—Vaya eso por el honor de la familia —explicó Mohan con sobriedad mientras Winston se frotaba la barbilla perplejo y furioso. Miró muy serio a Sitara y al inglés—. Os voy a ayudar, pero no por gusto y solo con la condición de acompañaros. Necesitaréis la protección de un guerrero.
Solo a regañadientes consintió Winston que Mohan se encargara él solo del plan de fuga. Tuvo que tragarse el reproche de este, que le dijo que no era dueño de sus sentidos. Sufrió al no poder ver durante mucho tiempo a Sitara para no correr riesgos innecesarios. Sus nervios se iban tensando hasta el punto de ruptura conforme iban pasando los días, en los que se esforzaba por mantener la apariencia de normalidad, y las noches, en las que escuchaba atentamente en la oscuridad callada del palacio para no pasar por alto la señal más débil de la partida inminente. Cada vez quedaba menos tiempo. El rajá lo mandaba llamar a su presencia cada vez con menor frecuencia y por menos tiempo. Además, la mirada errática y el tono de voz ligeramente irritado de Dheeraj Chand eran la prueba de que se estaba cansando de su juego. Solo era cuestión de tiempo que el príncipe eligiera deshacerse de él de la manera que fuese. Además se aproximaba la época de las lluvias, aunque con retraso este año. Un velo lechoso cubría a menudo el cielo; en el horizonte llano se apelotonaban las nubes y se oía tronar a lo lejos en el silencio del desierto, si bien el canto de los grillos era más fuerte. Se movían por terreno cada vez más resbaladizo para todos ellos, pero no sucedía nada.
Entonces, una noche, el suave chasquido de la puerta secreta arrancó de su sueño intranquilo a Winston, que se levantó de un salto.
Como una sombra negra en la oscuridad, flexible y silencioso como un gato, se deslizó Mohan Tajid por la habitación, les arrojó a él y a Bábú Sa’íd, tan sorprendido como él, un hatillo de ropa oscura, les indicó cómo envolverse las botas con tiras de tela para silenciar sus pasos y les tendió carbón para ennegrecerse la cara bajo el turbante oscuro. Luego desaparecieron los tres como sombras tras el friso de madera.
Winston tenía la garganta seca y su corazón palpitaba acelerado mientras caminaba a tientas detrás de Mohan Tajid por el pasadizo, completamente a oscuras. Chocó contra el joven cuando este se detuvo abruptamente.
—Una cosa por si nos hubieran escuchado o si no tuviéramos tiempo luego: en cuanto lleguemos a los caballos, montad y salid al galope, lo más rápidamente que podáis. No os deis la vuelta, pase lo que pase a vuestra espalda. El paisaje en torno al palacio es llano, y aunque el cielo está encapotado, desde las almenas se divisa hasta varias millas de distancia. Habría preferido una noche sin luna, pero el rajá planea librarse de vosotros lo antes posible, así que era imposible postergarlo más.
Mientras susurraba, se sacó de debajo de la chaqueta una pequeña antorcha y la encendió. El débil resplandor de la llama era devorado a medias por aquellos muros agrietados, pero de esa manera podían avanzar con mayor rapidez. En esta ocasión, Mohan Tajid pasó de largo sin prestar atención frente a la puerta que daba a la parte prohibida del palacio. El pasadizo se terminó; la llama amarillenta iluminó una pared de piedra toscamente labrada. Winston interrogó a Mohan Tajid con la mirada y este le respondió con una sonrisa burlona, enseñando los dientes.
—Es una ilusión óptica —aclaró con un susurro—. Dos paredes que se solapan con una angosta rendija entre ambas. A la luz de una antorcha produce el efecto de ser una única pared sólida. Mis antepasados tenían un extraño sentido del humor. Agradeced a los dioses que haya descubierto yo este pasadizo.
Mohan se metió de lado por la derecha detrás de la primera pared. Con la cabeza gacha y conteniendo el aliento, Winston metió barriga para pasar detrás de él, convencido de que iba a quedarse atascado en aquella rendija. La roca ruda le apretaba dolorosamente la caja torácica, la espina dorsal y le comprimía las costillas. Había apenas suficiente espacio para pasar entre las dos paredes, en el mejor de los casos apretujándose de lado. A continuación venía la abertura, igual de angosta, en sentido opuesto. El pasillo de roca era un poco más ancho al otro lado; una y otra vez chocaba Winston con sus anchos hombros contra las paredes y apenas podía caminar erguido mientras se apresuraba por perseguir lo más rápidamente posible la silueta de Mohan Tajid. El príncipe parecía poseído por una prisa repentina. La llama que iluminaba su camino más mal que bien comenzó a vacilar, próxima a apagarse. Mohan la arrojó al suelo y la apagó con el pie. La oscuridad repentina dejó a Winston sin aliento. Poco después notó un chorro de aire puro y vio la negrura azulada de la noche por un tragaluz.
Winston comprendió lo minuciosa que había sido planeada su fuga. Aunque el firmamento estaba cubierto por una oscura capa de nubes, lo atravesaba sin embargo un haz de rayos de luz grisácea proveniente de las estrellas y de la hoz lunar. La mole imponente del palacio arrojaba una oscura sombra en el ángulo de dos muros, lo suficientemente grande como para albergar cuatro caballos muy juntos sin apenas carga y lo que parecía la silueta de una persona muy corpulenta que se escindió en las figuras vestidas con prendas oscuras y encapuchadas de Sarasvati, Paramjeet y Sitara.
Tal como se les había indicado, Winston y Bábú Sa’íd se subieron de inmediato a sus monturas, al igual que Sitara y Mohan Tajid, espolearon a los animales y se adentraron en la noche sin volver la vista atrás.
Los cuatro caballos de pelaje oscuro llevaban la cabeza cubierta por un saco provisto de aberturas para los ojos cuya finalidad era ahogar los relinchos y resoplidos indeseados; sin embargo, a pesar de que sus pezuñas estaban envueltas en gruesas tiras de tela para sofocar el delatador ruido de las herraduras sobre la piedra, su galope retumbaba en la llanura como el de un rebaño de búfalos mientras iba en aumento el fragor de los truenos. El viento cortante les azotaba el rostro haciendo que les lloraran los ojos y sudaban a chorros debido al bochorno de aquella noche. Se iban apelotonando las nubes oscuras en el horizonte, iluminadas esporádicamente por los primeros relámpagos de color azufre.
Un grito resonó a su espalda, como un disparo. Un grito estremecedor que se extinguió borboteando; a continuación llegó como en un susurro el bramido de innumerables voces. Completamente pegado a las crines de su caballo, Winston miró de reojo a Sitara. Bajo el turbante de tela oscura, con la cara ennegrecida, parecía un personaje de cuento oriental. Mantenía el paso sin dificultad, como los hombres, y parecía una unidad con su caballo. Miraba fijamente la oscuridad que tenían ante sí; solo una leve convulsión en los dedos que sujetaban tensas las riendas delataba que presentía lo que estaba sucediendo en esos momentos entre los muros del palacio.
La ventaja que llevaban era considerable, pero enseguida avanzaron por la tierra las ondas sonoras de innumerables herraduras, como una tormenta de arena que arremolina una nube y la impulsa hacia delante sin parar, y un escalofrío les corrió por la nuca. Hendían la noche exclamaciones ruidosas, que fueron luego salvas de fusil y el silbido de las balas. Uno de los caballos relinchó de dolor y, por instinto, Winston miró atrás por encima del hombro y vio que era la montura de Bábú la que se encabritaba para luego desplomarse sepultando debajo al cipayo de Winston. En ese mismo instante sintió un puñetazo en el hombro. Oyó a Mohan Tajid exclamar «o él o nosotros» y, como por iniciativa propia, sus muslos presionaron con más fuerza el caballo azuzándolo para seguir al galope.
De un lado iban aproximándose las mesetas, y Mohan Tajid cambió repentinamente de rumbo. Les gritó una palabra que Winston no comprendió pero a la que Sitara reaccionó de inmediato forzando a Winston abruptamente en la misma dirección. Antes de que comprendiera que ante ellos se quebraba el suelo, su caballo ya había seguido a ciegas al de Mohan Tajid, se deslizó sin aminorar apenas la velocidad por el talud empinado, giró en ángulo agudo y volvió a recuperar jadeando el trote sobre rocas. De repente los rodeó la oscuridad, más negra que la noche.
Transcurrieron unos instantes antes de que Winston pudiera adivinar algunos contornos. Desmontó del caballo, imitando a Mohan y a Sitara. Temblaba, tenía la sensación de que le dolían todos los músculos del cuerpo y se notaba la garganta completamente seca.
El aire comenzó a vibrar con un sonido sordo y pesado. Un zumbido oscuro creció por momentos y acabó en un estruendo que hizo temblar las rocas a su alrededor. El ruido de los cascos de los caballos que se aproximaban era su eco. El estrépito de las herraduras fue disolviéndose en trotes aislados de los jinetes, ahora dispersos, cuyos gritos resultaban imposibles de ubicar en una determinada dirección. Un rayo hendió la noche iluminando durante un brevísimo instante la entrada a la cueva en la que se encontraban antes de que volviera a reinar la oscuridad absoluta.
En la lejanía volvieron a oír trotes apresurados, en menor cantidad esta vez. En el tono imperioso que exigía a gritos una explicación, Winston reconoció la voz de Dheeraj Chand. Murmullos de hombres desconcertados. El golpeteo de los cascos de un caballo nervioso sobre las piedras. Otro rayo, un trueno estrepitoso y, a continuación, multiplicado por mil, el sonido de la lluvia, aumentando de intensidad con cada segundo que pasaba. Agua a raudales, a cántaros, lluvia torrencial. Winston creyó ver en la penumbra el resplandor de la dentadura de Mohan Tajid, que sonreía burlón.
Se oyó una orden ahogada por el aluvión del cielo, la concentración lenta de herraduras que hendían la tierra y comenzaban a alejarse. Y luego en tono amenazador, resonando más allá de las llanuras de Rajputana, la voz del rajá maldiciendo el monzón.
—¡Soy Dheeraj Chand, del linaje de los Chandravanshis, y por las almas de mis antepasados os maldigo! Mohan, ya no eres mi hijo. Sitara, ya no eres mi hija. No descansaré hasta que vuestra sangre y la del
feringhi
haya lavado el oprobio de nuestro clan y de nuestra
varna
. ¡Lo juro ante los ojos de Shiva!
Como si los dioses atestiguaran su juramento, hubo un tremendo trueno cuyo estampido fue dispersándose. A continuación, silencio, un silencio opresivo, paralizador bajo el peso de la lluvia.
Con signos de agotamiento, Winston se puso en cuclillas, se apoyó contra la pared de piedra y hundió la cabeza entre sus manos. De golpe comprendió que esa noche había perdido todo aquello que había sido su vida hasta entonces. Vio mentalmente la chaqueta roja de su uniforme, en el respaldo de la silla de su habitación del palacio, chaqueta que Bábú Sa’íd había cepillado a conciencia esa misma mañana. Con ella dejaba atrás todo lo demás: su carrera militar, a Edwina, incluso a su familia en la lejana Inglaterra. No había vuelta atrás; desde aquel momento su destino estaba inseparablemente unido al de aquellas otras dos personas que lo acompañaban en la oscuridad. El dolor por esas pérdidas y la tristeza por el destino de su fiel cipayo lo alcanzaron y dejó que sus lágrimas fluyeran sin cortapisas.
El cálido cuerpo de Sitara se arrimó cariñosamente al suyo, de una manera silenciosa pero elocuente. La estrechó entre sus brazos, buscando apoyo y consuelo en ella, sepultando la cara en la curva de su cuello. Aspiró el aroma de su piel y supo que había sido lo correcto pagar ese elevado precio. Alzó la cabeza.
—¿Mohan? —susurró en dirección a la oscuridad y al no hallar respuesta, repitió—: ¿Mohan?
Se puso a palpar con cuidado en la oscuridad, con Sitara de la mano, hasta que notó la calidez del cuerpo del joven Chand, como una sombra tangible. Mohan le apartó la mano con rudeza.
—Has renunciado a tu familia por nuestra causa arriesgando también tu vida. No lo olvidaré nunca —susurró Winston con voz áspera.
Mohan no reaccionó. Luego, tras lo que pareció una eternidad, Winston lo oyó moverse. Buscó a tientas la mano de Winston y depositó en ella algo frío, metálico, afilado, caliente y húmedo por un lado.
—Ahora sois mi familia —oyó decir a Mohan con voz ronca, apenas audible—, y tú eres mi hermano.
Winston tragó saliva, titubeó un momento antes de pasarse con decisión el filo de la daga por la palma de la mano. Un dolor ardiente y sintió manar la sangre caliente; agarró la mano de Mohan, y la estrechó firmemente con la suya.
—Hasta la muerte —juró, con la voz temblorosa.
—Y más allá.
Llovía sin cuartel, la lluvia caía a raudales y la luz mortecina que desde hacía horas había a la entrada de la cueva apenas permitía vislumbrar en su interior otra cosa que contornos. Era una luz más propia del amanecer que de pleno día. Mohan Tajid regresó completamente calado y se enjugó el agua de la cara.
—Ni un alma a la vista. El desierto entero es un lodazal.
Habían pasado una noche desagradable, apretujados y apoyados en la roca, protegidos a duras penas con mantas finas. La humedad que todo lo invadía había ido calando las telas hasta empaparlas y parecía colarse por cada poro tanto como el miedo a ser descubiertos.
—Deberíamos partir. —Winston estornudó—. Aquí nos vamos a morir. Cabalgando entraremos al menos en calor.
—Eso es lo que vamos a hacer, y ahora mismo. —Mohan tomó las riendas de su caballo e hizo ademán de conducirlo fuera de la cueva.
—¿Y adónde? —Winston volvió a estornudar.
Mohan sonrió mostrando los dientes con aire divertido y algo burlón.