—Bebe esto,
betii
, te sentará bien.
Helena sorbió obediente aquella infusión caliente que sabía a hierbas aromáticas. Por encima del borde del vaso sostuvo la mirada de la mujer, que la estudiaba con cariño.
Debía de andar por los sesenta, y no fue hasta ese momento cuando Helena percibió los detalles de sus rasgos: finas arrugas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios; nariz prominente en cuya aleta izquierda brillaba un diamante engastado en oro. Llevaba unos pendientes pesados de la misma filigrana que el collar. Helena contempló el donaire con el que se desenvolvía con su sari de color verde y dorado. Tenía las manos pequeñas pero fuertes, que mantenía en el ancho regazo, y llevaba innumerables anillos y brazaletes de pedrería. Helena intuyó repentinamente que podía confiar en aquella mujer.
—Usted... ¿Usted sabe lo que he visto allí arriba? —le preguntó finalmente en voz baja, añadiendo el tratamiento respetuoso de
maataadjii
para las mujeres mayores.
—Llámame Djanahara. Sí —dijo, con un suspiro contenido—, lo sé. Este palacio es antiguo, muy antiguo. Sus cimientos se remontan a muchos siglos atrás y ha visto muchas cosas en todo este tiempo. Las alegrías y las penas, los nacimientos y las muertes están mucho más relacionados en este país que en el de donde eres tú. La vida aquí es tan multicolor como nuestros saris y tan despiadada como el desierto, como el sol o como el monzón. Incontables generaciones de nuestro clan vivieron aquí, la suerte cambiante de los Surya y los Chand convergieron en este lugar y permanecerán para siempre entre estos muros.
Helena la miró con gesto inquisitivo. Djanahara sonrió.
—Nosotros, los
kshatriya
s, no somos ninguna
varna
unitaria; estamos subdivididos en clanes y en las familias de estos clanes, que casi son tan importantes y están tan divididos como las
varnas
. Dos de los clanes son los más antiguos y más poderosos desde tiempos inmemoriales, los Chandravanshis, que según la leyenda son hijos de la Luna, y los Suryavanshis, que proceden del Sol. El dios Krishna nació también como un Chand. Ambos clanes dominaban este país antes de que se establecieran aquí los clanes más jóvenes y, tal como el Sol y la Luna nunca van a la par en el cielo, así tampoco hubo nunca una paz duradera entre los Chand y los Surya. Sin embargo, la intrusión de los ingleses, ávidos de poder, cambió muchas cosas, y un príncipe sabio de la dinastía Chand desposó, tras largas y difíciles negociaciones, a su hijo mayor con la hija de un príncipe Surya. Su idea era conseguir la paz permanente entre los dos clanes, para que estuvieran unidos y fueran fuertes contra los ávidos
sahibs
. La dote de Kamala fue Surya Mahal, el palacio favorito de Dheeraj Chand hasta sus últimos días, como también lo fue de su amada esposa, que murió mucho antes que él. Dheeraj Chand fue el último rajá de Surya Mahal y de las tierras que le pertenecen. Considero un honor tener la sangre de ambas líneas en mis venas y sigo esperando ver un día de nuevo a un heredero sentado en el trono. Pero soy una anciana insensata —suspiró profundamente cuando le quitó a Helena de la mano el vaso vacío—, que no es capaz de comprender que se ha desvanecido el antiguo esplendor de los Chand. Hasta la fecha hemos defendido con orgullo nuestro imperio, con nuestras espadas y con nuestra sangre, a menudo incluso con inteligencia, pero la presencia de los
angrezi
es un veneno que se está extendiendo por la India. Aunque sé que no pueden dominar eternamente este país indómito, también sé que un buen día el antiguo imperio de los Chand enfermará con ese veneno y acabará marchitándose. Le ruego cada día a Krishna, nuestro antepasado, que no tenga yo que vivir ese momento.
Helena se había acurrucado entre las almohadas; solo con esfuerzo lograba mantener los ojos abiertos.
—Yo soy también una
angrezi.
Djanahara se inclinó sobre ella y la arropó con la sábana.
—Tú no eres ninguna
angrezi,
aunque su sangre corra por tus venas. Ya llevas la India en tu corazón.
«¿Como Ian?», querría haber preguntado Helena, pero el cansancio la venció. En estado de duermevela notó que Djanahara la besaba suavemente en la frente antes de caer en un sueño profundo.
El sol incidía cálido en la celosía de las ventanas dibujando un delicado patrón de encaje sobre el suelo cuando Helena abrió los ojos. Se desperezó y se abrazó a una almohada, disfrutando algunos instantes de la dulzura de un despertar paulatino. Las largas cortinas blancas de la puerta abierta se abombaban suavemente con el aire y, sobre las baldosas, un pavo real caminaba con porte majestuoso y la cabeza bien alta. De lejos se oían las risitas y la cháchara de las mujeres, y una sonrisa de felicidad se dibujó en el rostro de Helena. No habría sabido decir cuánto tiempo había dormido, si una noche o dos, pero se sentía reanimada y ligera, como si en el sueño se hubiera sacudido todas las sombras oscuras que la habían oprimido hasta entonces. Una ligera corriente de aire, que delataba que se había entreabierto la puerta de la alcoba, hizo que levantara la vista. Un rostro oscuro se asomó por el hueco de la puerta, le sonrió y, a continuación, entró Djanahara con una bandeja en las manos en la que traía
chai
humeante y unas deliciosas pastas de almendra.
—¿Has dormido bien? —preguntó Djanahara con un tono cariñoso sentándose en el borde de la cama.
—Muy bien. —Helena se incorporó y se desperezó a gusto. Se abalanzó con hambre sobre las pastas y se bebió el té a grandes sorbos.
De lejos llegaban todo tipo de ruidos: martillazos, sonido de sierras, ruido de afilar, órdenes dadas por hombres, pasos apresurados, cascadas espumeantes de palabras de las mujeres. Toda la casa parecía encontrarse sometida una agitación intensa pero alegre.
—¿Qué está ocurriendo ahí a fuera?
—Están preparándolo todo para la boda.
—¿Qué boda? —Helena se limpió algunas migajas que le habían caído sobre los volantes del camisón y eligió otra pasta.
Djanahara la observó un momento con expresión suave pero al mismo tiempo prudente en sus ojos negros antes de dar una respuesta.
—Hoy es el
solah shringar
, el día de tu boda,
betii
.
A Helena estuvo a punto de atragantársele el bocado. Miró a Djanahara con los ojos como platos.
—¿Mi qué? ¡Pero si ya... si ya estoy casada!
Djanahara se inclinó hacia ella y llevó su mano adornada de anillos a la mejilla de Helena.
—No ante Shiva y los demás dioses.
Helena tragó con esfuerzo el resto de medialuna de almendras, que de pronto le pareció desagradablemente pringosa.
Poco después siguió indecisa a Djanahara al baño de la
zenana
, donde las mujeres se arrojaron sobre ellas con entusiasmo. Bajo la mirada atenta de Djanahara, le untaron una masa viscosa, resinosa, en las axilas y por las piernas. Cuando se secó se la arrancaron bruscamente. Helena gritó al principio de dolor y de miedo, pero luego apretó los dientes con valentía. Un ungüento ligero que olía a fresco mitigó el ardor y le calmó la piel irritada. Tras el baño con pétalos de rosa, la frotaron de la cabeza a los pies con un aceite que olía a rosas y a jazmín, sándalo y palo de rosa. Un peine de púas gruesas desenmarañó su pelo enredado durante el sueño, una pomada densa en esencias lo hizo sedoso y brillante. Envuelta en un ligero sari blanco siguió a las mujeres hasta un patio interior oculto de la
zenana
, en cuyo centro descendían unos escalones llenos de cojines de colores cálidos entre los que serpenteaban guirnaldas de caléndulas. Una de las mujeres la invitó a tomar asiento, tenderle las manos y apoyar las piernas en los cojines. Aplicaron sobre su piel, en líneas finas, una pasta de color rojo oscuro que olía a hierbas y hojas secas, dibujando primorosas volutas, zarcillos y hojas en las palmas de sus manos que se extendían por los dedos en ascenso hacia el dorso de las manos y se perdían finalmente en las muñecas. Lo mismo le dibujaron en las plantas de los pies y hasta los tobillos. Algunas mujeres entonaron un canto acompañadas de una pandereta, al que luego se sumaron las demás. Alternándose en el coro polifónico, cantaron sobre la belleza de las mujeres, los ojos brillantes, las mejillas frescas y los labios rojos; sobre la suave curva de la pelvis y la convexidad firme de los pechos; sobre la decencia y la castidad, la humildad y la obediencia, las virtudes de la esposa hindú; sobre los placeres terrenales y las alegrías celestiales, que arremolinaron la sangre de Helena en las mejillas. A pesar de que le resultaba difícilmente comprensible ese lenguaje amanerado y no conocía muchas de las palabras antiguas, se dio cuenta sin embargo de que eran las canciones con las que generaciones de mujeres antes que ella habían sido preparadas para lo que vendría esa noche; un saber antiquísimo transmitido de mujer a mujer en esos cantos, en el círculo de sus semejantes, entre madres e hijas, entre hermanas y primas, tías y sobrinas. Aunque no era el lenguaje de Helena, aunque en sus venas fluía otra sangre, se sintió protegida y segura en aquel círculo de mujeres, unida a ellas por el vínculo de su sexo, simbolizado por las líneas de color rojo oscuro que se extendían por sus manos y sus pies.
Escuchó con atención las palabras, los cálidos tonos de voz que la envolvían como un manto, el ritmo, unas veces rápido y otras lento, de la pandereta, como un latido, mientras transcurrían las horas. Djanahara, la mayor de aquellas mujeres y señora de la casa, la alimentaba con trozos de mango, plátano y coco; le puso en los labios un vaso de
chai
especiado con canela y cilantro mientras se secaba la pasta sobre su piel y formaba una costra fina. La luz del sol caía oblicua en el patio, teñía de dorado las cabezas de las mujeres y sus saris irisados; más tarde adquirió el color del latón y el cobre, y no fue hasta que encendieron algunas antorchas cuando Helena se dio cuenta de que el día llegaba a su fin.
Le limpiaron la pasta seca de las manos y los pies con una esencia que olía a limón. Helena estudió asombrada, en la penumbra que creaban la luz azul crepuscular y el brillo cálido de las llamas, las filigranas que adornaban sus manos y sus pies.
Djanahara y otras tres mujeres la acompañaron de vuelta a su alcoba, iluminando el camino con quinqués cuyos contornos calados proyectaban racimos de luz dorada sobre suelos y paredes.
En silencio y con solemnidad, despojaron a Helena del austero sari exento de adornos. Le abotonaron por delante el estrecho
choli
, que dejaba al descubierto el ombligo, de un rojo intenso, y desplegaron la tira del sari, de varios metros de longitud. Helena respiró profundamente cuando vio aquella lujosa hermosura de un rojo profundo ribeteado por una ancha franja entretejida de hilos dorados con el diseño de Cachemira que ya conocía de su chal, formando zarcillos y hojas, pavos reales, rombos y soles estilizados, y con diminutos espejos con reborde de oro y pedrería. Helena confiaba en que fueran cuentas de cristal y no las piedras preciosas que en verdad parecían ser. Le enrollaron la seda brillante empezando por las caderas y acabando finalmente por encima del hombro izquierdo, desde donde la tela le caía a plomo por la espalda.
Djanahara la examinó un buen rato y luego sonrió con calidez.
—Hacía mucho tiempo que no había ninguna novia en Surya Mahal —susurró, visiblemente emocionada, agarrando las manos de Helena—. En el
solah shringar
, la novia lleva todas las joyas que aporta como dote al matrimonio. Tú has llegado con las manos vacías a esta casa, pero sé que no te entregaré a tu marido sin riqueza. —Cogió el extremo del sari y se lo pasó a Helena por la encima de la cabeza, como un velo, y a continuación la sujetó de los hombros—. Ya es la hora —susurró, besándole la frente.
El sonido uniforme y sordo de un tambor, serio y solemne pero al mismo tiempo lleno de una alegre excitación, los acompañó por los pasillos y los salones, todos iluminados festivamente. Helena, del brazo de Djanahara, caminaba con cuidado, con los pies descalzos y las rodillas temblorosas.
El patio grande al que habían llegado cabalgando estaba iluminado por el resplandor trepidante de innumerables antorchas y quinqués de aceite, y su suelo, cubierto por una capa gruesa de pétalos de rosa. Guirnaldas de caléndulas, rosas y jazmines revestían los muros. En el centro ardía una hoguera, alrededor de la cual corría una estrecha alfombra roja bordeada de cojines blancos y rojos. Todos los habitantes y sirvientes del palacio, vestidos y engalanados para la ocasión, estaban situados contra los muros del patio, en silencio, expectantes. Involuntariamente, Helena se pegó más a Djanahara, que le apretó la mano para darle ánimos con ojos brillantes.
El tambor enmudeció. El silencio descendió pesado y denso sobre el patio, bajo la carpa del cielo nocturno. Los tres golpes que sacudieron como truenos la puerta cerrada hicieron que Helena se estremeciera.
—
Kyaa tjaahiye
, ¿qué deseáis? —gritó autoritario hacia el exterior el guardián del portón, un rajput espigado con levita blanca, turbante rojo y espada reluciente al cinto.
—
Maiñ merii dulhin tjáahtaa
, «exijo a mi esposa» —fue la respuesta en voz alta y decidida que se oyó al otro lado del muro, un tanto amortiguada por la gruesa madera del portón.