampoco trajo la paz a Rajputana. Era al propio Babur a quien se atribuían estas palabras: «Los rajputs saben morir en la lucha, cierto, pero no saben ganar una batalla.» No obstante, los principados resistieron valientemente el asalto de los mogoles, si bien tuvieron que pagar a cambio un elevado tributo de sangre. Generación tras generación de rajputs sacrificó su poder, sus tierras y su vida para defender su libertad y su fe frente al poder musulmán.
Tras la muerte del emperador mogol Aurangzeb comenzó a desintegrarse el poder de los mogoles y, con él, el de los rajputs, quienes, con el ansia de alcanzar la supremacía, se atacaron entre sí como tigres combativos.
Mohan le habló de las intrigas, traiciones, conspiraciones y asesinatos por envenenamiento entre clanes y dentro de ellos. Los maratís del sur y el marajá de Gwalior se habían aprovechado de esas disputas para caer sobre los principados, saquearlos y obligarlos al pago de tributos muy elevados. Algún que otro príncipe había perdido de esta manera los últimos rubíes y esmeraldas de sus tesorerías.
El país se desintegró en los conflictos bélicos entre mogoles y marajás, rajputs y maratís. Al igual que las virutas de hierro se decantan hacia ambos polos de un imán, las partes enemistadas se concentraron en torno a británicos y franceses, que había llevado su vieja disputa por la hegemonía mundial al subcontinente, en el que finalmente habían logrado imponerse los británicos en el siglo
XVIII
.
Apurados, los rajputs habían pedido ayuda a los ingleses, superiores desde un punto de vista militar. Varios principados firmaron acuerdos con los ingleses, quienes les ofrecían protección a cambio del pago de impuestos; sin embargo, a menudo el precio fue también una intervención de los colonos en los asuntos internos de los estados rajputs. En esa época se prohibieron el
sati
y el asesinato de las hijas recién nacidas para evitar el pago posterior de una dote elevada, la incineración de mujeres sospechosas de hechicería y se abolió la servidumbre. La dependencia de algunos de los principados se hizo evidente en el levantamiento de la población hindú en el año del Señor de 1857, sangriento punto de inflexión en la historia del Imperio británico, en que los rajputs se solidarizaron con los británicos o se mantuvieron neutrales.
Esa fragmentación de Rajputana desde tiempos inmemoriales se reflejaba en su posicionamiento heterogéneo dentro de la India colonial. Algunos principados, de una manera más o menos abierta, estaban contra el dominio inglés, entre ellos el principado de los Chand. Surya Mahal y los territorios de su jurisdicción habían conservado su soberanía gracias la marcialidad de sus guerreros y a la habilidad diplomática sobre todo del último rajá, Dheeraj Chand. Era uno de los últimos principados libres e independientes. Con todo, era de justicia admitir que en aquellos años tumultuosos había perdido la grandeza e importancia que tuvo en sus orígenes.
Boquiabierto y con los ojos brillantes, Jason había escuchado atentamente las historias de batallas y luchas por el poder, las leyendas de porfiados guerreros y valerosos héroes. Tampoco Helena había podido sustraerse a su magia. Empezaba a presentir que ese paisaje pelado y, pese a todo, dolorosamente bello, que exploraban a caballo, estaba impregnado de la sangre de muchas generaciones, que, inmisericordes, habían luchado tanto entre sí como contra sus enemigos por su libertad, su independencia y su honor. Era un país duro, orgulloso como las personas que lo habitaban, e involuntariamente se le iba la mirada hacia Ian, a quien las explicaciones de Mohan no parecían afectarle, como si no despertaran en él el menor interés o como si ya las hubiera escuchado innumerables veces.