Le pregunté si la gente como Shitwell
[5]
, como solíamos llamarle entre otras muchas cosas, seguiría tratándome a patadas después de la revolución, si todavía quedaban directores de teatro, o si a todos nos iba a tocar por turno decir a los demás dónde colocarse y qué ponerse. Terry nunca se lo había planteado, así que se quedó pensativo, con los ojos clavados en la jarra de cerveza y en una bolsita de patatas al bacon ahumado.
—No habrá directores de teatro —dijo, por fin—. Al menos eso creo. Lo tendrán que elegir los actores de cada compañía y, si luego resultara que les hace la pascua a todos, pues lo mandarán a paseo y lo devolverán a la fábrica de donde salió.
—¿Fábrica? ¿Y crees que gente como Shadwell va a consentir que la metan en una fábrica?
Terry se mostraba evasivo; pisaba un terreno resbaladizo.
—Se le pedirá que lo haga.
—Ah, ¿por la fuerza?
—No existe motivo alguno para que sean siempre los mismos los que tienen que cargar con los trabajos de mierda, ¿no? No me gusta que haya gente que se dedique a ordenar a otros que hagan el trabajo que ellos mismos no tocarían.
Terry me gustaba mucho más que cualquiera de las personas a las que había conocido desde hacía tiempo, y hablábamos todos los días. Sin embargo, estaba convencido de que la clase trabajadora —de la que hablaba como si se tratara de una sola persona con una única voluntad— era capaz de los actos más insólitos. «La clase trabajadora va a encargarse de esos cabrones como si nada», solía decir cuando hablaba de las organizaciones racistas.
«La clase trabajadora está a punto de reventar», me decía otras veces. «¡Están hasta las narices del Partido Laborista! ¡Quieren una transformación de la sociedad y la quieren ahora!» Sus comentarios me traían a la memoria las urbanizaciones que había cerca de casa de mamá, donde la «clase trabajadora» se habría reído en las narices de Terry… eso si no les daba por retorcerle los huevos por haberse atrevido a llamarles clase trabajadora. Yo quería contarle que el proletariado de los suburbios tenía una conciencia de clase muy fuerte, de una virulencia cargada de odio, pero que sólo iba dirigida contra la gente que estaba por debajo de ellos. Pero discutir ciertas cosas con él era una pérdida de tiempo. Supongo que no quiso intervenir en mi discusión con Shadwell porque quería que la situación se deteriorara todavía más. Terry no era de los que creen en los asistentes sociales, políticos de izquierda, abogados radicales, liberales ni mejoras graduales. Quería que las cosas empeoraran, en lugar de mejorar, porque cuando tocaran fondo se produciría una transformación. Así que, para mejorar, todo tenía que empeorar; cuanto peor estuvieran las cosas mejor serían en el futuro, y no podían empezar a mejorar sin antes empeorar de una manera drástica. Así interpretaba yo sus opiniones y era algo que le sacaba de quicio. Me pidió que me afiliara al Partido. Tenía que hacerlo para demostrar que mi compromiso con la lucha contra la injusticia era algo más que palabras vanas. Yo le dije que me afiliaría gustoso con una condición: tendría que besarme. A mi parecer, eso demostraría su voluntad de superar el sentido de la moralidad burguesa que llevaba dentro. Entonces me dijo que quizá no estuviera preparado aún para afiliarme al Partido.
La pasión de Terry por la igualdad tenía fascinada a la parte más pura de mi ser, mientras que el odio que sentía por la autoridad establecida hacía mella en el resentimiento que yo ya sentía. Con todo, a pesar de que odiaba la falta de igualdad, eso no significaba que ambicionara que me trataran como a todo el mundo. Me daba perfecta cuenta de que lo que me gustaba de papá y de Charlie era su obstinación por destacar sobre los demás. Me fascinaba el poder que tenían y la atención que se les dispensaba. Me gustaba el modo que tenía la gente de admirarles y de perdonarles cualquier cosa. De modo que, a pesar de la bufandita amarilla que me aplastaba los huevos, el maquillaje marrón y el acento, disfrutaba sabiéndome el centro de toda la obra.
De pronto me dio por empezar a pedir pequeños favores a Shagbadly
[6]
. Exigía una pausa más larga, o ¿me podría llevar alguien a casa en coche?, ¡estoy tan cansado! Tenía que haber té de Assam (con una pizquita de
lapsang souchong
) listo a todas horas durante los ensayos. ¿Podría aquel actor correrse un poco hacia la derecha? No, un poquito más. Empecé a darme cuenta de que podía pedir todo cuanto me hiciera falta y gané seguridad.
Como pasaba poco tiempo en casa, ya no estaba en situación de llevar tan bien las cuentas como antes en mi calidad de testigo del Gran Amor. Lo que sí noté, sin embargo, es que aquel interés casi ensimismado de Eva por cualquier nimiedad relacionada con papá se había esfumado. Cada vez veían menos películas de Satyajit Ray, iban a los restaurantes indios con menor frecuencia y Eva había abandonado sus estudios de urdu y ya no escuchaba música de sitar a la hora del desayuno. Tenía ya otros intereses. Estaba preparando una gran ofensiva: planeaba el asalto definitivo de Londres.
Todas las semanas se celebraban fiestas y pequeñas cenas en el piso, lo cual me fastidiaba muchísimo, porque siempre tenía que esperar a que todo el mundo hubiera acabado de llenar el aire con sus opiniones sobre la última novedad literaria para poder acostarme en el sofá. Y, a menudo, después de un día entero de ensayos, tenía que soportar a Shadwell en la cena y oírle hablar de lo bien que iba su trabajo en
El libro de la selva
y lo «expresionista» que le estaba quedando. Afortunadamente, Eva y papá salían con mucha frecuencia, pues Eva aceptaba todas las invitaciones que recibían de directores, novelistas, colaboradores editoriales, correctores de pruebas, maricas y quienquiera que la conociera.
Reparé en que en esos «guateques», pues así solía llamarlos para hacerla enfadar, Eva procuraba construirse una imagen artística. A la gente como ella le encantaban los artistas y todo lo «artístico»; la palabra en sí era ya como un filtro mágico, su mención traía consigo una bocanada de lo sublime. Era como el pasaporte para el reino de lo irracional y la inspiración. Las personas de su clase eran capaces de cualquier cosa por colgarse la celestial palabra «artista». (Tenían que hacerlo solos… pues nadie se tomaría la molestia en su lugar.) En una ocasión, oí decir a Eva: «Soy artista, diseñadora. Mi equipo y yo redecoramos casas.»
En los viejos tiempos, cuando no éramos más que una familia de los suburbios normal y corriente, papá y yo solíamos encontrar divertida aquella faceta pretenciosa y snob de Eva. Y, durante una época, pareció batirse en retirada… quizá porque papá era su único y enardecido receptor. Sin embargo, últimamente su cociente de pavonería aumentaba a marchas forzadas día a día. Resultaba imposible no darse cuenta. Pero el verdadero problema era que Eva no era precisamente un fracaso. Es más, Londres no la ignoró una vez hubo puesto en marcha su campaña de asalto. Era increíble la infinidad de almuerzos, cenas, picnics, fiestas, recepciones, desayunos con champán, inauguraciones, clausuras, estrenos, últimas representaciones y veladas nocturnas a las que acudían los londinenses. Estaban constantemente comiendo, hablando o viendo actuar a la gente. Y, mientras Eva se dedicaba a la conquista de Londres y avanzaba por los territorios inexplorados de Islington, Chiswick y Wandsworth centímetro a centímetro, fiesta a fiesta, contacto a contacto, papá se divertía de lo lindo. Con todo, papá se negaba a reconocer lo importante que era todo aquello para Eva, hasta que una noche que celebraban una cena en casa y habían ido los dos a la cocina a buscar yogur y frambuesas, oí por primera vez a uno de ellos replicar al otro con rabia.
—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no puedes dejar de hablar del condenado misticismo? ¡Ya no estamos en Beckenham! Esta gente es despierta, inteligente, está acostumbrada a razonar, no a afirmar. ¡Quiere hechos, no divagaciones!
Papá echó la cabeza hacia atrás y se rió, completamente ajeno a la violencia de su crítica.
—Eva, ¿es que no entiendes una cosa tan sencilla como ésta? Tienen que librarse de ese racionalismo, de ese pensar y darle vueltas a todo constantemente. ¡Tienen la obsesión del control! ¡Pero si sólo se puede vivir si nos dejamos llevar por la vida y permitimos que nuestra sabiduría innata se manifieste!
Una vez dicho esto, papá cogió los postres, se fue apresuradamente al salón y se dirigió a los comensales en los mismos términos, lo cual consiguió enfurecer todavía más a Eva y suscitar una animada conversación acerca de la importancia de la intuición en las primeras etapas de la investigación científica. La fiesta fue un exitazo.
Durante este mismo período, papá empezó a descubrir lo mucho que le gustaba la gente y, como nunca tenía ni idea de quién podía ser fulanito o menganito, si trabajaba para la BBC, la ILS o la BFI, siempre trataba a todo el mundo con la misma consideración.
Una noche, después de los ensayos y de tomar unas copas con Terry, regresé a casa y me encontré a Charlie vistiéndose en el dormitorio de Eva y papá, pavoneándose delante de un espejo que estaba apoyado contra un tabique. Al principio no le reconocí. A fin de cuentas, sólo conocía su nueva personalidad a través de las fotografías. Se había teñido el pelo de negro y lo llevaba en punta. Se había puesto, al revés, una camiseta hecha de jirones con una esvástica roja pintada a mano y llevaba los pantalones negros sujetos con imperdibles, clips y agujas. Bajo un impermeable negro, cinco cinturones le ceñían la cintura y una especie de pañales-faldones de lino de color gris le colgaban del trasero de los pantalones. Encima, el cabrón se había puesto uno de mis chalecos verdes. Y Eva estaba llorando.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Tú no te metas —me advirtió Charlie, con brusquedad.
—Por favor, Charlie —le imploraba Eva—. Quítate esa esvástica. Lo demás no me importa.
—En ese caso, no me la quitaré.
—Charlie…
—¡Nunca he soportado tus sermones de mierda!
—Si no te estoy sermoneando, lo digo por compasión.
—De acuerdo. No volveré más, Eva. Te has convertido en una pelmaza. Debe de ser la edad. O a lo mejor es la menopausia lo que te hace ser así.
A los pies de Charlie había un montón de ropa apilada en el suelo, del que Charlie iba entresacando chaquetas, impermeables y camisas que enseguida dejaba a un lado por inservibles. Luego se maquilló los ojos con un lápiz negro y se marchó sin mirarnos a la cara a ninguno de los dos.
—¡Piensa en toda la gente que murió en los campos de concentración! —gritó Eva detrás de él—. ¡Y no esperes que vaya esta noche, cerdo! ¡Charlie, puedes olvidarte de mi apoyo para siempre!
Tal como había planeado, aquella noche fui a un club del Soho para ver la actuación de Charlie. Llevé a Eva conmigo. En realidad, no me costó mucho convencerla de que viniera y por nada del mundo me habría perdido comprobar qué era exactamente lo que había convertido a mi compañero de escuela en lo que el
Daily Express
llamaba «un fenómeno». Hasta me aseguré de llegar una hora antes para no perderme ni el más mínimo detalle. Aun así, cuando llegamos ya había una cola larguísima que daba, la vuelta a la manzana. Eva y yo nos mezclamos entre aquellos chiquillos. Eva estaba emocionada, perpleja y asustada al ver a tanta gente.
—¿Cómo lo habrá hecho? —me preguntaba constantemente.
—Enseguida lo descubriremos —le dije.
—¿Sabrán sus madres que están aquí? —me preguntó—. ¿Tú crees que Charlie sabe de verdad lo que se trae entre manos, Karim?
Algunos de aquellos críos tenían doce años, pero la mayoría rondaba los diecisiete. Iban vestidos como Charlie, casi todos de negro, y algunos llevaban en el pelo mechas de color naranja o azul que les daban aspecto de cacatúas. Se propinaban codazos, se peleaban, se morreaban, escupían a la gente y a sus compañeros a la cara, ahí, bajo el frío y la lluvia de ese Londres medio en ruinas y bajo la mirada indiferente de la policía. Como concesión a la New Wave me había puesto una camisa negra, tejanos negros, calcetines blancos y zapatos de ante negros; pero sabía que mi pelo resultaba totalmente anodino. Y no es que fuera el único: había gente mayor que yo vestida al estilo desenfadado de los sesenta pero en caro, tejanos Fiorucci y botas de ante con tacón, ¡por el amor de Dios!, que perseguían a los miembros del grupo para contratarles.
¿Qué habría hecho Charlie desde la última noche del Nashville? Pues unirse a los punks y comprender de inmediato lo que estaban haciendo, la novedad que suponían en el campo de la música. Había cambiado el nombre del grupo por el de The Condemned y se había rebautizado como Charlie Hero. Y mientras el estilo de la música británica desechaba un paradigma por otro y pasaba de un barroco exquisito a un sonido de garaje furioso, Charlie había vapuleado y forzado a los Mustn't Grumble hasta hacer de ellos uno de los grupos punk o New Wave más punteros del panorama musical.
El hijo de Eva estaba sometido al acoso continuo de los periódicos nacionales, revistas y semiólogos que iban a la caza de nuevas citas sobre el nuevo nihilismo, el nuevo desencanto y la nueva música que lo expresaba. Hero tenía entonces que aclarar esa desesperanza de los jóvenes a aquella gente perpleja, pero interesada, lo cual hacía escupiendo a los periodistas o simplemente arremetiendo contra ellos a puñetazos. Vaya un tipo listo ese Charlie. Aprendió enseguida que tanto su éxito como el de otros grupos dependía de su habilidad a la hora de insultar a los medios de comunicación. Afortunadamente, Charlie tenía un talento especial cuando se trataba de ser cruel. Esos mismos insultos aparecían publicados con gran despliegue de publicidad, al igual que sus ataques contra los hippies, el amor, la reina, Mick Jagger, el activismo político y hasta el propio movimiento punk. «¡Somos una mierda! —proclamó una noche para un programa de tarde de televisión—. No sabemos tocar, ni cantar, ni componer canciones, ¡pero esos idiotas de mierda nos adoran!» Según datos de la prensa, al oír eso unos padres furiosos la emprendieron a patadas contra el aparato de televisión. Incluso Eva apareció en el
Daily Mirror
bajo el titular:
¡MADRE DE PUNK DECLARA: «ESTOY ORGULLOSA DE MI HIJO»!
El Pez se encargó muy bien de que Charlie apareciera en las noticias y de que su imagen se afianzara. Además, estaba haciendo todo lo posible para que el primer disco del grupo, «The Bride of Christ», saliera a la venta a las pocas semanas. Ya había provocado un escándalo y, con un poco de suerte, acabarían por prohibir el disco o por acusarles de difamación, con lo cual ganarían credibilidad y una buena fortuna. Charlie había encontrado por fin el buen camino.