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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (38 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Rajputana, mayo de 1844

El sol quemaba sin compasión desde un cielo claro y resplandeciente, resquebrajando el suelo amarillento, pulverizando su costra hasta convertirla en polvo, licuándolo de nuevo en el horizonte con el aire que centelleaba por el calor. Entre la tierra desnuda y las piedras había hierbajos resecos y matorrales muertos; raras veces se deslizaba rápidamente la sombra de un lagarto serpenteando en zigzag hasta que encontraba de nuevo refugio para evitar aquel sol abrasador debajo de alguna piedra grande suelta.

Los cascos de dos caballos resonaban sordamente por la llanura, rechinaban sobre las piedras y la arena. Iban cambiando el paso y dando tropiezos cada vez con mayor frecuencia porque los animales estaban cansados, aunque solo hacía unas cuantas horas que se habían puesto en camino.

—Aiiiii —
exclamó haciendo aspavientos el mayor de los dos hombres—. ¿Cuánto puede quedar todavía,
sahib
Winston?

El joven inglés se enjugó con el dorso de la mano el rostro quemado por el sol, chorreante de sudor. La camisa, en otro momento blanca, tenía manchas de arena, estaba empapada y se le pegada al tronco macizo y musculoso.

—No lo sé, Bábú Sa’íd. Según las indicaciones de las que disponemos, deberíamos haber llegado hace ya bastante rato. ¡Este condenado desierto!

Maldiciendo, tiró de las riendas para obligar a su caballo de pelaje oscuro a describir un semicírculo mientras oteaba achicando los ojos las mesetas alargadas y el horizonte. No había presentido que la descripción del camino que le había hecho el oficial superior sería tan inexacta, a pesar de no desconocer que esa parte de Rajputana había sido cartografiada solo parcialmente. Hacía ya días que habían abandonado el territorio jurisdiccional británico y traspasado las fronteras de uno de aquellos principados que seguían sustrayéndose, con una resistencia pasiva, a la dominación extranjera de los ingleses.

—¿Qué hacemos ahora,
sahib
? —Bábú Sa’íd refrenó su caballo, de un color gris sucio, y miró a su señor en busca de ayuda. Tenía los ojos casi negros y apagados, un rostro oscuro curtido por el sol en el que destacaba fuertemente el bigote cano.

El caballo de Winston bajó de agotamiento la cabeza y comenzó a escarbar sin mucha convicción en las piedras con una pata delantera, mientras su jinete contemplaba aquel páramo hostil.

No era un hombre guapo. Tenía una estatura poco habitual y una figura voluminosa. Su piel era pálida, ligeramente rojiza, como su pelo rubio, herencia de sus antepasados normandos. Los ojos, de un azul claro con motas grises, parecían mirar el mundo con ingenuidad; sin embargo, poseía un entendimiento agudo. Su rostro, completamente afeitado en contra de lo que dictaba la moda, era una curiosa mezcla de rasgos blandos y partes huesudas. Parecía más joven de lo que era a sus veintisiete años. Quien no lo hubiera visto moverse habría podido pensar que se trataba de un tosco muchacho descomunal con cierta propensión a la indolencia, pero cada centímetro de su cuerpo estaba entrenado y le procuraba la vigorosa flexibilidad de un animal. Su presencia física infundía un gran respeto por sí sola.

Bábú Sa’íd conocía la expresión facial de su señor, que descargaba la tensión en un músculo trepidante de su maciza mandíbula. Aquello daba a entender que estaba profundamente inmerso en sus cavilaciones. Sabía que lo mejor en esos momentos era permanecer en silencio.

—¡Adelante! —exclamó finalmente Winston, tirando con tanta energía de las riendas que su caballo se encabritó asustado—. ¡Vamos a encontrar ese maldito palacio aunque tengamos que remover las piedras! —Con decisión se puso al galope tan rápidamente que Bábú Sa’íd tuvo que apresurarse para seguirlo.

Mientras el sol caía abrasador hora tras hora sobre ellos, abrasándoles las mejillas y haciendo que cayera el sudor a raudales por sus espaldas y brazos, Winston cerró por unos instantes los ojos y sintió la fría mejilla de Edwina cariñosamente arrimada a la suya. Olió su delicado aroma a lirios de los valles. Echaba de menos los besos robados en el jardín de los Grayson, besos que sabían a fresas y que le dejaban con hambre cuando ella, con una risita pudorosa y un susurro de faldas, corría hacia la protección que le ofrecía la casa. Edwina, hija única del coronel Grayson, con una piel como la nata, los ojos de un azul lavanda, rizos castaños y un talle tan estrecho que él podía rodeárselo fácilmente con sus manos. Vivaracha, caprichosa y traviesa, lo había encandilado con el brillo descarado de sus ojos y con su voz cristalina... con la complacencia del coronel y de su esposa, a quienes había gustado el joven soldado, tan de fiar como ambicioso, y cuyos orígenes, si bien era tan solo el hijo menor de una familia empobrecida de la nobleza provincial de Yorkshire, se remontaban casi sin interrupción hasta la época de la Guerra de las Dos Rosas.


Sahib
...

Lo sacó de su ensimismamiento la voz agitada de Bábú Sa’íd y refrenó su caballo.

Ante ellos se quebraba abruptamente el suelo, precipitándose hacia abajo en un talud hacia un amplio valle en cuyo centro, como creadas por la mano de un mago, se alzaban las murallas de un palacio. La arena reflejaba la luz cegadora del sol, y las almenas y torres parecían rodeadas por una aureola de llamas.

Winston y Edwina llevaban casi dos años prometidos en secreto, y el coronel le concedería su mano en cuanto hubiera escalado una graduación más en la escala militar. La misión diplomática para la que había sido enviado hasta allí le reportaría con toda seguridad ese ascenso, claro está, si resultaba un éxito. Sin embargo, una vez allí, titubeó.

Como si el caballo percibiera su indecisión, cambiaba con desasosiego el apoyo de sus patas delanteras; incluso Bábú Sa’íd lo estaba observando con expectación. Winston tragó saliva, tenía la garganta seca, y sabía que no se debía únicamente a la cabalgada de varias horas de duración por el polvo y las piedras y al calor. Su instinto le aconsejaba dar la vuelta, pero sabía que era imposible, y también que era inevitable aquello que lo estaba esperando allá abajo.

En el siguiente parpadeo espoleó al caballo y tomó el camino del talud con la mirada clavada en las murallas de Surya Mahal.

En calidad de peticionarios, estaban apostados ante la imponente puerta el vigoroso y joven inglés y el bajito y delgado cipayo, sudorosos, sucios, cansados y sin el esplendor de las chaquetas de sus uniformes del brazo militar de la Compañía de las Indias Orientales, que tenían detrás metidas en el equipaje. Los guardias rajputs, que los miraban con desprecio, como a mendigos, les permitieron la entrada solo de mala gana y tras la entrega de todas sus armas. El rostro arrugado de Bábú Sa’íd se contrajo en una mueca triste cuando se vieron forzados a entregar a los rajputs sus pistolas y su querido e inseparable mosquete Brown Bess.

No obstante, les dispensaron la proverbial hospitalidad rajput. Sus habitaciones eran grandes y estaban magníficamente acondicionadas, y varias almas serviles se esforzaban con prontitud para satisfacer su bienestar físico. Bañado, afeitado y vestido impecablemente con el uniforme, Winston había solicitado inmediatamente una audiencia con el rajá, pero habían pasado ya dos días y dos noches y seguía sin recibir una respuesta. Ni el mayordomo ni ninguno de los domésticos supo decirle cuánto tiempo más pasaría hasta poder ver al príncipe. Siempre que preguntaba recibía como contestación un pesaroso encogimiento de hombros y siempre las mismas fórmulas corteses en hindi. Winston estaba que rabiaba. Con los brazos cruzados sobre su ancho pecho, no hacía otra cosa que ir incesantemente de la cama a las puertas abiertas de par en par que daban al patio interior con sus relucientes botas de montar, que Bábú Sa’íd había lustrado ya por vigésima vez. Corría por la habitación una brisa cálida pero agradable que hinchaba las delicadas cortinas, aunque no alcanzaba apenas para enfriar su cólera por la actitud desdeñosa con que el rajá los hacía esperar, a ellos, embajadores de la Corona. Bábú Sa’íd se había sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta en uno de los gruesos cojines y parecía haber caído en un estado de duermevela, con los ojos cerrados.

Winston se detuvo en el umbral del patio interior y se quedó mirando fijamente hacia el exterior con sus cejas pálidas fruncidas en un gesto de enfado. No notaba las valiosas labores de tallado de las columnas y las almenas de los muros, ni tampoco veía la tinaja pintada de azul y blanco con ramos de flores, ni el pavo que caminaba ceremonioso sobre las baldosas claras mirándolo y girando luego con desdén la cabeza de un azul chillón, quizá por la falta de atención de Winston.

Hacía seis años que se había alistado y pisado suelo indio. Una carrera militar en la Compañía de las Indias Orientales prometía una paga decente, mejor que en la del ejército de la reina, y la oportunidad de una fortuna en la India con ambición, obediencia, inteligencia y el pellizquito necesario de buenos contactos. Todos conocían las historias o se enteraban de ellas lo más tardar en las primeras semanas de vida en el cuartel: historias de soldados rasos que habían conseguido llevarse su parte de las inconmensurables riquezas del subcontinente y convertirse en legendarios nababs. Y Winston era una persona ambiciosa; toda su vida se había avergonzado de ser pobre, pese a saber que sangre noble y antigua corría por sus venas. Sabía que podía conseguirlo. Un día volvería a Inglaterra cargado de condecoraciones y rico, sintiendo con total satisfacción las miradas de sus antiguos compañeros de la escuela, que se habían reído y burlado de él por depender de las limosnas de la dirección para alumnos especialmente dotados. Se presentaría con orgullo ante los miembros de su familia, para quienes siempre había sido el insignificante hijo pequeño. La boda con Edwina lo uniría a una de las familias de oficiales más antiguas del país y allanaría el camino de su posterior ascenso. Sabía que tenía que demostrar allí su eficiencia. Todo su futuro dependía del éxito o del fracaso de aquella misión. No podía permitirse ningún error.

Un golpe enérgico le hizo volverse de repente. Ataviado con una chaqueta de color azul cobalto, pantalones de montar blancos y un turbante esmeralda, el mayordomo hizo una breve reverencia ante él.

—Su Alteza, el sublime rajá, le concede la
durbar
.

A Winston se le salía por la boca el corazón mientras iba junto al mayordomo por los pasillos, dando unas zancadas tan grandes que tenía que prestar atención para no adelantarlo. Bábú Sa’íd lo seguía como una sombra. Le pareció casi interminable el camino hasta la sala del trono, en algún lugar en el corazón del palacio. Winston no tenía ojos para las tallas de madera ni para las piezas de marquetería, ni las valiosas telas, ni las estatuas, ni los tapices junto a los que pasaba a toda prisa; su cabeza estaba poblada por jirones de pensamientos, y todo su ser estaba concentrado en la entrevista con el soberano.

Nunca hubo un plan de acción para la conquista y colonización de la India. Más bien de una manera casual, pedazo a pedazo, el país había ido cayendo en manos de los ingleses en las innumerables contiendas bélicas y refriegas de las últimas décadas. Un rajá renegado que quería sustraerse a sus obligaciones contractuales, un estado vasallo que se sentía amenazado por sus vecinos, incursiones en territorio británico o un vecino fronterizo muy belicoso eran justificación suficiente para una guerra y, tras las victoriosas batallas, se hallaba de nuevo la Compañía con territorios, responsabilidades e ingresos adicionales. La fe enraizada en la divina providencia, que determinaba que Inglaterra debía liderar como potencia mundial, unida a la certeza inquebrantable de la superioridad de la raza blanca, dictaba que había que tomar de la mano casi como a niños pequeños a los hindúes, que se aferraban a sus costumbres bárbaras y a sus primitivas formas de vida, había que dispensarles las bendiciones de la civilización inglesa, el progreso técnico, la cultura, la moral y, no en último lugar, el cristianismo. Este era el «bagaje» que el «hombre blanco» cargaba, resignado a su destino. Al fin y al cabo, el dominio de Inglaterra iba a traer finalmente la paz a la India, un estado plurinacional, un caleidoscopio de idiomas y religiones, tras siglos de luchas internas y externas. Y para lograr una paz duradera parecía haber una única solución: poner todo el territorio del subcontinente bajo control británico, unirlo bajo el dominio de la Corona.
Rule
,
Britannia, Pax Britannica
. Cada porción de poder que no estaba en manos de Inglaterra ocultaba el peligro de una guerra o de una rebelión, amenazaba la soberanía dentro del país, debilitaba su defensa en las fronteras.

Así pues, habían enviado a Winston desde Calcuta a la lejana Rajputana para mover a uno de los príncipes más poderosos a poner su extenso territorio bajo la protección y el control de la Corona. Una misión delicada, puesto que hasta el momento este había permanecido sordo tanto a los halagos como a las amenazas de los ingleses o había usado todo tipo de artimañas para evitar dar una respuesta. Poco a poco Winston comenzó a presentir lo difícil que sería realmente la misión que le habían encomendado.

Dos guerreros rajputs con espada larga y pistolas abrieron las dos hojas de la puerta de madera maciza guarnecida de oro que se encontraba al final de la sala de baldosas de mármol a la que el mayordomo condujo a Winston y a Bábú Sa’íd. Una alfombra roja comenzaba en el umbral, que Winston traspasó a una señal. Bábú Sa’íd quiso seguirle, tal como tenía por costumbre, pero lo disuadió de su propósito una breve orden del mayordomo. «Bueno, vale, me obligan a meterme solo en la boca del lobo», pensó Winston, asintiendo con un gesto confiado al cipayo.

Las hojas de la puerta resonaron al cerrarse tras él. En un primer momento quedó deslumbrado por el resplandor de las innumerables luces reflejadas en la piedra lisa y sedosa, la madera pulida, la plata, el oro y las piedras preciosas. A pesar de todo siguió avanzando con paso decidido. La alfombra ahogaba todo el sonido de sus botas en un espacio de techos altos, ya de por sí en silencio absoluto. A ambos lados de su camino se arrodillaban las criadas con las manos juntas en señal de saludo y la cabeza tan gacha que Winston solo podía verles la coronilla, tapada con el extremo del sari. A unos cincuenta pasos de él había una mesa baja de amplio tablero rodeada de cojines profusamente bordados, completamente cubierta de bandejas y fuentes de oro y plata llenas de manjares que olían deliciosamente. Y unos diez pasos más allá, un estrado de varios escalones, el
gaddi
, el trono del príncipe, relucía a la luz de las lámparas, cargado de rubíes, esmeraldas y zafiros.

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