Últimamente, un erudito director de teatro interesado en los desheredados había tomado a Heater bajo su protección. Fue así como Heater conoció a Abbado y vio (una vez) a Calvino en casa de este director, que siempre le animaba para que hablara de reyertas con navajas, de la pobreza de Glasgow y de la sordidez y violencia imperantes. Después de cenar, Heater solía abrir las ventanas para que el auténtico hedor del mundo invadiera la casa entera. Consentía en darles gusto porque sabía que ésa era su obligación; al igual que Clapton tenía que acabar tocando «Layla» invariablemente en todos los conciertos. Sin embargo, Heater se las arreglaba siempre para dar cuenta de las cuchilladas en un momento y así poder pasar a los últimos cuartetos de Beethoven o a algún punto de Huysmans que no tenía claro.
Una noche Heater asistió al estreno para la prensa de
La Bohéme
en el Covent Garden, y Eleanor y yo nos quedamos repantigados en el sofá, el uno junto al otro, bebiendo y mirando la televisión. Me gustaba quedarme a solas con ella y preguntarle por toda aquella gente a la que íbamos a visitar a sus casas. Aquella gente de postín también tenía su historia y Eleanor me la contaba como quien cuenta un cuento. El abuelo de fulanito se había peleado con Lytton Strachey; el padre de menganito era un aristócrata laborista que había tenido un asunto con la esposa de un diputado del Partido Conservador; luego estaba una prostituta con suerte que había trabajado como actriz en una película de estreno inminente en Curzon Street al que iba a asistir todo el mundo, y también estaba tal otro que acababa de escribir una novela sobre una ex amante cuya identidad se reconocía a la legua.
Sin embargo, debía de ser evidente que ese día no la estaba escuchando, porque se volvió hacia mí y me dijo:
—Eh, cara chistosa, dame un beso.
Con aquello recobró mi atención.
—Ha pasado ya tanto tiempo, Karim, que apenas recuerdo qué se siente.
—Pues se siente esto —le dije.
Fue ardiente y maravilloso, y debimos de estar besándonos media hora. Sin embargo, no recuerdo exactamente cuánto duró porque al poco rato dejé de prestar atención a lo que en mi historial debía de haber sido el beso de mi vida para pensar en otras cosas. Oh sí, me asaltaron pensamientos llenos de rabia que se fueron abriendo camino hasta imponerse por encima de todo lo demás y que, en lugar de dejarme los labios adormecidos, parecían apartarlos de mí como algo ajeno, como si fueran un par de gafas, para entendernos.
En el transcurso de las últimas semanas, las circunstancias me habían enseñado lo palurdo que era. Últimamente había tenido suerte y mi vida había cambiado muy deprisa; pero no había pensado en eso lo suficiente. Cuando pensaba en mí y me comparaba con la pandilla de amigos de Eleanor, me daba cuenta de que no sabía nada, que vivía en la inopia, que era un cero a la izquierda intelectualmente hablando. ¡Si ni siquiera sabía quién era Cromwell, por el amor de Dios! No sabía nada de zoología, geología, astronomía, lenguas, matemáticas ni física.
La mayoría de los chicos con los que había crecido habían dejado la escuela a los dieciséis años y trabajaban en compañías de seguros, como mecánicos de coches o eran encargados (del departamento de radio y televisión) de grandes almacenes. En cambio, yo había dejado el colegio sin pensarlo dos veces, sin hacer el menor caso de las advertencias de mi padre. En los suburbios, tener educación no se consideraba algo especialmente ventajoso, y es natural que nadie lo viera como una cosa que valiera la pena de por sí: era más importante empezar a trabajar de joven. Y, sin embargo, ahora me codeaba con gente que escribía libros con la misma facilidad con la que jugaba al fútbol. Lo que más me enfurecía —lo que hacía que les detestara tanto como me detestaba a mí mismo— era la seguridad con que hablaban y sus conocimientos. Hablaban sin esfuerzo aparente de arte, teatro, arquitectura, viajes, y luego estaban los idiomas que conocían, el vocabulario que usaban, y ese conocer a fondo cualquier campo: era un patrimonio de un valor incalculable e insustituible.
En la escuela enseñaban un poco de francés, pero cualquiera que se atreviera a intentar pronunciar una palabra correctamente tenía que aguantar las risotadas de todo el mundo. Durante un viaje a Calais, atacamos a un gabacho en la parte de atrás de un restaurante. Gracias a esta ignorancia nos sentíamos superiores a los chavales de las escuelas privadas, con sus uniformes vomitivos, sus carteritas de piel y mamá y papá esperando en el coche a recogerlos. Eramos más duros, alborotábamos en todas las clases; éramos unos peleones y no llevábamos carteritas de afeminado porque nunca hacíamos los deberes. Estábamos orgullosos de no saber más que los nombres de los jugadores de fútbol o el de los integrantes de los grupos de rock y toda la letra de «I am the Walrus». ¡Menudos idiotas estábamos hechos! ¡Vaya una ignorancia! ¿Por qué no supimos ver desde el principio que nos estábamos condenando alegremente a no poder aspirar a algo mejor que a ser mecánicos? ¿Por qué no supimos darnos cuenta? Para los amigos de Eleanor, las palabras complicadas y las ideas sofisticadas formaban parte del aire que venían respirando desde niños, y ese lenguaje era precisamente la moneda que les permitía obtener lo mejor que el mundo podía ofrecerles. Sin embargo, para nosotros siempre sería como una segunda lengua, aprendida con esfuerzo.
Y a pesar de que habría podido contar a Eleanor la anécdota del gran danés de Espalda Peluda que me había montado por la espalda, siempre acababa dando primacía a sus historias, esas historias relacionadas con un mundo totalmente establecido. Era como si considerara que mi pasado no era lo suficientemente importante, no era tan rico como el suyo, así que me despojaba de él. Nunca le hablaba de papá y mamá, ni de los suburbios; pero de Charlie sí le hablaba. ¡Pero es que Charlie era una celebridad! Una vez me quedé prácticamente sin habla y la voz se me ahogó en la garganta: fue cuando Eleanor me dijo que yo tenía un acento monísimo.
—¿Qué acento? —conseguí articular por fin.
—Pues la manera que tienes de hablar. Es fantástica.
—Pero ¿cómo hablo?
Eleanor me miró a punto de perder la paciencia, como si creyera que le estaba tomando el pelo, hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio.
—Tienes un acento callejero, Karim. Procedes del sur de Londres, y así es como hablas. Se parece al
cockney
, pero no es tan tosco. No es que sea raro, pero es diferente de mi manera de hablar, claro.
Claro.
En aquel momento decidí que iba a librarme de mi acento: cualquiera que fuera, lo iba a perder. Hablaría como ella. No iba a ser difícil. Había abandonado mi mundo, así que tendría que hacerlo si lo que quería era seguir adelante. Y no es que quisiera regresar. En realidad, todavía estaba sediento de aventuras y de los sueños que había imaginado la noche de mi epifanía en el cuarto de baño de Eva en Beckenham. Aun así, en cierto modo, sabía también que aquello no iba a ser un lecho de rosas.
Después del beso, al ponerme de pie en aquella habitación a oscuras y asomarme a la calle, me di cuenta de que me flaqueaban las piernas.
—Eleanor, no tengo fuerzas para regresar a casa en bicicleta —le dije—. Es como si me hubiera quedado sin piernas.
—Esta noche no podría dormir contigo, cielo —repuso con dulzura—. Tengo la cabeza hecha un lío y no sabes qué lío. La tengo en otra parte y está llena de voces, canciones y cosas deprimentes. Te doy demasiados problemas, pero ya sabes por qué, ¿verdad?
—Por favor, dímelo tú.
Pero Eleanor me dio la espalda.
—En otra ocasión, o pregúntaselo a cualquiera. Estoy segura de que estarán encantados de contártelo, Karim.
Eleanor me dio un beso de buenas noches en la puerta. Sin embargo, no me apenaba tener que marcharme: sabía que iba a verla todos los días.
Cuando hubimos elegido a los personajes que queríamos representar, Pyke nos pidió que se los presentáramos al resto del grupo. Eleanor había elegido a una mujer inglesa de clase alta que tenía ya sesenta años y se había criado en la India; una anciana que se consideraba parte de la grandeza británica y que, al igual que ella, estaba ya en decadencia, una decadencia que, para su sorpresa, había acarreado consigo curiosos hábitos sexuales. Eleanor estuvo soberbia. Cuando actuaba dejaba de retorcerse el pelo, perdía la timidez y estaba tranquila. Cautivaba a todo el mundo con su voz grave de narrador de cuentos a la que daba el toque satírico suficiente para disimular cuál era su verdadera actitud con respecto al personaje.
Terminó su actuación con la aprobación general y besitos teatrales. Me llegó el turno. Me puse de pie y arranqué con mi Anwar. Se trataba de un monólogo en el que explicaba quién era y cómo era, seguido de una parodia de Anwar desbarrando por las calles. Me metí en su pellejo sin esfuerzo, porque había ensayado muchísimo en casa de Eleanor. Consideraba mi trabajo tan bueno como el de cualquiera de mis compañeros y, por primera vez, dejé de sentirme el rezagado.
Después del té nos sentamos a hablar de los personajes. Por alguna razón, quizá porque parecía perpleja, Pyke preguntó a Tracey:
—¿Por qué no nos has dado tu opinión del personaje de Karim?
A pesar de que Tracey vacilaba, saltaba a la vista que tenía una opinión muy concreta. Era una chica seria y formal, que no se pavoneaba como tantos otros chicos de clase media que se las daban de actores. Tracey era una persona digna de respeto en su mejor expresión suburbana: sincera, amable y nada presuntuosa, y se vestía como una secretaria; pero se tomaba las cosas muy a pecho: se preocupaba por lo que significa ser mujer y negra. Parecía tímida y un poco incómoda en el mundo y hacía todo cuanto estaba en su mano por desaparecer de una habitación sin marcharse. Sin embargo, yo la había visto en una fiesta en la que sólo había negros, y me había parecido una persona completamente distinta: extrovertida, apasionada y una bailarina consumada. La había criado su madre, que trabajaba como mujer de hacer faenas. Por una de esas extrañas coincidencias, una mañana que salimos al parque a hacer ejercicio nos encontramos a la madre de Tracey fregando la escalera de una casa que estaba muy cerca de la sala de ensayos. Pyke la invitó a venir a hablar con nosotros durante la pausa del almuerzo.
Por lo general, Tracey hablaba poco, así que cuando empezó a hablar de mi Anwar, el grupo la escuchó, pero se mantuvo al margen de la discusión. Al parecer, aquello se había convertido de pronto en un asunto entre «minorías».
—Sólo un par de cosas, Karim —me dijo—. En primer lugar, me molesta lo de la huelga de hambre de Anwar. Me duele lo que quieres dar a entender con eso. ¡Y lo digo en serio! ¡No creo que se deba escenificar!
—¿Lo dices en serio?
—Sí —me hablaba como si lo único que me faltara fuera un poco de sentido común—. Me temo que muestra a los negros…
—A los indios…
—A los negros y a los orientales…
—A un solo anciano indio…
—Como si fueran seres irracionales, ridículos, histéricos. Como si fueran fanáticos.
—¿Fanáticos?
Apelé al Tribunal Supremo. El juez Pyke nos escuchaba con mucha atención.
—No se trata de la huelga de hambre de un fanático —proseguí—. No es más que un chantaje premeditado con mucha calma.
Pero el juez Pyke indicó a Tracey que prosiguiera.
—Y luego lo de ese matrimonio de conveniencia, me molesta. Te lo digo con todo el respeto, Karim, pero me molesta.
La miré sin decir nada. Se la veía muy alterada.
—Dinos exactamente por qué te molesta —le preguntó Eleanor con simpatía.
—¿Por dónde empiezo? Tu retrato se corresponde con lo que los blancos ya piensan de nosotros: que somos gente curiosa, de hábitos extraños y costumbres extravagantes. Para el hombre blanco carecemos de humanidad, y a ti sólo se te ocurre representar a tu Anwar blandiendo su bastón como un loco delante de unos chicos blancos. No puedo creer que en la realidad pueda ocurrir algo así. Nos muestras como si fuéramos provocadores desorganizados. ¿Por qué te odias tanto a ti mismo y a la gente negra, Karim?
Mientras hablaba miré al grupo. Mi Eleanor tenía un aire escéptico, pero me di cuenta enseguida de que los demás estaban dispuestos a darle la razón. Era difícil estar en desacuerdo con alguien que tenía una madre a la que acababas de ver arrodillada delante de un edificio burgués con un cubo y un estropajo.
—¿Cómo puedes ser tan reaccionario? —me preguntó.
—Pues eso a mí me suena a censura.
—En estos tiempos tenemos que proteger nuestra cultura, Karim. ¿No estás de acuerdo?
—No. El valor de la verdad está por encima de eso.
—¡Bah! La verdad… ¿y quién puede decir cuál es la verdad? ¿Qué verdad? Lo que estás defendiendo aquí es la verdad de los blancos. Estamos hablando de la verdad de los blancos.
Miré al juez Pyke. Le gustaba dejar que las cosas siguieran su curso. Estaba convencido de que la polémica era creativa.
—Karim —dijo por fin—, creo que vas a tener que volvértelo a plantear.
—Pero es que no me veo capaz.
—Sí. No limites sin motivo tu campo de acción, ni como actor ni como persona.
—Pero Matthew, ¿por qué tengo que hacerlo?
Pyke me miró muy serio.
—Porque lo digo yo —dijo, y añadió—: Tendrás que volver a empezar.
—Hombre, Gordinflón, ¿qué hay?
—Como siempre, como siempre, famoso actorazo. —Changez estornudó en medio de la nube de polvo que acababa de levantar—. ¿En qué gran espectáculo andas trabajando ahora para que podamos ir y reírnos a gusto?
—Bueno, pues, deja que te cuente.
Preparé una taza de té de plátano y coco con las latas que siempre llevaba encima por si mi anfitrión sólo tenía Typhoo. En casa de Changez dependía especialmente de mis propios medios, pues tenía la costumbre de preparar el té poniendo a hervir leche, agua, azúcar, una bolsita de té y cardamomo, todo junto y durante un cuarto de hora. Lo llamaba «Té para hombres» o «Té superior. Lo mejor para las erecciones».
Por suerte para mí —pues no quería que oyera la petición que quería hacerle a Changez— Jamila no estaba, ya que hacía relativamente poco había empezado a trabajar en un Centro de Mujeres Negras muy cercano en el que estaba llevando a cabo un estudio sobre los ataques racistas contra mujeres. Changez estaba quitando el polvo y llevaba puesta la bata de seda rosa de Jamila. Michelines oscuros se formaban y se cimbreaban mientras arremetía a golpecitos con un plumero contra unas telarañas del tamaño de un libro de bolsillo. A Changez le gustaba la ropa de Jamila: siempre llevaba puesto uno de sus jerséis o camisas y, a veces, lo encontraba sentado en su cama plegable con el abrigo de Jamila y la cabeza entera envuelta hasta las orejas en una de sus bufandas, con ese estilo a lo indio que le daba aspecto de tener dolor de muelas.