—Si no fuera blanco y de clase media ya estaría en el nuevo espectáculo de Pyke. Pero, por lo que se ve, hoy en día sólo con talento ya no se llega a ninguna parte. ¡Sólo los desheredados tendrán éxito en la Inglaterra de los setenta!
Durante unos cuantos días no tuve agallas para contar a Shadwell lo de la oferta de Pyke, ni para decirle que no iba a participar en su Molière. Estaba contento y no quería que esa alegría anticipada se viera enturbiada por una discusión con él. De modo que Shitvolume
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inició los preparativos de su nuevo espectáculo como si fuera a tomar parte en él hasta que, un día, justo antes de subir el telón para una nueva función de
El libro de la selva
, se presentó en el camerino.
—Jeremy —le dije—, creo que será mejor que te lo diga.
Así que nos metimos en el lavabo mixto, el único lugar con cierta intimidad de entre bastidores, y le di la noticia. Shadwell asintió y habló con voz pausada:
—Eres un desagradecido, Karim. Ahora no puedes dejarme en la estacada y lo sabes; no estaría bien. Aquí todos te queremos, ¿no?
—Por favor, trata de entenderlo, Jeremy… Pyke es un pez gordo, un hombre muy importante. Y sabes perfectamente que a veces, en la vida…
De pronto el tono de voz de Shadshit
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fue subiendo hasta alcanzar su entonación característica de los ensayos, salió del lavabo y se metió en el camerino. Detrás de nosotros, el espectáculo estaba a punto de empezar y el público ocupaba ya sus butacas. Nos debían de estar oyendo perfectamente. Y yo me sentía de lo más ridículo teniendo que ir tras él en taparrabos.
—¿Qué vida y qué puñetas, cabrón? —espetó—. Todavía no tienes la experiencia necesaria para trabajar con Pyke. Te dejará hecho papilla en tres días. No tienes ni repajolera idea de lo duro que puede llegar a ser ese cabrón hijo de puta. Es encantador, eso es verdad; pero toda la gente interesante tiene encanto. ¡Te va a crucificar!
—¿Y para qué iba a querer crucificar a un don nadie como yo? —repliqué, sin alzar la voz.
—¡Eso! —masculló Boyd, y soltó una risita desdeñosa mirando a Terry, que no le hizo caso, a pesar de que parecía estar de acuerdo con Shotbolt
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—¡Para divertirse, pedazo de idiota! ¡Porque eso es lo que hace la gente así! Se hacen pasar por demócratas pero son como pequeños Lenines…
Al oír ese comentario, Terry se sintió ofendido y miró a Shadwell echando chispas.
—¡Ya les gustaría! —dijo.
Pero, ahora que Shoddy
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ya había arrancado, no había quien le frenara.
—¡Son los fascistas del mundo de la cultura! ¡Unos elitistas que se creen que lo saben todo mejor que nadie! ¡Son unos paranoicos, gente muerta de miedo!
Algunos actores de la compañía trataban de taparse la boca con las manos para ahogar sus risas, como suelen hacer los niños en la escuela cuando el profesor está dando una reprimenda a uno de sus compañeros. Me dirigí al escenario siguiendo la alfombra roja.
—No me importa lo que digas. Ya sé cuidarme sólito.
—¡Ja! —soltó—. ¡Eso ya lo veremos… mi pequeño advenedizo!
Primavera. Poco tiempo después de despedirme de Bangheera, Baloo y de todos los demás, de haber mandado a Shadwell a hacer puñetas y de no asistir a la fiesta de despedida, me encontraba en una sala de ensayos limpia y resplandeciente, con suelo de madera lustroso (que nos permitía ir descalzos) en el interior del vestíbulo de una iglesia, situada junta al río, cerca del puente de Chelsea. La compañía de Pyke estaba compuesta por seis actores: tres hombres y tres mujeres. Dos de nosotros éramos oficialmente «negros» (a pesar de que yo era más beige que otra cosa) y nadie pasaba de los treinta. La única que ya había trabajado con Pyke era una mujer de cara censuradora, Carol, que procedía del extrarradio como yo (de modo que capté su talante ambicioso al segundo). Había también una chica pelirroja llamada Eleanor, de veintipocos años, con cara de mujer inteligente y experimentada y que, a diferencia de Carol, no se las daba de estrella. También había una chica negra de diecinueve años, Tracey, que tenía unas ideas muy claras y bastante curiosas. Los otros dos hombres, Richard (homosexual) y Jon, eran los clásicos actores a destajo, cínicos, pero de fiar, que llevaban años trabajando en los teatros periféricos de Londres, actuando en los pisos superiores de los pubs a cambio de un porcentaje de la caja o en sótanos, festivales y hasta por las calles. Lo único que exigían era un buen papel, un director que no fuera ni un idiota ni un dictador y un buen bar en las inmediaciones donde se sirviera cerveza de verdad. Había también una escritora que formaba parte del grupo, Louise Lawrence, una mujer seria y pagada de sí, con gafas muy gruesas que hablaba poco pero escribía todo cuanto uno decía, especialmente si era una estupidez.
Todas las mañanas, a las diez, me iba hasta Chelsea en bicicleta con la energía que me daban las tostadas con setas de Eva y pedaleaba sin manos por toda la sala… de puro contento de vivir. Nunca me había sentido tan entusiasmado por algo. Aquélla era mi gran oportunidad en muchos aspectos.
Pyke solía sentarse a su mesa con los pies encima de una silla, vestido con un chándal azul brillante, su cuerpo atlético y su cabello canoso. Siempre estaba rodeado de actores que se reían a carcajadas y de un par de directores de escena, un par de mujeres jóvenes que le adoraban y que eran sus esclavas personales. Se encargaban de que tuviera sus periódicos, su zumo de naranja y organizaban sus viajes a Nueva York. Una de ellas se ocupaba de llevarle la agenda, mientras que la otra le sostenía los lápices y el sacapuntas. Su preocupación prioritaria era el coche (al que Richard llamaba «el pene de Pyke» y decía cosas como «El pene de Pyke está bloqueando la entrada del garaje» o «El pene de Pyke no puede ponerse a cien en treinta segundos»). Además, se pasaban mañanas enteras colgadas del teléfono concertando sus citas con mujeres.
El ambiente que creaba Pyke contrastaba con los ensayos tensos y caóticos de Shadwell, que no eran más que una imitación de lo que Shadwell consideraba intrínseco al modo de trabajar de los genios. La jornada de Pyke empezaba con el desayuno y el chismorreo de sobremesa de rigor, de una crueldad e intolerancia inauditas. Mi madre nunca nos habría permitido hablar de nadie en esos términos. Pyke atacaba a otros directores («No podría dirigir ni el aire de un pinchazo»); a los escritores que no le gustaban («Con gusto se lo habría entregado a Stalin para que lo reeducara») y a los críticos («Una mujer embarazada abortaría sólo con verle la cara»). Después de eso jugábamos a la peste, hacíamos carreras montados sobre los hombros o jugábamos a tocar y a parar.
Para mí, nada de eso se parecía a trabajar, y me encantaba imaginarme lo que habrían dicho todos los vecinos de nuestra calle de los suburbios, que nos subvencionaban con sus impuestos, de haber visto a una pandilla de adultos jugar a imitar a las tostadoras automáticas, las tablas de surf o las máquinas de escribir.
Después de comer y a modo de calentamiento, Pyke nos sometía a una sesión de juegos «táctiles», en los que uno tenía que colocarse en el centro de un círculo con los pies juntos, cerrar los ojos y dejarse caer. Con los músculos relajados y sin tensión ibas pasando de mano en mano por todo el grupo. Todo el mundo se tocaba, nos abrazábamos y nos besábamos. Así fue como Pyke consiguió fusionar el grupo. Y fue durante uno de esos juegos cuando tuve la sensación de que Eleanor permanecía entre mis brazos esa pizca más de lo necesario.
El cuarto día, a las diez de la mañana, nos sentamos todos alrededor de Pyke y entonces nos propuso un juego que me inquietó, que me hizo pensar que debía de haber una faceta oscura en su carácter. Después de mirarnos a todos con aire socarrón, nos anunció que iba a hacer unas predicciones sobre quién iba a acostarse con quién.
—Creo que ya sé qué rumbo va a tomar el placer —dijo, después de examinarnos uno a uno—. Voy a escribir esas predicciones y os las leeré la noche de la última función. ¿De acuerdo?
La segunda semana hizo sol y abrimos las puertas. Yo llevaba una camisa hawaiana desabrochada que a veces me anudaba a la cintura. Pues bien, una de las directoras de escena casi se quedó sin aliento al verme, lo digo en serio. Nos fuimos sentando por turno en lo que Pyke llamaba «la silla eléctrica» ante un semicírculo de personas que te miraban. Lo que había que hacer era contar al grupo la historia de nuestras vidas.
—Concentraos en lo que pueda haber determinado vuestra posición en la sociedad —nos aconsejó Pyke.
Escéptico y receloso como era —el típico inglés que se siente incómodo ante semejante exhibición de uno mismo al estilo californiano— todos esos relatos (historias de contradicción y mezquindad, de confusión y felicidad intermitentes) me afectaron de un modo extraordinario. No pude contener mi risita nerviosa a lo largo de todo el relato de Lawrence sobre el período de su vida durante el cual estuvo trabajando en un salón de masajes de San Francisco (donde se encontraba sin un céntimo) en el que las mujeres no podían ofrecerse abiertamente a los hombres por si resultaban ser policías de paisano. Por eso tenían que decir «¿Desea el señor que le relaje algún otro músculo?» Y así fue como Lawrence descubrió el socialismo, pues en medio de aquel bosque de penes y estanques de semen «me di cuenta enseguida de que nada humano me era ajeno». Lo dijo tal cual.
Richard nos habló de su manía de querer tirarse únicamente a hombres negros y de las continuas peregrinaciones que se veía obligado a emprender por los clubes para ir en su busca. Y para regocijo de Pyke y mi sorpresa, Eleanor nos explicó que había trabajado con una actriz que la había convencido de que se sacara los textos poéticos («Dientes de vaca como copos de nieve muerden la hierba de ajo») de la vagina antes de leerlos. A todo esto, la actriz se metía un micrófono en la vagina para que el público oyera sus gorgoteos. Con esto tuve suficiente: me lanzaría a la caza de Eleanor. Por el momento, Terry tendría que esperar.
De vez en cuando telefoneaba a Jamila para hacerle un informe completo de dientes-de-vaca-como-copos-de-nieve, del pene de Pyke, de San Francisco y de tostadoras automáticas. Todo el mundo me daba ánimos: Eva, que ya había oído hablar de Pyke, se quedó muy impresionada y papá se alegró de que trabajara. La única persona que yo sabía que iba a mearse en la llama de mi entusiasmo era Jamila.
Conté a Jamila los juegos y la intención que se escondía tras ellos.
—Pyke es muy astuto —le dije—. Al obligarnos a mostrarnos de este modo nos ha hecho vulnerables y dependientes los unos de los otros. Ahora somos un grupo muy unido. ¡Es increíble!
—¡Bah! Eso no es estar unido. No es más que un truco, una técnica.
—Pensaba que creías en la cooperación y todo eso, en las ideas comunistas de ese estilo.
—Karim, ¿quieres saber lo que ha ocurrido aquí, en la tienda, mientras tú andabas por ahí abrazando a desconocidos?
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—No, no vale la pena hablar contigo. Eres un egoísta, Karim, y los demás no te interesan.
—¿Qué?
—Vuelve a encerrarte en tu torre de marfil —dijo Jamila antes de colgar el teléfono.
Pasado un tiempo, dejamos de reunimos en la sala de ensayos por las mañanas y cada cual se iba por su cuenta en busca de personajes de distintas escalas de la sociedad. Luego, Louise Lawrence tendría que amasarlos a todos y meterlos en la misma obra de teatro. Por las tardes, improvisábamos basándonos en esos personajes y preparábamos pequeñas escenas. En un principio, pensé en elegir a Charlie como mi personaje, pero Pyke me lo quitó de la cabeza enseguida.
—Lo que necesitamos es a alguien de tu medio —me dijo—, a alguien negro.
—¿Ah, sí?
No conocía a nadie negro, y eso que había ido a la escuela con un nigeriano. Pero no sabía dónde encontrarle.
—¿Como quién? —pregunté a Pyke.
—¿Qué me dices de tu familia? —me sugirió—. Un tío, una tía… Darán variedad a la obra. Estoy seguro de que son fascinantes.
Me quedé un rato pensativo.
—¿Se te ocurre algo? —me preguntó.
—Creo que ya lo tengo —le dije.
—Estupendo. Sabía que eras la persona ideal para esta obra.
Después de desayunar con papá y Eva, me acerqué a la otra ribera del río pedaleando, crucé el campo de criquet Oval y me detuve ante la tienda de Jeeta y Anwar. Empezaba a pensar en Anwar como personaje y quería comprobar cómo había cambiado desde la llegada de Changez, que había supuesto tal decepción para él —precisamente cuando esperaba que aquel hijo fuera como una transfusión revitalizadora— que le había convertido de pronto en un anciano. Aquella supuesta inyección vigorizante, que luego había resultado no ser tal, en lugar de aminorar el proceso natural de decadencia física, lo había acelerado.
Cuando entré, Jeeta abandonó la caja para abrazarme. Enseguida me di cuenta del aspecto lóbrego y descuidado que ofrecían los Almacenes Paraíso: la pintura de las paredes estaba descascarillada, las estanterías sucias, el linóleo del suelo medio despegado y agrietado y, al haberse fundido varias bombillas, la tienda tenía un aire tenebroso. Hasta las verduras, metidas en sus cajas de naranjas a la entrada, ofrecían un aspecto de abandono, y Jeeta se había cansado ya de borrar, a base de restregar y restregar, las pintadas racistas que reaparecían sin remedio en las paredes tan pronto como las lavaba. Todas las tiendas de la zona, de todo Londres en realidad, se estaban modernizando a marchas forzadas a medida que paquistaníes y bengalíes con ambición se iban haciendo cargo de ellas. Varios hermanos, por ejemplo, se trasladaban a Londres, conseguían un par de empleos cada uno —en una oficina por las mañanas y en un restaurante por las noches—, compraban una tienda y uno de ellos se quedaba como encargado mientras su esposa atendía la caja. Una vez hecho esto, compraban otra tienda y volvían a hacer lo mismo, hasta fundar una cadena. El dinero les entraba a espuertas. En cambio, la tienda de Anwar y Jeeta seguía igual desde hacía un montón de años. El negocio no prosperaba. Todo iba de mal en peor, pero no quería pensar en ello: la obra de teatro era demasiado importante para mí.
Conté a Jeeta lo de la obra y lo que pretendía —sólo estar ahí—, aunque sabía perfectamente que no iba a entender una palabra ni le iba a interesar tampoco. Con todo, algo sí me dijo.