El cielo sobre Darjeeling (41 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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En una ocasión se encontró a su regreso a un Bábú Sa’íd completamente descompuesto que mantenía un agitado enfrentamiento verbal con una joven de una belleza excepcional apenas cubierta por un sari translúcido y hecha un basilisco. Enseguida salió a relucir que el rajá se la había enviado prestada a Winston para esa noche. Se marchó ofendida cuando Winston le explicó con pesar que sabía apreciar ese honor, pero que él estaba prometido en Calcuta y en su cultura se tenía por extremadamente deshonroso mantener relaciones carnales con otras mujeres.

Winston rechazó una invitación a cazar, alegando que su caballo era un oprobio en comparación con los soberbios caballos árabes del príncipe y que sus artes hípicas solo servían para los rocines de batalla ingleses y de ninguna manera para esos animales tan nobles. De la misma manera se excusó para no jugar una partida de ajedrez contra el rajá, alegando que sería una ofensa para su reina si exhibía sus chapuceras dotes para ese juego.

En el rostro del príncipe vio que no creía ni una palabra, pero vio que había en los ojos de Chand una pequeña chispa de respeto por la soltura y la astucia de Winston, y este tenía la sensación de que comenzaba a tomarle cada vez más en serio.

No obstante, no había avanzado un ápice en el objetivo de su estancia allí, que era mantener como mínimo una conversación diplomática con el príncipe. Además, la precaución y el fingimiento continuos, la conciencia de la amenaza que flotaba permanentemente sobre él comenzaban a fatigarlo y a desmoralizarlo.

Aunque sabía que esa noche no se iba a encontrar con Mohan Tajid, tomó sin embargo el camino acostumbrado al jardín. Aquel patio interior se había convertido para él en el único lugar de palacio en el que podía moverse con seguridad y respirar libremente sin creerse observado ni espiado en sus conversaciones. Por ese motivo había comenzado a visitarlo a solas cada vez con mayor frecuencia.

Apenas cruzó el umbral que conducía desde la última sala al jardín lo recibió la agradable sensación de paz absoluta. Era una noche sin luna, y las innumerables estrellas, claras y grandes sobre el desierto, parecían a punto de caer de un momento a otro por lo cercanas. Seguía haciendo calor. La tierra anhelaba la lluvia, pero el monzón se estaba haciendo esperar. El polvo del desierto se mezclaba con la nitidez de la brisa nocturna y el aroma embriagador de las flores, las hojas húmedas y la tierra recién regada, entretejido con el monótono canto de los grillos.

Winston inspiró profundamente, sintiendo cómo cedía la tensión del día al dar los primeros pasos sobre el suelo embaldosado. Por costumbre, tomó el camino que conducía al banco oculto de la parte posterior del patio, empapándose del sosiego y de la sensación de libertad.

El crujido de una rama y un susurro lo conminaron a darse la vuelta con agresividad, dispuesto a defenderse. Se quedó perplejo. Creyó ver un fantasma, bajito y delgado, un leve destello blanco, translúcido a la luz de los astros. Un alarido de sobresalto resonó por el patio y en los muros y la figura corrió para escapar de él. Sin embargo, se le enganchó el vestido y forcejeó para liberarse. Una marea de pelo oscuro y reluciente, largo hasta las caderas, escapó del velo que le tapa el rostro, y las manzanas que llevaba en las manos rodaron por el suelo. Winston, que se disponía a ayudarla a levantarse, se asustó por lo violentamente que tembló cuando le tocó el brazo, como si esperara un golpe. Con todo cuidado se arrodilló junto a ella.

—¡No tengas miedo, chiquilla! —la apaciguó en voz baja y en hindustaní—. No te voy a hacer nada.

Ella sollozaba en silencio, concentrada en sí misma.

Con cuidado, Winston le apartó el pelo de la cara y se estremeció por su finura sedosa, sintió la humedad de sus lágrimas en los dedos y, cuando ella lo miró a la cara, le llegó a lo más hondo del corazón.

Era todavía muy joven, casi una niña, pero la mirada de sus ojos almendrados y llenos de lágrimas era vetusta. Y era hermosa, increíblemente hermosa, con un rostro en forma de corazón, los pómulos altos, la piel de un tono claro entre el alabastro y el dorado, la boca delicada de labios carnosos de un rojo suave. Lo miró atemorizada y, sin embargo, en sus ojos negros había un brillo de felicidad, como si por fin hubiera encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando.

—Ven. —Con cuidado la ayudó a levantarse y la acompañó hasta el banco. Su cuerpo delgado temblaba, frágil bajo sus grandes manos.

Se sentó a su lado con torpeza, inseguro de qué hacer a continuación. Tampoco ayudaba que ella lo mirara fijamente, sin pronunciar palabra, con unos ojos radiantes bajo la cortina de cabello, retorciendo con sus dedos flacos una punta del sari blanco sin adornos que llevaba. Ya de por sí no muy ducho en asuntos de mujeres, Winston se sentía desorientado y torpe. Dejaba vagar su mirada por el jardín nocturno, pero, una y otra vez, regresaba a la extraña muchacha que estaba a su lado.

Finalmente exhaló un suspiro y extendió la mano para acariciarle el pelo y calmarla. Como si se hubiera dado cuenta en ese momento de que llevaba la cabeza descubierta, ella se levantó sobresaltada, palpando nerviosa el extremo del sari, terriblemente preocupada por cubrirse el cabello con el velo.

—No, déjalo —se le escapó a Winston en un tono más imperioso de lo que pretendía. Ella se detuvo y lo miró asombrada—. Es... —Tragó saliva y dijo con voz ronca—. Es bonito. —Confuso, tras un breve titubeo, volvió a apoyar las manos en su regazo.

»Di, chiquilla —insistió de nuevo—. ¿No sabes hablar?

Ella tomó aire y abrió los labios, pero no emitió ningún sonido.

—¿Cómo te llamas? ¿De qué casa eres? —volvió a intentarlo él.

Ella carraspeó, con dificultad, como si no estuviera acostumbrada a hablar, y dijo:

—Soy... soy Sitara.

Despacio y a trompicones, con la voz al principio quebrada pero que fue fortaleciéndose a una velocidad sorprendente y volviéndose melódica y encantadora, comenzó ella su relato.

Sitara había venido al mundo como la hija más pequeña de Dheeraj Chand, del linaje de los Chandravanshis, descendientes de la Luna, y de su amada esposa Kamala, del linaje de los Surayavanshis, descendientes del Sol. Tras haber tenido cuatro hijos y dos hijas nadie pensaba que los dioses volverían a regalarles otro descendiente. La que menos lo esperaba era Kamala, pero así fue. Ciertamente no fue más que una niña, pero tan pálida como la Luna y tan bella como las estrellas del cielo del desierto. Por eso la llamaron Sitara, «la estrella». Pocas semanas después de su nacimiento la prometieron al hijo de un rajá vecino para apuntalar la paz que llevaban manteniendo los dos príncipes desde hacía varios años y, cuando Sitara contaba pocos meses de edad, fue prometida en una ceremonia solemne a Biraj, cinco años mayor.

Su infancia en Surya Mahal fue feliz. Con su belleza y su donaire naturales encandilaba al rajá, conseguía que se desbordara de cariño su corazón endurecido y que fuera indulgente con su temperamento testarudo y sus travesuras. Como Mohan Tajid era su hermano inmediato pasaban mucho tiempo juntos. Los hermanos mayores ya estaban casados y tenían hijos. Los dos aprendían juntos con gran aplicación, salían a dar paseos a caballo y jugaban a luchar, alborotaban por todo el palacio y maquinaban travesuras. Eran uña y carne, razón por la cual la llamaban en broma «la melliza». Sin embargo, Sitara significa también «destino» y el suyo no iba a ser afortunado.

Tenía diez años cuando en el gran patio interior de Surya Mahal se celebró la
bal vivah
, la boda de los niños Sitara y Biraj, durante tres días y tres noches. El padre de Biraj había insistido en la celebración, apremiado por su astrólogo, que, tras largos cálculos, había anunciado que los astros no estarían nunca mejor alineados para ese enlace matrimonial. No fue sino después de largas negociaciones que Dheeraj Chand se mostró dispuesto a dar su conformidad a esa boda temprana y puramente formal. No cedió hasta que finalmente se determinó que Sitara ocuparía su puesto como esposa de Biraj cuando cumpliera los quince años.

Pocos meses después, un mensajero del otro principado trajo la noticia de que Biraj había enfermado de fiebres. Transcurrieron algunas semanas de zozobra hasta que llegó la noticia de que su alma había abandonado su cuerpo. Sitara no sintió ningún dolor por el joven al que solo había visto durante la ceremonia y con el que no había cruzado palabra; sin embargo, sabía lo que aquello significaba para ella. Había prometido obediencia a Biraj más allá de la muerte, y la costumbre y el honor de los rajputs exigía que lo siguiera cruzando las llamas. Dheeraj Chand creyó que le arrancaban el corazón del cuerpo, creyó perder el conocimiento de dolor y de rabia, pero su hija era portadora de un mal
karma
, había traído infamia sobre todo el clan y merecía la muerte. Él, como rajá y cabeza de familia, tenía la obligación de entregar a su hija a las llamas para purificar el oprobio y permitirle una reencarnación favorable. Fueron días terribles los de aquel año, y Sitara se enfrentaba a la cruel muerte entre el fuego a todas horas. La muchacha creía percibir ya el olor a pelo chamuscado y a carne calcinada; se despertaba gritando, las escasas veces que conseguía dormirse, acosada por las pesadillas, porque creía sentir el calor del fuego y el dolor en la piel. Kamala lloraba e imploraba por la vida de su hija más pequeña. Mohan Tajid maldecía y amenazaba, y Sitara se arrojaba al suelo ante su padre, rogando clemencia.

Dheeraj Chand se dejó ablandar y puso a Sitara ante la elección de subir a la hoguera para el tradicional
sati
o bien ir al destierro de por vida, como una de las denominadas «niñas viudas». Sitara se decidió por esto, aunque sabía que con ello no iba a poder eliminar del todo su afrenta y que se vería obligada a adoptar todavía otras encarnaciones. Nadie sintió mayor alivio que el propio Dheeraj Chand, y sin embargo se le rompió el corazón al tener que separarse de su hija por el resto de su vida para salvaguardar el honor de la familia y de la casta.

Él mismo decidió que el lugar de su destierro fuera una torre abandonada en una parte apartada del palacio. No la envió al desierto o a una caverna en las rocas tal como era costumbre. Cuando ella, vestida con su sari blanco sin adornos, se arrodilló ante él, llorando, para que le rapara la cabeza, no fue capaz de hacerlo. Dheeraj Chand se limitó a ponerle el extremo del sari por encima de la cabeza para tapársela antes de darse la vuelta con el rostro petrificado y abandonar la sala.

Solo unos pocos moradores del palacio estaban al corriente de aquello, entre ellos Paramjeet, el jardinero sordomudo, que siempre había mimado a la estrella melliza de la familia rajput con las frutas más dulces de los jardines, que siempre había hecho reír a los niños con pantomimas, y Sarasvati, la
ayah
de Sitara, que decidió irse al destierro con ella para servirla.

Cuando el gran portalón de entrada se cerró tras Sitara y Sarasvati, después de la despedida lacrimosa de la familia, tan solo Kamala, el propio rajá y Mohan Tajid sabían que las dos no marchaban hacia la luz deslumbrante del sol, sino que volverían al palacio por una entrada secreta. El pasadizo subterráneo fue cegado tras el paso de Sitara y Sarasvati, y se tapió la puerta de acceso a aquel jardín. Solo a través de una pequeña abertura Paramjeet debía depositar cada día en la torre alimentos y ropa limpia.

Como esa parte del palacio llevaba ya mucho tiempo deshabitada, nadie se extrañó, nadie hizo preguntas y, cuando corrieron los primeros rumores de que la torre estaba encantada, todos creyeron haberlo sabido desde siempre, porque quien escuchaba con atención decía que se oía un llanto en el silencio de la noche y, en ocasiones, muy débil y muy lejano, el canto triste de una voz clara. Pronto comenzaron a llamarla Ánsú Berdj, «la torre de las lágrimas».

Sitara creyó volverse loca tras los gruesos muros de la torre. Las horas, las semanas, los meses, los años transcurrían con una lentitud torturadora, y los días y las noches que iba dejando atrás no eran nada en comparación con todo lo que le quedaba por delante. Vagaba incesantemente por la habitación más alta de la torre, de una pared a otra, hasta que los pies descalzos se le llenaron de ampollas y el suelo de piedra quedó brillante, casi transparente. En innumerables ocasiones estuvo tentada de pedir ayuda, de suplicar a su padre que la liberara, aunque sabía que la alternativa sería el
sati
. Sin embargo, la muerte en las llamas le parecía incomparablemente más benévola que pasar encerrada el resto de su vida allí arriba, ella, que tanto había adorado el viento enredado en su pelo cabalgando a lomos de un caballo, el sol sobre su piel, la vista de un cielo infinito lleno de estrellas o recibir con los brazos abiertos el primer chaparrón del monzón.

De no haber sido por Sarasvati se habría entregado voluntariamente al fuego; por Sarasvati, su fiel y leal
ayah
, y su hermano Mohan. Porque ya la noche siguiente, Mohan Tajid y Paramjeet habían comenzado en secreto a rascar el mortero todavía fresco, a derribar piedra tras piedra con gran esfuerzo y a vaciar el pasadizo secreto de escombros y tierra para hacerlo mínimamente transitable.

Siempre que podía desaparecer inadvertidamente, Mohan se escapaba a la torre a ver a su adorada hermana. Pronto también Sitara empezó a atreverse a ir al patio interior, la mayoría de las veces únicamente al amparo de la oscuridad, cuando estaba segura de que nadie se atrevería a acercarse a la encantada Ánsú Berdj. No osaba imaginar siquiera lo que les esperaría a ella y a Mohan si eran descubiertos. Sin embargo, Visnú estaba de su parte y hasta esa noche su secreto había permanecido a salvo... durante siete interminables años.

Las estrellas se desvanecían ya y el cielo había adquirido una tonalidad gris cuando Sitara se calló y se enjugó la última lágrima de la comisura de los ojos con el extremo del sari. Incluso agotada y con la voz ronca por el largo relato, con los ojos enrojecidos, seguía siendo bella, tan bella que a Winston se le encogió el corazón.

—No delataré vuestro secreto —dijo finalmente con voz áspera.

En el rostro de Sitara se dibujó una leve sonrisa, y a Winston le pareció que el sol atravesaba una espesa capa de nubes.

—Lo sé. —Señaló una de las balaustradas de la torre—. Os he visto y oído a los dos todas las noches, y también durante el día. Mi hermano confía en ti, así que yo también puedo confiar.

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