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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (34 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Durante los dos días siguientes, Helena apenas se veía con ganas de mirar cómo Ian y Mohan Tajid practicaban con Jason durante horas todo tipo de golpes precisos, pasos, llaves de lucha y maniobras evasivas, cómo los dos hombres maduros atenazaban implacablemente al chico en simulacros de lucha. Jason, con la cara completamente roja, estallaba al principio en lágrimas de rabia. De rabia porque no podía imponerse a ellos, de rabia porque se acumulaban en su interior todas las humillaciones sufridas en los días de escuela. Pero justamente esa rabia era la que le procuraba la energía necesaria, y después de aporrear al principio sin ton ni son, comenzó a interiorizar los movimientos aprendidos, a relajar y a tensar los músculos para atacar puntos precisos, a parar los golpes, a liberarse con habilidad cuando lo retenían.

En algún momento reapareció Helena en la terraza acristalada para animar a voz en grito a su hermano junto con Vikram y algunas de las chicas, que gozaban claramente de aquel espectáculo, tanto más cuanto que se transformó repentinamente en una pelea salvaje. Los tres jadeaban, reían, gritaban hechos un ovillo de brazos y piernas en la hierba, ya muy castigada, lo cual arrancó a Vikram una retahíla de quejas al tiempo que guiñaba un ojo.

Helena estaba asombrada de la agilidad y de la flexibilidad con la que se movían Ian y Mohan Tajid, si bien era manifiestamente claro que los dos apenas se esforzaban más allá de los límites del chico. Sus movimientos no tenían nada de los golpes a diestro y siniestro de una pelea en una fonda; eran elegantes y muy bien estudiados, como si los hubieran aprendido alguna vez desde su raíz, pensó Helena.

Resultaba obvio que Jason era inferior a los dos hombres, pero no obstante conseguía atinarles alguna que otra dolorosa patada en la espinilla o algún codazo fuerte en las costillas.

Sin embargo, lo decisivo era que esas luchas le habían dado el valor para defenderse, tanto que decidió por sí mismo regresar a la escuela el lunes por la tarde con una nota de Ian como tutor suyo en el equipaje que aclaraba su ausencia sin permiso y lo disculpaba sin humillar aún más a Jason.

Antes de partir se atiborró de galletas con mermelada y de bocadillos a la hora del té, en la terraza acristalada, porque la comida en St. Paul era mediocre en el mejor de los casos. Mohan Tajid se retrasó un poco y, cuando tomó asiento en la mesa, deslizó algunas bolsitas cerradas de papel bajo el platillo de Jason. El chico frunció el ceño.

—¿Qué es eso?

—Polvos picapica —dijo Mohan Tajid con objetividad, asintiendo amablemente al criado, que mantenía la tetera en alto con un gesto interrogativo. Solo quien mirase con atención podía notar el temblor delator de la comisura de sus labios por debajo de su bigote—. Pueden obrar verdaderos milagros en camisas, pantalones y pijamas cuando se deja en los armarios.

22

El sol derramaba su deslumbrante luz matutina sobre las cofias blancas del Himalaya, disolviendo el velo de bruma que había quedado detenido en las colinas verdes como un último aliento del amanecer. Con rapidez pero con su gracia característica ascendían las mujeres por las angostas sendas de aquellas alturas. De lejos, con sus sencillas vestimentas rojo rubí, turquesa, azul cobalto, verde musgo y amarillo azafrán, parecían una sarta de cuentas de cristal. El tintineo de sus adornos de plata se mezclaba con el susurro de las hojas que rozaban al pasar. Su figura pequeña y rechoncha, los ojos oscuros y sesgados en rostros fuertes y huesudos delataban que procedían de las montañas. Con laboriosos dedos comenzaban su jornada de trabajo recolectando la florecita de más arriba y las dos hojas de debajo de cada brote joven,
two leaves and a bud,
y arrojaban a primera vista la insignificante y sin embargo tan valiosa cosecha con un movimiento rápido en la cesta trenzada que llevaban a la espalda. La ligereza de sus manos desmentía el trabajo agotador, durante horas y horas, bajo aquel tórrido sol que evaporaba la humedad del suelo. Las trabajadoras parecían sentirse a gusto, sin embargo. Sus cánticos sonaban suaves en las colinas silenciosas, el aire traía jirones de conversaciones en los dialectos veloces de las montañas, risas claras con el susurro del viento en las hojas.

Solo quien conocía las otras plantaciones de té se percataba de la ausencia de capataces vestidos de blanco que vigilaban a las recolectoras con más ojos que Argos, incitándolas en un tono cortante a que se dieran prisa o a que fueran más cuidadosas, y las acompañaban luego a la fábrica. La plantación de té de Shikhara funcionaba sin esos controles y no por ello rendía menos ganancias, más bien todo lo contrario. Algunos de los plantadores vecinos observaban con suspicacia el trato laxo dispensado a las trabajadoras. No había ninguna otra plantación en varios centenares de kilómetros a la redonda en la que la propia
memsahib
, vestida con una sencilla camisa y botas de montar, aprovisionara a las trabajadoras junto con su personal de cocina, ofreciéndoles
madra
, garbanzos cocidos en yogur y
ghee
,
palda
, verduras rehogadas y refrescante
chai
con menta silvestre, antes de que se pusieran nuevamente en camino hacia las plantaciones.

Ya de lejos se oían los estampidos y el traqueteo de las máquinas; dentro de la fábrica el fragor era infernal. En penumbra, a una temperatura muy elevada y entre los monstruos de hierro, los trabajadores se apresuraban de un lado a otro con diligencia; conforme al antiguo dicho según el cual el alma del té estaba en las manos de las recolectoras pero su corazón y su cerebro los establecía la manufactura, aquellos edificios alargados eran un dominio puramente de hombres. Allí ablandaban las hojas al marchitarse extendiéndolas en los pisos superiores en capas finas sobre rejillas revestidas de yute entre las cuales circulaba aire caliente que eliminaba la mitad de su contenido en agua. De este modo se ponían suaves y flexibles y no se fragmentaban cuando las pasaban por los rodillos a continuación. Por regla general se dejaban marchitar las hojas durante todo un día, pero Ian controlaba casi cada hora el estado de la cosecha tendida personalmente y, sin echar ningún vistazo al reloj, decidía cuándo se podía proceder a pasar los rodillos.

Imponentes y lentas máquinas de rodillos que movían pesadas planchas de metal aplastaban las paredes celulares de las hojas y liberaban las esencias etéreas contenidas en ellas impregnando el aire con un aroma embriagador. Las hojas aplastadas se pasaban por cribas alargadas, y dedos expertos y habilidosos clasificaban las hojas por su tamaño y su mayor o menor fragmentación.

Helena al principio tenía un lío de conceptos como
orange pekoe
o bien
flowery orange pekoe
, términos con los que se designaban las diferentes calidades de una misma cosecha, pero aprendió rápidamente a clasificar de un vistazo las finísimas hojitas enrolladas, a menudo no más largas que las uñas de sus dedos, y a llamarlas como correspondía.

—El té de Shikhara tiene un porcentaje con frecuencia superior de
tippy golden flowery orange pekoe
—le había aclarado Mohan Tajid cuando le enseñó la fábrica por primera vez—. Es decir, las puntas de todas las hojas poseen una coloración entre parda y dorada muy infrecuente y, consecuentemente, se paga a un precio más alto. Aquí adquiere el té su color y, sobre todo, la delicadeza de su aroma. —El ruido de los rodillos menguó cuando entraron en una sala alargada por cuyas ventanitas el sol arrojaba formas sobre las paredes y el suelo. La calidez húmeda del aire, grávido por el aroma áspero del té, le cortaba a Helena la respiración. Reinaba el silencio y Mohan Tajid bajó la voz hasta convertirla en un susurro cuando pasaron junto a unas alfombras cuadrangulares hechas de hojas de té extendidas de color marrón y un tono verde polvoriento.

—Esta sala contiene el secreto del té propiamente dicho. En un ambiente con una humedad de por lo menos el noventa por ciento, con un aporte constante de calor, el té fermenta. Si la temperatura es demasiado elevada, las hojas se pierden; si desciende en exceso, el proceso de fermentación se interrumpe. Desconocemos lo que sucede exactamente en el interior de las células. El té tiene que reposar aquí entre una y tres horas, y el verdadero talento de un plantador de té se manifiesta sobre todo en que sabe exactamente cuándo el té ya ha fermentado hasta su grado óptimo. He oído decir a algunos trabajadores que se han pasado toda la vida en plantaciones de té y en manufacturas que Ian lo lleva en la sangre, como si escuchara la voz del té.

Igual de exigente y delicado era el secado del té en cámaras preparadas a tal efecto con corrientes de aire caliente: si se secaba demasiado poco corría el peligro de enmohecerse; si estaba expuesto al calor demasiado tiempo perdía su valioso aroma. Todo este despliegue convertía las tiernas hojas verdes de las extensas colinas de Darjeeling, las veinte mil
two leaves and a bud
por kilogramo de la
first flush
, la primera cosecha del año, en el té mejor pagado del mundo.

Desde el amanecer hasta bien entrada la noche, los trabajadores se afanaban en los campos, en los edificios de la fábrica y en la parte trasera de la casa en lo que concernía a Helena. Todo eran prisas, porque cada día que pasaba podía ser un día de más que debilitara el peculiar aroma de las hojas de té y significara una pérdida de calidad. Muerta de cansancio, Helena caía rendida noche tras noche en su cama y, tras unas pocas horas de sueño pesado, volvía a levantarse de madrugada. Había que aprovisionar a centenares de trabajadores, vendar pequeñas heridas, administrar medicinas o llevar a los enfermos al médico, y además había que llevar la casa como un mecanismo de relojería bien engrasado.

A Jason no parecía preocuparle que ella apenas dispusiera de tiempo para él; casi todos sus compañeros de la escuela compartían el mismo destino durante las semanas de la cosecha y tenían que valerse por sí mismos en mayor o menor medida; algunos faltaban incluso una semana o dos, porque en casa se necesitaban todas las manos, y los profesores trataban con indulgencia esta cuestión mientras no menoscabara en exceso el rendimiento escolar. Cuando no estaba leyendo sus libros o rogando durante horas a Mohan Tajid para salir a dar un paseo a caballo, Jason ayudaba a empaquetar y apilar las cajas de té. Las bolsitas de papel habían cumplido su cometido para su completa satisfacción; con entusiasmo representó la pantomima de cómo Hugh y Frank habían ido saltando como diablillos furiosos por el dormitorio después de que Jason impregnara en secreto sus pijamas con los polvos. Sin embargo, su obra maestra había sido derribar a Hugh con un golpe de boxeo en la boca del estómago. Aquello le había valido una nueva reprimenda por escrito, que él consideraba más una condecoración que un castigo. Además, se había asegurado de este modo el reconocimiento de muchos compañeros que también sufrían en sus propias carnes la mala leche de Hugh. En un abrir y cerrar de ojos tenía de su lado a un puñado de chicos. Formaron un grupo y él les enseñó en secreto los trucos más importantes para defenderse de Hugh y sus compinches. Tras algunos días tumultuosos se firmó una especie de armisticio entre los dos grupos, tan solo interrumpido ocasionalmente por rifirrafes de poca importancia y travesuras mutuas, y regularmente abolido en el campo de rugby, por supuesto. Incluso se había hecho muy amigo de dos o tres compañeros, sobre todo de Freddie Beesley, quien por ser hijo de uno de los profesores de St. Paul había tenido que sufrir las agresiones solapadas de Hugh, y es que ganarse la antipatía de un profesor era algo que ni siquiera osaba hacer Hugh Jackson. Puesto que Freddie podía imaginar algo más bonito que pasarse todos los fines de semana en el recinto de la escuela donde estaba la casita en la que, huérfano de madre, vivía con su padre, pronto hubo un invitado más a la mesa del té de los Neville, antes de que los dos chicos volaran a la fábrica o a la dehesa con los caballos.

Pese a lo agotadora que era la época de la cosecha, Helena disfrutaba muchísimo aportando su granito de arena: organizando la rutina del día entre la cocina, la lavandería, el huerto, la casa y la fábrica; bromeando y charlando con sus empleados; aprendiendo entre risas algunas palabras de las recolectoras en los diferentes dialectos de las montañas; hallando soluciones para los problemas cotidianos con los que la abrumaban en exceso, ya fuesen las riñas entre criadas, la insatisfacción con la mercancía del pescadero, los ratones de la despensa, la porcelana rota, la plata deslucida o los problemas personales de los criados. Al principio se desanimaba a menudo por todas las tareas con las que debía lidiar a diario. Muchas cosas le resultaban extrañas y desconocidas. Pero escuchando, observando, haciendo preguntas, fue ganando cada vez mayor confianza en sí misma, en sus decisiones y en su modo de obrar, y la alegraban la calidez y la cordialidad que le demostraban los demás.

A Ian lo veía en muy raras ocasiones, pero lo que llegaba a sus ojos en esos pocos instantes le gustaba: cómo irradiaba una calma sosegada y una gran concentración pese a la presión del tiempo y al trabajo inmenso; el modo en que trataba a las recolectoras y demás trabajadores, siempre con amabilidad pero con determinación, nunca de manera autoritaria, nunca con prepotencia; el brillo, respetuoso y cariñoso a la vez, en los ojos de los hombres y mujeres cuando hablaba con ellos. Se ponía colorada de alegría cuando le daba un beso en la mejilla al pasar y le susurraba algunas palabras de reconocimiento o de agradecimiento por su labor. Le parecía haber formado siempre parte de ese mundo, de él, de su vida. Era como si hubiera encontrado su sitio, una cierta clase de felicidad. Sin embargo, en los pocos momentos de pausa, de tomar aliento, la invadía la fría angustia: «¿Cuánto tiempo irán las cosas así de bien...? ¿Cuánto tiempo más?»

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